Vie 25.07.2008
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ES MI MUNDO

Siempre vivo

El villano que construye en la última versión de Batman que se estrenó aquí la semana pasada no sólo rescata la película de cualquier otro traspié, sino que lo puso en la lista de los posibles ganadores del Oscar. Claro que Heath Ledger no estará ahí para recibirlo. La estatuilla sería sólo un escalón más hacia el cielo de las leyendas que el actor empezó a escalar en vida con su mítica actuación como Ennis Del Mar en la Brokeback Mountain, de Ang Lee.

› Por Mariana Enriquez

Todo el mundo está hablando de un Oscar póstumo para Heath Ledger por su actuación como el Joker en The Dark Knight, la última de Batman revisitado por el director Christopher Nolan. Y lo cierto es que no sólo sería un excelente golpe publicitario para los estudios, y un galardón definitivo para catapultar a Heath Ledger al panteón de las leyendas de Hollywood; además, sería justicia. The Dark Knight tuvo por lo general críticas excelentes, aunque la película tiene sus problemas, como una trama demasiado enrevesada o cierta pereza en el desarrollo de los personajes. En realidad, hay que pensarla de esta manera: The Dark Knight no sería una película tan notable sin el Joker de Heath Ledger. Es una actuación a pura bravura: completamente diferente a la de Jack Nicholson en el Batman de Tim Burton; con un uso inquietante del cuerpo, como si el villano a veces se retorciera en una especie de orgasmo sutil ante el caos que causa; con un marcado resentimiento, una constante referencia a la deformidad física, un brillante manejo de la voz, un arrojo y un talento —para perturbar y hacer reír, porque la locura del Joker también es graciosa— que causan cierto respeto religioso a la salida del cine y en muchas críticas de la película: en qué profundidades se habrá sumergido Heath Ledger para conseguir arrancar de la oscuridad a esta criatura dañada y dañina, se preguntan espectadores y cinéfilos. ¿Habrá sido este denso Joker el que jugó tanto con la estabilidad emocional de Heath Ledger que terminó matándolo?

Heath Ledger murió el 22 de enero de este año, a los 28. La causa de la muerte fue una combinación de pastillas, se cree que accidental (aunque la hipótesis del suicidio es mucho más atractiva porque aquí se está construyendo un mito). Trescientos periodistas y reporteros gráficos filmaron su cuerpo envuelto en una bolsa negra, sobre una camilla, cuando lo sacaban de su departamento en Broome Street, Nueva York. La escena anterior fue aún más triste y morbosa: su masajista lo encontró y, antes de llamar al 911, llamó a la millonaria Mary Kate Olsen, una de las mellizas dueñas de un imperio infanto-juvenil de películas y merchandising, que habría tenido algún tipo de relación con Heath antes de su muerte. (En este momento, Mary Kate está internada por estrés y porque, dice, tiene miedo de volverse loca: asegura que se le aparece el fantasma de Heath.)

Ledger no vio The Dark Knight completa. Acababa de terminar I’m Not There, de Todd Haynes, donde era una de las muchas caras de Bob Dylan, y estaba filmando con Terry Gilliam The Imaginarium of Doctor Parnassus. Hacía poco que se había separado de su novia y madre de su única hija, la actriz Michelle Williams, y, según la mayoría de los testigos de sus últimos días, estaba muy estresado. ¿Cómo podía ser de otra manera? Ledger era australiano, nativo de la aislada y hermosa ciudad de Perth, al este del enorme país. Había hecho una carrera despareja durante sus primeros años en Hollywood, en general con buenas actuaciones que sin embargo no podían salvar películas mediocres (Monster’s Ball), olvidables (Casanova) o directamente penosas (Los Hermanos Grimm, The Patriot). Pero después de Brokeback Mountain, de Ang Lee, se empezó a convertir en una estrella. Era muy joven, tenía muchas presiones personales y laborales, era muy hermoso, muy mimado y muy rico, y todo había sucedido muy pronto: la verdad es que no le hacía falta un Joker, por más intensamente que haya trabajado en la composición del personaje, para desestabilizarlo. Su muerte dejó a muchos con una gran amargura y mucha angustia: como si fuera una crueldad insoportable del destino que siempre se vayan antes de tiempo los mejores, los que tienen un don y un fuego que arde diferente, mientras nos dejan a tipos como Jude Law o Hayden Christensen. Decía Todd Haynes sobre su papel en I’m Not There antes de la muerte de Heath (la comparación da un poco de escalofríos): “Cierta época de Dylan estuvo completamente inspirada por James Dean, y Heath tiene algo de James Dean en él, incluso físicamente, cierta seriedad precoz. Mientras los actores adultos se infantilizan cada vez más y se niegan a crecer, Heath era uno de esos jóvenes con una verdadera intuición, una madurez anterior a sus años”.

Pero la comparación con Dean no fue la que más se escuchó hace ya seis meses, cuando Heath murió. La que más se escuchó fue con River Phoenix. Los dos muy talentosos y de una belleza indiscutible (aunque la de Ledger era mucho más viril, más tosca), los dos con la carga de ser las grandes promesas sobre los hombros, los dos con películas gays icónicas que los convirtieron en estrellas. Para Phoenix, Mi mundo privado, de Gus van Sant, en 1992; para Heath Ledger, Brokeback Mountain, de Ang Lee, en 2005.

Dos hombres en la montaña

Heath Ledger siempre dijo que nunca había tenido miedo de interpretar a Ennis Del Mar, el cowboy insoportablemente contenido, de mandíbula cuadrada y ojos inquietos, que compone en Brokeback Mountain. “Por supuesto, no quería quedar encasillado, pero lo mismo vale para cualquier personaje: fui un fumón en Lords of Dogtown (2005) y un caballero medieval en A Knight’s Tale (2001), y tampoco me hubiera gustado seguir repitiendo cualquiera de esos dos estereotipos el resto de mi carrera. Aunque a algo sí le tenía miedo: sentía que, quizá, no era lo suficientemente maduro para dotar a Ennis de todo lo que el personaje necesitaba de mi parte.” A pesar de sus inseguridades, lo hizo muy bien. En palabras de nada menos que el escritor David Leavitt: “La asombrosa actuación de Ledger revela una inesperada vena de ternura en un personaje que parece más capaz de demostrar su emoción a través de la violencia que de las palabras. Su Ennis Del Mar es tan monolítico como el paisaje montañoso en el que —con la misma rapidez, brutalidad y precisión que exhibe al matar a un animal salvaje— se coge a Jack Twist por primera vez”.

Jack Twist es Jake Gyllenhaal, el otro cowboy que pasa una temporada en las montañas de Wyoming trabajando con el ganado. Y el que, en la pareja, se atreve a soñar con un futuro en común, lejos de sus esposas y sus vidas chatas. Pero Ennis tiene miedo: su propio padre capó y mató a una pareja de hombres que eran sus vecinos, y obligó a Ennis a ver los cuerpos mutilados. La homofobia y la violencia están marcadas en su piel, junto con el miedo y el desprecio de sí mismo.

La película está basada en un cuento de Annie Proulx del mismo título, y fue igualmente celebrada y condenada por la comunidad gay de EE.UU. Aunque en los cines —y cualquiera que la haya visto lo sabe— la emblemática escena en que Ennis/Heath saca la camisa de su amigo del closet y la abraza, arranca lágrimas de una congoja que hasta toma por sorpresa, muchos críticos gays señalaron objeciones. Que la película exalta una masculinidad entendida como opresora; que otra vez presenta el estereotipo de gay trágico; que no tiene escenas de sexo “realistas”, que no tiene trasfondo político, y que no menciona el sida (transcurre entre los primeros años ’60 y 1983). La mayoría de las objeciones se derrumban cuando se apunta que, sencillamente, está basada en un cuento que no incluye todo aquello que se le reclama, y agregárselo sería producir un Frankenstein sin sentido. De lo que sí se olvidan los críticos es de que Brokeback Mountain desnuda una cuestión que, aunque se quiera ignorar, aparece en cada vida cotidiana, en cada historia de hombres gays reales —no de los ideales que a veces la corrección política y la obligación de ser “positivo” parecen querer construir—: la cuestión del “tapado”, del que está más que dentro del closet, del que no puede o no quiere salir. Ese “tapado” que causa dolor, y que en muchos provoca deseo. También habla de la masculinidad, del “gay masculino”, que no sólo es un prototipo real sino que está más que vigente, para bien y para mal (basta ver cualquier lista de contactos online o en revistas, con su demanda de “masculino onda nada que ver” como condición para los encuentros). Explica Leavitt: “El respeto por un pesado ideal de masculinidad atraviesa y al mismo tiempo corta las posibilidades de amarse que tienen estos hombres: una idea que Ledger lleva adelante en particular dándole a su actuación una sequedad, una ternura reticente que recuerda a las estrellas de los westerns del Hollywood de los años ’50. Su estoicismo lleva adelante la película, y sobre todo cuando dice esa frase clásica: ‘Si no se puede arreglar, hay que soportarlo’... Brokeback Mountain es menos una historia sobre el amor que no osa decir su nombre que una historia sobre el amor que no sabe cómo decir su nombre, y de alguna manera es más elocuente por su falta de vocabulario. Ennis y Jack son héroes de una historia que no tienen idea de cómo contar. El mundo les pesa en la espalda, pero en esta valiente película son tan icónicos como la montaña”.

Y Ledger ya es icónico también. Lo será más aún si es que gana el tan anticipado Oscar póstumo. Mientras tanto, The Dark Knight acaba de romper el record de recaudación para una película el día de su estreno, con 158 millones de dólares en veinticuatro horas. Un éxito que, probablemente, no existiría sin el ya mítico Joker de Heath Ledger.

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