Ni gays, ni lesbianas. Al menos no según los parámetros del modelo de consumo que se impuso en Occidente como identidad hegemónica para una diversidad controlada. Ni travestis, ni trans. Quizá porque esas palabras resultan esquivas, insuficientes; difícil en un caso, anclada a imágenes demasiado vistas y deformadas en el otro. Sexualidades errantes, en todo caso. Identidades que perforan el círculo de lo que se puede nombrar y a la vez perturban el sueño de quienes se tranquilizan cuando todo y todxs tienen su etiqueta. Historias de la periferia que no desean el centro. Y a la vez lo ponen en jaque.
› Por Alejandro Modarelli
A la salida del hotelito de la calle Guardia Vieja, con su peluca rubicunda un poco corrida por las contorsiones del sexo transitorio, la Loli le pide al muchachito (veintiocho años, separado, encargado de un café del Patio Bullrich, una hija adorada los fines de semana) que la acompañe al menos hasta la esquina a tomar un taxi, para no tener que vérselas con los dos monos sentados en la vereda de enfrente, que siguen la escena de la despedida con gesto de cazadores. Pero el chico ya no es aquel seductor de unas horas antes; junto con el orgasmo desaparecieron sus dulces modales y ahora parece de piedra, toda una mampostería viril para quien busca excusas que expliquen su revire sexual clandestino: “Mirá, esto que hicimos ahí adentro es una cosa de locos. Vos agarrá para ese lado y yo para éste. Y no nos vimos nunca”.
Loli —que es casi siempre Omar— sabe que aquella respuesta encaja bien en el universo tradicional de los chongos de trampa. Por eso, resignada a lo obvio, solita su alma de transformista o crossdresser todavía inexperta, yergue los pechos apócrifos y se las arregla como puede. A la mañana siguiente ya no estará triste por la humillación, se vestirá con jean de rutina en su departamento de San Telmo, y la aventura de la noche será una epopeya erótica que hará reír a los amigos en la sobremesa: “Cuando me encuentro con tipos como ése, me digo: ‘Yo no soy más que una marica que busca su opuesto masculino fuera del ambiente gay, porque ahí nunca encuentro lo que quiero. La tengo clara, tengo la cabeza de las locas de antes, y montarme de mujer me sirve como estrategia de levante. Estoy contento con la militancia gay-lésbica, con los derechos que se consiguen, pero a la hora de las relaciones sexuales me vuelvo conservador. Ahí se me acaba la ideología igualitaria de la liberación sexual, que se supone se completará cuando los hombres socialicen su culo. Yo prefiero la jerarquía chongo-marica, el ensamble de lo femenino y lo masculino, sin mutaciones, sin concesiones. Me dirás que reproduzco un modelo machista, pero sólo defiendo la variante sexual en la que me siento feliz. En cambio, muchos de esos chongos que me buscan de crossdresser, después de dar rienda suelta al deseo no entienden ya dónde están parados. De pronto, sobre la cama, se les cae el velo de la fantasía, ven como se te corre la peluca, y se dicen entonces ‘estoy loco’, o ‘estamos locos’. Como si el cuerpo los hubiera empujado adonde la razón no quería, y tuvieran después que rearmarse. A veces me dan lástima”.
En un cine X del barrio de Constitución, la Marie Roxette recorre las butacas ofreciendo sus servicios, y entre cliente y cliente cuenta a los habitués su adhesión al budismo. No hay castigo en las sucesivas transformaciones del karma, predica, sino un viaje animoso hasta fundirse en la energía del cosmos. Hoy le toca ser “eso”, y “en la próxima encarnación me imagino como una artista famosa”. Cada tanto exhibe sus avances de clase de canto. Con una fonética aprendida por amor a su ídolo, entona en las penumbras de la sala las canciones de Roxette, y llora por el tumor cerebral que ha alejado del escenario a la mujer del dúo.
Antes maestro de grado, andrógino de rasgos de altiplano, que no ha pasado jamás por los avatares de las hormonas ni de la cirugía, no obstante resulta difícil adivinar en Marie una identidad de género. Cuando llegó de Salta no podía entender que dos bigotes se unieran en un beso. “Se es mujer o se es varón”, dice, porque cree que ésas son esencias que prescinden de la anatomía, pero no de las apariencias. Confiesa cuánto de ajena, de incomprensible, le parece la sexualidad de “los chicos gays” que se enredan entre ellos y hasta forman parejas. Tiene su marido, un ex cliente, que tolera pero no acepta su trabajo prostibulario: “Cree que con su sueldo de operario podemos vivir los dos y también mi hermana, que es sordomuda y la tengo a mi cargo. Gracias a este esfuerzo que hago me compré mi casa, hace diez años ya”. Marie es generosa con las mariquitas clásicas ávidas de chongos, que esperan obedientes detrás de la última fila de butacas a que ella les tramite un polvo con algún habitué necesitado de desahogo, pero con la cuenta de su bolsillo en cero. “Ahora, si el chongo acepta irse con un gay masculino, yo a ése no le hablo ni lo atiendo nunca más. Quiere decir que él también es puto, y a mí no me va a venir a poner en la misma bolsa que a los gays. ¿Qué soy yo? Creo que mujer, no sé bien.”
En relatos de esta clase, la homosexualidad y la heterosexualidad son tramas precarias que recorren el centro y la periferia del cuerpo social sin ganas de afincarse, mantos identitarios que devienen incógnitas, goces que no encuentran fundamento ni sentido y se quieren olvidar pronto: sus momentos de gloria se viven, en toda naturalidad, y a veces con todo el remordimiento postrero, fuera del ambiente Glttb. Ni el papi de familia que deja de mala manera a la Loli en la puerta de un telo, ni los clientes X de la Marie Roxette entran —desde ya— en la curva normativa de eso que los expertos de los confesionarios y los divanes podrán llamar “una sexualidad plena adulta”. Esta gente suspende su vida monogámica, conyugal, heterosexual, en pos de una intensidad física a la que no quiere ponerle un nombre. Salta el cerco de la casa idealizada para echarse en alcobas irregulares: “Hago realidad mis fantasías”, se los oye decir. Esa fuga de la norma devela la existencia y el cruce de toda una serie de sujetos deseantes y prácticas sexuales —chongos de trampa, locas, crossdresser, travestis— que encuentran su lugar de enunciación menos en los vericuetos epistemológicos o arquetipos de la cultura gay-lésbica que en un Eros clandestino y pluriforme.
“Con los pibes del rugby siempre buscamos más travestis que putas. El puto se te acerca al auto, te dice ‘hola bebé’, y ya está. Todo es un manoteo con el trava, porque es más directo, tiene más aguante que una mina... ¿Por qué en grupo? Porque si vas solo a buscar al puto, es sospechoso. En grupo significa que estás jodiendo, que ya tomaste alguna birra, y además te da seguridad”, cuenta Henry, deportista de uno de los clubes de rugby más conocidos. Henry habla con una voz que le sale de la entrepierna, para que no queden dudas de su masculinidad. Se enoja cuando el amigo, sentado a su derecha, le señala que “no hay nada más homosexual que seis pijas apuntando a un culo”. Quizá por eso, su reflexión, al final de la entrevista, busca una defensa de las normas paternas straight: “A mí me molesta la imagen de los travestis en la calle o en los bosques de Palermo. Digo, por los chicos. Yo me caso a fin de año, así que nunca más... Si me enterase de que un hijo mío coge con travestis, para mí sería terrible. Como si me enterase de que se droga”. Y es el mismo Henry que lo dice, y el cronista que anota sus palabras no sabe si burlarse o indignarse.
También la luna erótica cubana, que tanto extrañaba Reinaldo Arenas en su exilio yanqui, estaba poblada de padres de familia que habían intercambiado con él sexo en los urinarios de un balneario, soldados de guardia, obreros y compañeros de estudio y de prisión, en fin, un maremagno de virilidades que no se reconocerían jamás dentro de una identidad homosexual: “Lo normal no era que una loca se acostara con otra loca sino que la loca buscara a un hombre que la poseyera y que sintiera, al hacerlo, tanto placer como ella al ser poseída”, escribe en Antes que anochezca, y compara el estilo de vida del homosexual de las sociedades más modernas con el de un “monje de la actividad sexual” que, habiendo sido primero excluido por su diferencia, cree encontrarse a gusto en un ambiente que el escritor considera un mundo desolado.
Claro que, de inmediato, Arenas pasa a enumerar las violencias que “los verdaderos hombres” de Cuba habían ejercitado sobre él, dentro y fuera de la escena del sexo, con lo cual admite que la consumación de su idealizado deseo por lo opuesto conllevaba la amenaza arcaica que la dominación masculina hace pesar sobre quien, como él, a través de sus opciones y posiciones de loca, ha resignado las potestades del macho tradicional.
Para el poeta antropólogo Néstor Perlongher, que experimentó el sabor groncho del chongo como el único admisible en su universo de deseo, el perímetro del modelo gay lésbico triunfante en las grandes ciudades del Occidente resulta demasiado acotado para dar cuenta de unos devenires sexuales —y unos sujetos sociales— que sobrepasan todos los diques que los contienen. Aunque la existencia diferenciada de ese territorio tranquiliza a quienes habitan las normas y regiones heterosexuales, y se sacan así la homosexualidad de encima.
“Esta normalización de la homosexualidad erige, además, una personalogía, una moda, la del modelo gay... Este operativo de normalización arroja a los bordes a los nuevos marginados, los excluidos de la fiesta: travestis, locas, chongos, gronchos —que en general son pobres— sobrellevan los prototipos de las sexualidades más populares”, escribió Perlongher en El sexo de las locas.
La oposición modelo gay/sexualidades populares sirve hoy de plataforma ideológica a un nuevo grupo de la constelación activista argentina: Putos Peronistas de La Matanza. Soy publicó en un número anterior parte de un Manifiesto, a través del cual convocaban a su presentación pública. “El puto es peronista, el gay es gorila”, sintetizaban los convocantes, colocando a aquel último en el centro del esquema blanco, demo-liberal y de clase media o alta, y al otro del lado del suburbio demodé, mestizo, bajo y revoltoso.
Podríamos decir que el cruce sexual de opuestos en el universo del cojinche marica plebeyo lleva la marca del barroco latinoamericano. No es cosa de sajones. Si la cultura gay —globalizada, y a menudo monótona y fifí— ha asentado sus reales un poco o mucho en todos lados, coexiste no obstante con aquellas particularidades quilomberas, que revelan por contraste sus limitaciones, y que en países como el nuestro adquieren un aire de épica conurbana: “Representamos al puto pobre, al homosexual de barrio que no puede acceder a condiciones de vida dignas, salud, educación y trabajo”. Esa es la página perlongheriana, en tiempos K, que quieren seguir escribiendo los Putos Peronistas.
Cuando en el año 1998 se desalojó un rancherío sin luz ni agua potable detrás de la Ciudad Universitaria, junto al río, sobre terrenos de la Universidad de Buenos Aires, quienes reclamaban misericordia frente a las cámaras de televisión y delante de sus casillas arrasadas por la topadora oficial eran locas de cejas depiladas, dentaduras que nunca visitó un dentista, vaqueros viejos y melenas enrojecidas por el abuso del agua oxigenada. La mayoría de ellas no conocía la disco de moda del circuito gay, ni el nombre de los derechos que enumeraban a los periodistas los activistas de la CHA, ahí resistiendo también el desalojo. Las que convivían con su hombre no tenían pareja sino marido y sus sociedades conyugales se formaban sobre todo para enfrentar juntos las necesidades y no por ejercicio de romanticismo.
El Palomo no quería aparecer en televisión, por las dudas que lo vieran los viejos colegas de las constructoras; por eso la Alexis, su Alexis de años, antiguo pastor evangelista, fue quien exigió a viva voz, al gobierno porteño, una salida humana para los expulsados de las barrancas del río, que vivían ahí en un estado de excepción, fuera del contrato social. No obstante su desconfianza inicial a todo lo que les pareciera llegar del modelo gay, mucho menos familiar para ellos que el de la indigencia, los habitantes de lo que se llamaba la Aldea Gay se aproximaron agradecidos a los esfuerzos de la militancia por organizarlos. Habituados al desamparo y al bajo precio de sus vidas, muchos de ellos llegaban tarde a la medicación contra el VIH, y con el tiempo uno se enteraba de que tal o cual se había muerto, como un hecho natural y lógico.
César Cigliutti, presidente de la CHA, recuerda a la Alexis, que murió antes de 2001: “De un histrionismo que a veces atemorizaba y casi siempre hacía reír. Me llamaba la atención el modo autoritario en que se manejaba con su marido, el Palomo; la mayoría de esas locas se comportaba como en un matriarcado. Un día voy a visitarlos al cuarto de la pensión que les había facilitado el gobierno de la ciudad y veo al Palomo que pasa todo golpeado. La Alexis iba y venía hecha una ménade, a los gritos. Resulta que había hecho una cantidad de compras a crédito porque el Palomo había conseguido trabajo. Pero el pobre nunca llegó a cobrar un sueldo, porque lo echaron a los pocos días. Como tenía miedo de la reacción de la loca, nunca se lo confesó. Se levantaba temprano y se iba a la Reserva Ecológica, donde se pasaba horas. Una mañana, la Alexis se lo encuentra echado sobre el pasto, hojeando una revista porno, y por poco no le desfigura la cara”.
Aunque las preocupaciones de la mayoría de las locas de la Aldea seguía siendo la de la supervivencia del cuerpo, maltratado por la falta de buena comida y las sucesivas enfermedades, tuvieron su momento de fama incluso dentro de las Marchas del Orgullo. Ajenas al ejercicio del glamour, toda una marejada de maricas, travas y tortas llegadas de la periferia, que participaban de movimientos populares, empezaban a recorrer la Avenida de Mayo cerca de gays o lesbianas de los barrios céntricos.
“Cuando llegó la crisis del neoliberalismo, se empezaron a ver chicas travestis, o en proceso de hacerse travestis, trabajando en los movimientos sociales, donde eran las mujeres las que llevaban la vanguardia. Digo esto porque las mujeres se pusieron por sí mismas a organizar los comedores, y se sacaban a los maridos de encima si era necesario, salían a pelear, a quemar gomas. Hasta las golpeadas peleaban. A diferencia de las señoras de clase media, que ven a las travestis como una amenaza de seducción que les roba marido o hijos, las de los barrios populares las incorporan muchas veces como parte de la construcción social. Comparten espacio, se convive. Que el marido coja con una travesti es una posibilidad. No me entero, y ya está. En el comedor popular donde milito tengo de compañero a un chico de veintitrés años, muy andrógino, siempre vestido con pantalones y camisa de mujer, que de noche hace la calle. Junto con su madre y sus hermanas prepara y sirve la comida. Son dieciséis hermanos, trece mujeres, dos varones y él o, mejor dicho, ella, que desborda feminidad; opaca en eso a las mujeres”, cuenta Manuel, un activista del movimiento Barrios de Pie que abandonó el universo de valores de la clase media para dedicarse al trabajo social. Sin embargo, esos valores, brotes de una educación represiva católica, dice, no le impidieron experimentar el goce con travestis: “Creo en la sexualidad de las circunstancias. Pero siempre preferí hacerlo con mujeres. Racionalizo cuando lo hago con mujeres. Ahí no hay nada desatado”.
“No me vengan con eso de que un papá tiene que tener pito”, podría decir Javo, el torso firme, casi marcial, escondidas sus ondulaciones mamarias bajo la camisa opaca, caminando las calles de Constitución, ya fuera de la cárcel, junto con su nueva mujercita de veinte años, embarazada de un bebé de papá desconocido. Dentro de unos días la chica romperá bolsa en la pensión que el Patronato de Liberados consiguió a Javo por poco dinero, y una sucesión de aromas hospitalarios, pañales, mamaderas abrazará a esa familia pobre que recibe feliz a un niño.
“Los hijos son algo sagrado para Javo, para tenerlos es la única razón por la que desearía haber nacido varón. Porque de pensar en la panza, en una cosa viva creciéndole adentro, se impresiona.” La historia de esta paternidad transitoria que ejerció una mujer que se veía a sí misma, y la veían los otros, como un varón, está entre los más bellos y trágicos testimonios de presas que recogió Marta Dillon en su Corazones cautivos. Y se emparienta con otros tantos relatos de esos “chongos” que se convierten en caciques disputando territorio y cuerpos, dentro de las prisiones.
Ahí en la cárcel, adonde regresa cada tanto, Javo no es mujer, aunque tampoco se reclama hombre a secas. No se siente lesbiana, porque una categoría como ésa le parece demasiado sofisticada para ese mundo de clausura en el que se mueve cómodo y seguro. Travesti cree que son sólo esas locas neumáticas que se inflan el culo y las tetas, y no una incógnita como él, que nunca usó bombacha sino calzoncillo y que de buena gana se haría extirpar esos senos que le sobran. No encuentra un género en el que pueda meterse, ni un nombre que contenga su deseo o esa imagen macha que le devuelve el espejo las pocas veces que se mira. Javo es el caballero de las damas cautivas, el padre de las jovencitas inexpertas, el abuelo de los bebés nacidos detrás de las rejas, el amante de los sueños. Sus compañeras podrían agradecer a los dioses queer el calor nutricio de su masculinidad. Se juega por todas las que ama o que siente débiles para defenderse de las injusticias. A muchas que se han ido y fueron para él romances memorables, o postreras desilusiones, las hace sobrevivir en los tatuajes que lleva en los brazos, superpuestos.
En libertad, Javo se desorienta; pierde sus poderes de cacique, aunque no su ternura. Esa dulce dureza que se abre como capullo al contacto con la mujer que elige es la que sedujo a aquella guachita de veinte años embarazada. Enferma de sida, cerca ya de la agonía, la chica le dio a Javo un hijo que él, de viudo, no pudo retener. Después de la muerte de la madre, le perdió el rastro al bebé.
El nacimiento espontáneo de esa familia que Javo disfrutó durante doce meses, y que se difuminó pronto en los márgenes del contrato social, se adelanta a cualquier debate político e ideológico sobre las nuevas familias Glttb que reclaman por su inclusión jurídica en la polis democrática. No se trataba, la suya, de una familia formada por lesbianas, cuya foto pudiese salir en algún suplemento dominical. Que no se busquen, entonces, nombres para esto.
La huellas de Javo y de las locas de la Aldea Gay, las voces de Marie Roxette o las maricas empelucadas y sus chongos que enloquecen, se pierden ya para nosotr@s, gays o lesbianas de clase media y estéticas convencionales que encontramos dentro de la pax del modelo una fuente donde lavar el estigma de una historia en común. Ojalá esta crónica haya por un momento desestabilizado esa pax neoclásica, céntrica, con la poesía vagabunda de la periferia.
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