ENTREVISTA
La poeta chilena Malú Urriola vino a Buenos Aires a presentar su libro Hija de perra, editado aquí por la editorial Curandera, y a la hora de conversar sobre poesía apareció Gabriela Mistral y el lesbianismo, la situación de la diversidad en Chile sin Bachelet, las lecturas de Safo y cómo zafar de esa tradición tácita que liga el amor femenino con el renunciamiento y el dolor.
› Por P. J.
—Mi relación con Argentina es de larga data, empezó hace más de veinte años. Vine a la Bienal de Buenos Aires en el ‘89 y me encantó esta ciudad. Después, con el paso de los tiempos me tocó volver bastante seguido y me he hecho bastantes amigos a quienes veo también cuando van a Santiago, como Diana Bellessi, Mercedes Roffé, o Andi Nachón, una de mis mejores amigas, me encanta su óptica poética. Con Celeste Carballo tenemos también una relación desde hace más de 20 años. A mí me encanta lo que ella hace.
—Bueno, en Chile tenemos una Premio Nobel, Gabriela Mistral. Ella no fue visible, pero me parece que su juego fue bastante lindo. Lindo en el sentido de que tienes que volver a leerla, porque Mistral guarda secretos bajo la manga que aparecen años después y eso obliga a una relectura. Durante muchos años ella fue la madre, la maestra, con un amor heterosexual fallido y platónico con Magallanes Mores (aunque la verdad que a mí los amores de los escritores no me desvelan, porque pienso que el rol del escritor es otro más allá de su sexualidad). Pero esta mujer no ocultó sólo su lesbianismo, sino también muchas otras cosas. Y creo que ella tenía un pensamiento avanzado para la época, y si hubiese develado todo lo que era no habría sido Mistral. También tenía una posición bastante política y ligada con las feministas. Piensa que le dieron el Nobel antes que las mujeres tuvieran derecho a voto, entonces, si no podían votar, menos aún podían decir que eran lesbianas. Tampoco sé cómo fue el proceso de ella, me parece misterioso. Por eso es siempre interesante leer sus cartas. Ella no era un sujeto fijo ni en su sexualidad ni en sus relaciones personales, ni se sabe bien si sus amistades fueron amantes o fueron amores amistosos, de esos que una también puede tener.
—Yo creo que ella era bastante queer. Además por ese abrigo que usaba, porque fumaba puros, por su manera masculina de pararse en el mundo: era una mujer muy trabajólica, que amaba mucho su trabajo. Después de ella no he sabido en Chile de otras poetas que fueran lesbianas. Será también que no me interesa, a mí me importa más la obra de la gente...
—Sí, claro. Creo que cada uno tiene sus propios terrores. Ocultar en mi vida nunca ha sido un tema, la poesía me da la libertad de decir lo que se me plazca en el momento en que se me ocurra. Y si yo tuviera que renunciar a esa libertad creo que no escribiría poesía. Nadie tiene el derecho de disentir o estar de acuerdo con una experiencia individual. La vida es fugaz, dura un fin de semana y creo en la poesía como un estado de emanación, no como estado de creación, que me parece demasiado católico. Una de las poetas que amo es Safo, una poeta que no termino de leer nunca. Leo muchas poetas lesbianas, como sor Juana Inés de la Cruz. Creo que las grandes poetas han sido tanto lesbianas como heterosexuales, pero el camino que han recorrido las lesbianas es súper interesante en el sentido de que quiebran. A mí me interesa una escritura que ponga en cuestión, piense y repiense los imaginarios culturales y las subjetividades más allá incluso de la cuestión amorosa...
—Depende del género. Lemebel hace crónica, me encanta su trabajo, somos amigos. Lemebel quebró con el imaginario del militante comunista gay en un país raro como lo es Chile. Raro porque las altas esferas derechistas y conservadoras no pueden controlar, se les escapan subjetividades alocadas, impensables, tan cuestionadoras... Chile tiene como una forma más ordenada o pausada en política y que aparezcan estos personajes le hace muy bien. No creo que la sexualidad sea algo que se pueda arreglar o mutar. La homosexualidad no te la enseña nadie y uno cree que las cosas que no conocen son terribles, pero la verdad es que es parte de la ignorancia.
—La verdad es que a mí no me hace ningún problema, pero tampoco ando por el mundo pensando que soy lesbiana o poeta. Más bien tengo una parada voyeurista de la vida. Hay momentos que me pueden cautivar para siempre, como ver de golpe dos palomas cruzando Callao y Corrientes, por ejemplo. Lo que está afuera me produce más interés que lo que está adentro. Lo que está adentro más o menos lo conozco, pero lo que está afuera siempre me sorprende. Creo que la vida me gusta por eso. Nacimos en un tiempo mucho menos hostil con las mujeres. Las mujeres hemos pasado etapas en la historia de la humanidad donde se nos ha discriminado por distintas cosas, ser lesbiana es una discriminación más.
—Sí, claro, como en todo, los hombres siempre tienen más visibilidad. Pero eso casi te diría que cambió en la década de los ’80 cuando apareció un grupo importante de mujeres poetas que quebraron el canon de una poesía tradicional: Eugenia Brito, Carla Grande, Marina Rate, Teresa Calderón, entre otras. Un grupo poderoso que apareció con distintos tipos de imaginarios. Y que encaró una pelea fundamental, una de esas cabezas de pelea fue Diamela Eltit, que armó aquel congreso del ‘87 que buscaba terminar con esa diferenciación entre poesía o literatura de mujeres y literatura. El único hombre que apoyó esta idea fue José Donoso. El congreso, en general, fue muy mal tomado, una bofetada a la literatura hecha por hombres. Esas mujeres allanaron el camino para las generaciones posteriores, para la mía, por ejemplo.
—Sí, igual a ninguna mujer se le ha dado un premio como el de ciudadana ilustre que se le ha dado a Diana Bellessi, que me parece absolutamente merecido. Eso todavía no ocurre, pero no se nos puede saltear, no se puede saltear a Elsa Berenger. Pero sí se puede seguir sin reconocernos. Y no se nos reconoce, no se nos da nunca un premio nacional.
—A mí me parece que todo camino es pertinente y necesario. Me cuesta un poco catalogar poesía lésbica, de mujeres, en fin, la poesía de las minorías, pero me parece necesario para visibilizar. Es más una necesidad política que literaria...
—Sí, tardé cuatro años. Es el libro de un duelo político y amoroso. Me gusta ligar siempre amor y política. Fue un duelo de la memoria chilena. De una memoria posdictadura que arrasó bastante con todo. Lo escribí en un momento que estaba un poco harta de que cambiaran algunas cosas para que nada cambiara finalmente. Es un libro que tiene que ver con la idea que yo tenía en ese momento del futuro: yo pensé que la gente iba a olvidar, y olvidó. Y ese olvido me provocaba un malestar muy fuerte. Actualmente Chile está retrocediendo, se están pidiendo indultos, se está pensando en cerrar el servicio nacional de las mujeres. Con Bachelet hubo muchas conquistas, pero el problema del liberalismo siempre es el mismo, porque hubo muchas pérdidas a nivel del territorio. Hoy en Chile la estupidez invade por los cuatro costados, aunque hay pequeños focos de gente haciendo cosas interesantes. En tiempos neoliberales se requieren artistas light.
—Cuatro. Se editó en Chile, en Venezuela y ahora acá. Creo que este libro se ha reeditado tanto por dos cosas que en él trabajé que me parecen importantes. ¿Viste que desde la perspectiva de las poetas mujeres el amor y la renuncia van juntos? Yo trabajé lo contrario. El rollo de las mujeres siempre es el mandato del patriarcado de renunciar en pos del amor, de la familia, y darle una vuelta a eso me interesó. Y darle una voz suicida a esa poética también. En ese momento en que escribí Hija de perra yo estaba cerca de la lectura de las suicidas: Sylvia Plath, Alejandra Pizarnik...
—Renunciaron a la vida y no a la escritura. Plath renuncia a la vida amorosa de pareja con marido y con hijos. Esas renuncias que hacen ciertas mujeres de cumplir el rol hasta el final me parecen atractivas. El camino de la pasión escritural para mí es el único rol que puedo cumplir con completo goce.
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