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La semana pasada me encontré con el primer casamiento igualitario dentro de la cárcel y no pude evitar el llanto. Quiso la mala suerte que tuviera que pasar un tiempo en Ezeiza que recuerdo con una mezcla de emociones difíciles: porque el encierro es de lo peor que le puede pasar a una persona, porque no tener el control de tus actos más insignificantes y perder el contacto con la gente que una quiere son cosas que a muy, pero muy pocas personas en el mundo les podría desear. Pero es cierto que ahí adentro también conocí a grandes amigas y a una de las personas que más quise en esta vida loca. Para el Servicio Penitenciario, él era Viviana; para mí era Javo, un nombre que encontramos porque él odiaba que le dijeran ese nombre que le había puesto su mamá. Cuando querían hacerlo embroncar le colgaban los corpiños –unos bien apretados que usaba para que no se le vieran las tetas– de la reja; a mí nunca me dejaba tocarlo en esa parte. Lo mataron poco después de haber salido del penal, nunca supe bien qué pasó, lo apuñalaron cerca de plaza Once. A nosotras no nos dejaban dormir juntas –lo hacíamos igual–, no nos dejaban ni siquiera darnos un beso en el patio o andar de la mano. Ahora parece que nos podríamos haber casado y Vivi podría haberse vestido como le gustaba, con gorrita y pantalón de gimnasia, como un chongo. Las cosas cambian muy rápido pero no tanto como para salvarle la vida a gente que lo necesita, como Javo.
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