¿Es el perro el mejor amigo de gays, trans y lesbianas? ¿Viene a ocupar el lugar del hijo? ¿Existen perros clásicos para gays y perros típicos para lesbianas? Por alguna razón, un hombre solo sacando a pasear a su can a altas horas de la madrugada es sospechoso de usarlo como excusa para sus escarceos amorosos, mientras que los paseadores de perros en la Argentina figuran como atractivo visual en las guías gays internacionales. Algunas confidencias de dueños y dueñas, además de un recorrido por una tradición literaria que asocia a los perros con las diversidades sexuales, servirán como guía y homenaje canino, en el Día del Animal.
› Por Adrián Melo
Se suele asociar al momento en que un gay maduro resuelve tener un perro con el hecho de haber tomado la decisión de “tirar la toalla”, de pasar a cuarteles de invierno. Es decir, con el fin de la sexualidad y la aceptación de la soledad. Si la misma decisión la toma una pareja de gays o de lesbianas, se asocia con el momento en que se consolida la relación amorosa o que deciden agrandar la familia. En ambos casos se asimila a una actitud conservadora de retraimiento de la vida al ámbito de lo doméstico, de la rutina y de la comodidad o de la familia burguesa.
Algunas historias recopiladas de gays y lesbianas que conviven con canes nos permiten alejarnos de esas hipótesis prejuiciosas. Por un lado, porque el espectro abarca muchachos y muchachas que viven solos, parejas gays o lesbianas, y hombres y mujeres maduros y de la tercera edad. Por el otro, porque la decisión de tener un perro parece más asociada a una crianza o a una historia familiar donde los perros ocuparon un lugar importante en la infancia que a algún otro motivo.
Tal como me señaló Gastón de Palermo (32), que hoy convive armoniosamente con Dany, un perro grande que recogió en la calle: “Es como cualquier aprendizaje. Alguien que no tuvo perro en su vida o que en su infancia y en su casa paterna nunca fueron amantes de las mascotas o no les dieron un lugar y cariño en la familia, difícilmente pueda amar a los perros”.
Para Maxi (31), crecer con un perro puede significar mucho para un gay o para alguien que tenga una sexualidad diferente o simplemente se sienta diferente: “Duke, mi perro pequinés, fue el compañero de mi adolescencia y de mi juventud. Me lo regalaron para Reyes. Yo tenía diez años y él, cuarenta y cinco días. Yo era asmático, presumía el descubrimiento de mi sexualidad y que la misma no iba a caerles nada bien a mis padres. Un animal puede ser una especie de confidente o en todo caso una compañía incondicional. Debe pasarles a muchos gays solitarios, retraídos, o a mariquitas que sufren el rechazo social”.
Hoy, Maxi convive con su pareja y un nuevo perro pequinés que se suele poner en la cama entre él y su amante para dormir, pero no olvida a Duke, su compañero de tiempos difíciles: “Es que Duke murió en mis brazos a los quince años, como llegó a mis brazos a pocos días de haber nacido. Lo tuve que sacrificar y yo lo sostuve llorando mientras el veterinario le ponía la inyección para que dejara de sufrir. En ese momento, Duke me miró, movió la cola como despidiéndose y se fue”.
Igual que Maxi, para Marina (55), que tiene un perro ovejero y que expresa los sentimientos de muchos entrevistados, se puede establecer con los animales un diálogo en sentido buberiano, sin palabras, pero donde cada uno descubre, se abre y conoce al otro: “El perro es la expresión sin palabras. Una vez que lo conocés y el perro te eligió como compañera, aprendés a interpretarlo. Con una mirada, un gesto, un gruñido, un llanto, u otros pequeños detalles, el perro te hace saber qué quiere o qué necesita”.
A pesar de que, en la mayoría de las historias recogidas, los entrevistados acuerdan en que ser o no gay o lesbiana no determina una relación especial con los animales, hay un merchandising que estimula, fomenta o explota particularmente que los gays y las lesbianas son los mejores amigos de los perros, una compañía que reemplaza a los hijos o incluso a la pareja; en todo caso, la verdadera familia.
No sólo porque todo barrio gay que se precie de tal —como Le Marais en París, la zona universitaria, la llamada Gay Sample en Barcelona o Castro en San Francisco, entre otros— tiene su propio pet shop a la orden del día sino porque hay publicaciones especiales y artículos tales como huesos color de rosa, perfumes para perros de formas ambiguas o insinuantes, cuchas glamorosas o con la bandera multicolor y juguetes y ropa para perros con el arco iris del orgullo gay, con inscripciones que apoyan el matrimonio igualitario o que celebran el sexo y las sexualidades diversas y el amor de los gays y las lesbianas. Así podemos leer en algunas camisetas perrunas: “Lesbian by barth. Butch by choice”; “Let’s get one thing straight. I’m not”; o “If being gay is a disease, then let’s all call in queer to work”.
Las palabras dogging, en inglés, y cancanear, que se utiliza en España, designan tanto la práctica de sacar a pasear al perro como la costumbre de algunos gays de salir a “levantar” o “yirar”. El vocabulario común da cuenta de la extensión del prejuicio que asocia a ambas prácticas.
¿Qué hay de real en esa asociación? Para Javier de San Telmo, que tiene una Golden Retriver llamada Leila: “Definitivamente el tener un perro y sacarlo a pasear sirve para relacionarte con otras personas, sobre todo cuando son cachorros. Siempre se acerca la gente y compartís una charla”. Para Matías, que tiene un perro raza Beagle y un criadero de perros en Neuquén, “las mascotas son la excusa perfecta para establecer un vínculo. Pero eso es básicamente porque, teniendo en cuenta que el perro es tan importante en mi vida, si un muchachito se acerca demostrando interés por él, ya tiene puntos a favor”.
La mayoría de los entrevistados coincide en que el perro sirve para socializar. Pero no particularmente para concretar alguna experiencia amorosa o sexual.
“En los paseos siempre se establecen vínculos, ya sean pasajeros, de charla o de compartir los mismos horarios de paseos con la gente”, relata Gastón. “En mi caso se han acercado flacos a charlar con la excusa del perro, sobre todo cuando el perro era más cachorro todavía, como que está más permitido que te guste un perro de unos meses o te dé más dulzura que uno ya grande y que intimide.”
Pero a su vez, la mayoría de los entrevistados descree también de que se utilice a los perros como herramienta para levante: “No digo que no pase, porque pasa y me pasó varias veces, pero en quien tiene la responsabilidad de sacar al perro tres veces por día, siete veces a la semana durante todos los meses del año, haga frío o calor, estés o no cansado, con o sin sueño, y sabiendo que siempre tiene que salir, prima el amor por el pichicho y lo del levante pasa a un segundo plano”.
Frecuentemente, en la red social Facebook, las mascotas figuran como los hijos de los gays y las lesbianas. Ahora bien, ¿qué ocurre con las mascotas cuando se separa una pareja de gays o lesbianas? Las variantes suelen ser tan diversas como en el caso de las parejas heterosexuales. Peleas, tenencia compartida, pero la que parece predominar es que uno de los miembros de la pareja se hace cargo y el otro suele separarse, aunque permanezca el afecto por el animal.
“Cuando decidí comprar al perro no fue una decisión compartida con mi pareja, él no quería. Luego tuvimos varias peleas por el perro y los cuidados que hay que tener con un cachorro... Bueno, me separé de él y me quedé con el perro”, señala burlonamente Javier.
“Un perro en mi vida es un recordatorio constante de que siempre alguien nos necesita. Ellos nos necesitan, no sé si nosotros a ellos, pero sí que hacen mejores los días”, expresa Darío, quien compartió con su perro Renato exilio a Madrid y regresos a Buenos Aires, encuentros amorosos y separaciones: “No creo que particularmente para las parejas gays tener una mascota adquiera una significación especial. Yo tuve a mi perro durante una relación gay y no gay, y lo que significa mi perro para mí no se modificó nunca, tal vez para él sí fueron traumáticas mis parejas. Preguntémosle, pobre, que se desahogue”.
El perro Renato tiene la particularidad de que, al igual que su dueño, es actor: “Ahora mi perro va a trabajar en una obra mía, Desmesura, pero porque forma parte de la obra desde el primer día. Cuando ensayaba esta obra en Madrid, los actores lo vieron sentado al lado mío en el suelo con sus piernas delanteras cruzadas y me dijeron: ‘Renato es actor, sí. Dale un papel’. Y así fue, ganó un premio y todo por actor secundario’”.
Tres iconos de las culturas gay y lesbiana del siglo XX, J.R. Ackerley (1896-1967), Virginia Woolf (1882-1941) y Manuel Mujica Lainez (1910-1984), dedicaron parte de su obra a ensalzar y dar cuenta del enamoramiento entre los humanos y el animal doméstico por antonomasia.
La primera manifestación literaria de la fascinación diversidad sexual-can es la novela Flush (1933) de Virginia Woolf, que nos relata fragmentos de la vida de la poetisa Elizabeth Barrett Browning a través de la relación que mantuvo con su perro. No se trata de una biografía de la artista sino que ella constituye el telón de fondo para narrar la vida del animal. El encuentro entre humano y animal es descripto en términos amorosos, como el encuentro de dos almas gemelas: “Se sorprendieron el uno al otro. A miss Barrett le pendían a ambos lados del rostro unos tirabuzones muy densos, le relucían sus grandes ojos, y su boca, grande, sonreía. A ambos lados de la cara de Flush colgaban unas espesas y largas orejas; los ojos también los tenía grandes y brillantes, y la boca, muy ancha. Existía cierto parecido entre ambos. Al mirarse, pensaba cada uno de ellos lo siguiente: ‘Ahí estoy...’, y luego cada uno de ellos pensaba: ‘Pero, ¡qué diferencia!’. La de ella era la cara pálida y cansada de una inválida privada de aire, luz y libertad. La de él era la cara ardiente y vasta de un animal joven: instinto, salud y energía. Ambos rostros parecían proceder del mismo molde, y haberse desdoblado después. ¿Sería posible que cada uno completase lo que estaba latente en el otro? Ella podía haber sido... todo aquello; y él... Pero no. Ella era una mujer; él, un perro. Así, unidos estrechamente e inmensamente separados, se contemplaban. Entonces se subió Flush de un salto al sofá y se echó donde había de echarse toda su vida... en el edredón, a los pies de miss Barrett”.
Más tarde se nos narra en la novela cómo, sin Flush, la vida de Elizabeth hubiera sido radicalmente distinta. La conquista del amor incondicional del perro le permite a la poeta contemplarse como digna de amar y ser amada. Efectivamente es el encuentro con el animal el que posibilita que la poetisa supere sus limitaciones, abra su corazón y posteriormente encuentre al hombre con el cual compartir su vida y terminar con la soledad y el aislamiento al cual parecía haberse condenado.
Por su parte, J.R. Ackerley tiene una vida y una obra que merecen ser rescatadas para la cultura latina. Hijo de un hombre tan apuesto como lo era él mismo, Ackerley terminaría revelando en Mi padre y yo sus aventuras amorosas homosexuales, a la vez que deduce que su padre en la plenitud de sus años usó sus encantos sensuales y fue favorito de maricas maduros para ascender en el ejército. La biografía abunda en enamoramientos y ligues en las calles, en los pubs, en los trenes, en los cafés y en los mingitorios con muchachos de clase obrera, marineros, soldados y otros prototipos de la masculinidad a los cuales Ackerley adoraba.
Su búsqueda erótica que lo llevó a los brazos de centenares de hombres tenía un objetivo: el encuentro con el amigo-amante ideal, un compañero para toda la vida.
Cuando ya mayor comenzaron a ralear sus encantos y a espaciarse o fracasar sus intentos de seducción en la vía y los baños públicos, el antaño libertino y promiscuo Ackerley se compró una perra con la que pasaría, según sus propias palabras, “los quince años más felices de mi vida”.
A ella le dedicó dos espléndidas novelas: Vales tu peso en oro (1960) y Mi perra Tulip (1956). La primera, una verdadera obra maestra, narra las luchas entre un hombre gay de mediana edad y dos mujeres por la tenencia de Evie, una cachorra de pastor alemán. En esas luchas se cifran los deseos de todos los personajes por poseer el afecto del bellísimo Johnny, un encantador buscavidas que pasa una temporada en la cárcel.
Por su parte, en Mi perra Tulip, el proceso de enamoramiento ya se ha consumado y el protagonista relega su propia vida y sólo parece importarle la vida amorosa y sexual de su perra alsaciana, de la que se ocupa incluso de que experimente la dicha de ser madre.
Es curioso que, en la que es considerada la más autobiográfica de sus novelas, el escritor argentino Manuel Mujica Lainez se haya servido de su entrañable e incondicional lebrel. Como una versión invertida de Flush, que parece ser el modelo, la novela Cecil (1972) narra parte de la vida del escritor a través de los ojos y de la palabra de un perro suyo que vive con él en su mansión de las sierras de Córdoba. Nuevamente, la relación entre el escritor y el animal es narrada con el encanto de un enamoramiento. Escribe Cecil, el perro, al comienzo de la novela: “Creo que lo he fascinado, y sé que él me ha fascinado también. Presumo que nos pertenecemos el uno al otro hasta que la muerte ocurra. ¿Cuál vendrá primero, desnuda, fría y alta, a visitarnos? ¿La suya, la mía? La mía probablemente, pese a que él está lejos ya de ser un niño, porque mi vida, por inexorable capricho biológico, cuenta con un plazo mucho más corto que el acordado en general por el destino a los de su privilegiada especie”.
Luego, por boca canina conocemos los secretos de su amo. El animal devela la pasión del autor por los amores de Aquiles y Patroclo, y por las mariconerías del emperador Heliogábalo. Pero sobre todo pone en evidencia el deseo sensual que el escritor experimenta por la posesión de muchachos de pelo rizado y belleza clásica, efebos que lo visitan y que su mujer consiente como caprichos del artista y a los cuales debe ocultar, a veces desnudos tras las cortinas, cuando llegan los periodistas. Ya sin las metáforas, las elipsis, los dobles y los ambages de toda su obra, la más contundente salida del closet de Mujica Lainez precisó del auxilio canino.
Finalmente, si es hora de confesiones, también el que suscribe recorrió un largo camino desde el momento en que su pareja trajo –¡dos, no uno!– perros de la calle y pasó de pensar que eran un manojo de pelos y bacterias a creer fervientemente que son simplemente y nada menos que alegría que camina sobre la tierra.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux