› Por Mariana Docampo
En mi clase de yoga trabé amistad con una señora de espíritu bondadoso que trabaja como profesora de Matemáticas en un bachillerato para adultos, turno noche. Al colegio donde da clases acuden muchos alumnos bolivianos, peruanos y chinos, a quienes ella llama invariablemente “bolivianitos”, “peruanitos” y “chinitos”, pudiendo estos últimos ser chinos o coreanos de manera indistinta, y superando casi todos ellos los treinta años de edad. A sus alumnos argentinos los llama “argentinos”, y siempre aclara que son los peores de la clase. Los “bolivianitos pobrecitos” son, según Mabel, “buena gente, muy trabajadora”; “los peruanitos son todos mafiosos”, pero ella los quiere igual; y “a los chinitos no se les entiende nada, pero son muy inteligentes”. Un día me dijo que en su clase tenía dos “travestitos” de la Villa 31. Yo la miré con sorpresa y le pregunté qué era un “travestito”. Mabel dijo, buscando sus mejores palabras, para ser respetuosa: “Son hombres que vienen vestidos de mujer”. Como se trata de un colegio católico, le pregunté si las autoridades de la institución no hacían problemas, y me contestó que no, que “estaba todo bien”. Sin embargo, cuando hace ya casi dos meses el Episcopado argentino “solicitó” a los directivos, maestros y profesores de escuelas católicas que asistieran a la marcha contra el matrimonio igualitario que tuvo lugar el 13 de julio, a Mabel la llamó por teléfono el director del colegio pidiéndole que por favor fuera. Ella le contestó que no iría, por dos razones: en la misa del domingo había escuchado a un cura rebelde con su cúpula contar la historia de un gay que había cuidado de su pareja hasta la muerte, y el relato la había conmovido y hecho reflexionar; y en segundo lugar, por los “travestitos” de su clase. Y entonces exclamó: “¡Con qué cara voy a ir a la marcha contra el matrimonio gay y alentar a mis alumnos a que vayan también si es una marcha que está contra dos de ellos!”. Algunas semanas después de esta conversación, y ya habiendo sido firmada la ley de matrimonio igualitario, Mabel sigue llamando “travestitos” a sus alumnas travestis y “bolivianitos” a sus alumnos y alumnas de Bolivia, aunque todos ellos hayan alcanzado la edad adulta. Pienso que con el diminutivo busca acaso protegerse de una diferencia que la asusta, y al mismo tiempo proteger de prejuicios propios y ajenos a sus alumnos más vulnerables.
Dejando para otra discusión el tema de lxs inmigrantes, una ley como la sancionada sumada a la ley de identidad de género, que falta, pueden hacer que los “travestitos” de Mabel se vean a sí mismos ya no como pequeñas personas problematizadas sino como adultos con plenos derechos, y de esta manera comiencen a presentarse en ámbitos sociales. Si bien esto asustará a muchos y enojará a otros, será sin dudas una manera de acompañar el cambio legal con un reposicionamiento de cada unx de nosotrxs, que supone pensarnos en la plenitud de quienes somos, sin complejos ni minimizaciones que disminuyan nuestras capacidades como seres humanos y cívicos.
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