Vie 02.12.2011
soy

Dándole la espalda al sida

Javier Sáez, tras la presentación de su libro Teoría queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas, habla de la influencia del vih/sida en la formación del movimiento queer, del silencio que se impuso sobre prácticas concretas y de cómo la crisis de los ’80 dejó en claro que la construcción social de los cuerpos, su represión, la exclusión social, la homofobia y el racismo son fenómenos que se comunican entre sí.

› Por Flavio Rapisardi* y Fabián Vera**

Cuenta un compañero de trabajo, profesor de gimnasia, que apenas recuperada la democracia fue convocado por el Estado para cumplir con el servicio militar obligatorio, que aún regía. Antes de “servir a la fuerza” era necesario someterse a la revisación médica, tan temida por los gays de la época, ya que se creía que la orientación sexual dejaba marca bajo la forma de firma en rojo o la sigla OAD (Orificio Anal Dilatado): mito urbano. Mi amigo cuenta que él y tres más fueron invitados a agacharse y a abrir las páginas de sus libros personales. Y este intelectual acto fue interrumpido por el médico, que le dijo a uno de ellos: “Epa, parece que allí entró algo” y el futuro conscripto ni lerdo ni perezoso le contestó: “Sí. La lengua de tu esposa”. Claro, eran otros tiempos, la democracia se estaba consolidando, los milicos estaban en retirada, y en ese clima responderle a un milico ya no era un acto suicida como lo fue hasta 1983.

El culo es un “punto de condensación”, es un campo de batalla en el que intervienen no solo proctólogos/as, sino también la moral media que lo vigila sin descanso. Y como sabemos, médicos y sentido común no están tan lejos, el dispositivo del lenguaje como práctica material que construye cultura e ideología lo atraviesa por igual a pesar de los nombres técnicos con los que un médico puede explicar la aparición de molestias en la zona final del aparato digestivo. A mí, personalmente, como pibe de un barrio obrero, Sarandí, Avellaneda, para ser más precisos, me asustaban dos narraciones: la de la paja como productora de locura y la de las marcas que dejarían momentos de placer ya vividos en los potreros cercanos a mi casa familiar.

Y es así, como sostiene Gabriel Giorgi en su libro Sueños de Exterminio, que el culo, y más precisamente el sexo anal, forma parte de un dispositivo semiológico que ubica a los gays en una posición a anular: los que terminan con la especie. De ahí al sida, que termina con la especie, un solo paso. Y ese paso se dio en los años ’80.

Como sostiene Javier Sáez en su libro Por el culo. Políticas anales, esta pequeña parte del cuerpo parece contaminar todo lo que toca o el tocado por él, más allá de que en el secreto de la alcoba más de un recio heterosexual goce del rozar de una lengua bien manejada. Así el culo parece ser un límite, una frontera entre la legitimidad y la ilegitimidad de la carrera moral de todo sujeto. Allí se confrontan las fuerzas que quieren normalizar algo más que una práctica sexual, buscan conformar la inteligibilidad de todos/as nosotros/as: quienes se animan a poner en juego su pudenda zona se arriesgan a alistarse en un conjunto siempre más amplio de abyectos/as. El servicio militar fue hasta su disolución un rito de ingreso a la ciudadanía, de allí que una marca confirmada por el poder médico-militar podía convertir a cualquiera en bestia. Quizá por eso temí tanto cuando en 1987 tuve que ir varias veces al Distrito Militar La Plata, donde no tuve que someterme a mostrarle nada a nadie porque fui beneficiado con el alza del tope en el número bajo que decretó Raúl Alfonsín como una medida democrática. Pero igual temí: no fueron pocas las veces que imaginaba un escarnio público en un espacio en que luego me enteré se jode de lo lindo y bastante bien. Esta experiencia, que mezclaba terror y anhelo, fue la primera en la que tomé conciencia de que en mi culo no solo era el pasaporte a momentos de placer, sino de conflicto político con morales, estados y corporaciones: un talón de Aquiles armado, como lo son la etnia, la edad, el género en tanto dispositivos de marcaje.

El pánico no entra por atrás

Alrededor del culo hay fobia y pánico. Hay que animarse a decir, como lo hizo Osvaldo Lamborghini al afirmar “Paciencia, culo y terror nunca me faltaron”, a valorar esa amarga zona, ya que el famoso argentinismo “Qué culo que tenés” para expresar suerte no es, no alcanza, para ubicar a dicha geografía del lado de los términos no marcados.

Pero es momento de hacer un aclaración, el culo marcado es el que supuestamente invierte el camino de la excreción: de adentro hacia afuera, quien lo usa al revés (varón o mujer) pasará a formar parte de uno de los círculos del infierno de Leopoldo Marechal en su hermoso libro Adán Buensayres, más precisamente el cuarto, donde la sodomía es una babosa condenada al fracaso en su intento de trepar el muro que le permitiría ascender, que a pesar de sus horrores está sobre el quinto, donde están las mujeres intelectuales. Por esto el culo no es el talón de Aquiles sobre el cual fundar toda liberación.

Y esta retorsión simbólica articulada alrededor del culo fue complejizada cuando los acomodados yuppies corporativos de Nueva York comenzaron a presentar lo que discriminatoriamente comenzó a llamarse “cáncer rosa”. Como pregunta Néstor Perlongher en su libro El fantasma del sida, ¿qué relación existía entre esos “altos” corporativos y los bellos haitianos que ofrecían sus cuerpos en las calles cercanas? Discriminación étnica y sexogenérica se convirtieron, en los años’ 80, en Estados Unidos, en un horroroso dispositivo que condenó a millones de personas a vidas menos felices que la de la película Filadelfia.

El culo no fue central en las políticas de pánico moral desatadas por lo pastores de distintas religiones y el discurso neoconservador de la derecha floreciente en los años ‘80. Como sostiene Javier Sáez, el sida demostró que la abyección del culo podía volverse muy sofisticada. Pero esta sofisticación fue distinta en la larga cadena LGBTI: la relación con nuestros culos no es equivalente. El vih/sida, sostiene Sáez, resaltó las excusas clásicas de la discriminación: la clase, la etnia, el género y las sexualidades minorizadas se convirtieron en los aparentes (y falsos) detonantes de la pandemia. En este complejo entramado sobre el culo se dispararon las sospechas. Aún recuerdo la palabras de la Charlie, una loca que militaba conmigo en el Ateneo Arturo Jauretche de Avellaneda en el año 1985, cuando decía que el sida era producto de la descomposición del semen que no encontraba salida en el ano: el ano como sepulcro, nuevamente portadores del exterminio.

En este contexto, Sáez señala claramente que las políticas preventivas no utilizan las desigualdades como criterios en las campañas de prevención, a lo sumo se limitan a una exposición folklórica de una persona gay o trans, pero no existe lo que él llama “prevención con sentido anal”, donde se pongan en alza los valores y valía del penetrado. Esta nueva política exige superar la idea de que la penetración implica sumisión, inferioridad y, por otra parte, una revalorización de la tradición sodomítica, algo que no hacen ni el activismo ni la academia. Por eso preguntamos a Sáez por esa conflictiva relación.

El cuerpo homosexual

En el libro cuya segunda edición acaba de presentar en Buenos Aires, Teoría queer. Políticas bolleras, maricas, trans, mestizas, Sáez destaca la irrupción del sida en los ’80 como uno de los detonantes del movimiento queer junto con la crisis del feminismo y la crisis cultural derivada de la asimilación de la cultura gay por el sistema capitalista.

Y aunque suene ingenua, es tentadora la pregunta sobre cómo pudo una enfermedad cargar con semejante fundación.

–Es que el sida no fue solo una enfermedad. El hecho de que los primeros casos y su propagación rápida se localice (de forma interesada y parcial) entre miembros de la comunidad gay, va a suponer una rápida identificación entre la comunidad y esa enfermedad. En este sentido, es una de las estrategias de propaganda homofóbica más llamativas de la historia contemporánea.

¿Y cuánto tuvo que ver en esto el componente de la transmisión sexual?

–Como señala muy bien Ricardo Llamas, el sida no ha hecho otra cosa que confirmar a la corporeidad como la única dimensión reconocida del homosexual. Es muy paradójico, mientras el sida no respeta etnias, sexos fronteras ni clases sociales, el de-sarrollo de los discursos apuntó a solidificar las diferencias. Así es que la visibilidad del sida desde el principio se homosexualizó. Todo cuerpo con sida pasó a ser un cuerpo homosexual. O, en todo caso, un cuerpo desalmado (de mujer, de drogadicto, de negro).

¿Qué es lo que queda al descubierto como para que a partir de entonces empiecen a surgir los movimientos queer?

–En principio, los prejuicios e intereses que subyacen en las políticas sanitarias, por considerarse una enfermedad que afectaba a lo que se conoció de forma ridícula como “las cuatro haches” (homosexuales, hemofílicos, haitianos y heroinómanos), al principio en Estados Unidos no se invirtió en salud. Ahí comienza la importancia de ACT UP, un grupo capaz de aglutinar diversos colectivos que hasta el momento no habían trabajado juntos. Además, la crisis del sida dejó claro que la construcción social de los cuerpos, su represión, el ejercicio del poder, la homofobia, la exclusión social, el racismo, son fenómenos que se comunican entre sí y que requieren de estrategias articuladas.

No hacerse el oso...

–Aun dentro de la propia comunidad gay, existen diferencias en esa tan “íntima relación”. Por ejemplo, la comunidad osa, caracterizada por masculinos pelos, ademanes viriles y rechazo (a veces discriminatorio) de todo signo de feminidad, fue central.

¿Qué implica hoy practicar la cultura osa en Europa, Estados Unidos y América latina? ¿Hay diferencias?

–Hay diferencias culturales y temporales. En EE.UU. el movimiento lleva ya treinta años en marcha, y eso hace que se haya aburguesado mucho. En mi opinión se ha vuelto algo bastante homogéneo y centrado en el nuevo “mercado de osos”, basado solo en hacer fiestas y en una estética ya bastante codificada. En Europa empezó más tarde, y supuso un cambio en un medio gay que era muy excluyente con los gordos y las personas mayores. Supuso un nuevo espacio de liberación, pero derivó a menudo en un discurso plumófobo bastante peligroso, una especie de retorno del “hombre de verdad” en el peor sentido machista de la expresión. América latina conozco poco, pero lo que he visto con amigos osos en Buenos Aires es que el movimiento oso supone un espacio intersectorial, donde se dan cita osos y chasers (cazadores) de diferentes clases sociales, urbanas y rurales, me parece una mezcla muy rica. Me interesa la relación de los chongos, los guanqueros con los osos, los gays tapados, muchas personas que deben llevar una doble vida, o que quizá tienen identidades que no entran en la categoría de “gay”, que a veces es demasiado estrecha y anula las diferencias. Otro rasgo interesante es que el Club de Osos de Buenos Aires es una asociación muy estable, que organiza diversas actividades, radio, comidas, asambleas, colabora con las lesbianas, etc, es algo mucho más organizado y participativo que los clubes de osos españoles, que son grupos de muy pocas personas, que solo organizan fiestas puntuales una o dos veces al año, con ánimo de lucro o vinculadas con bares de los que son dueños.

Esos rasgos de la masculinidad de la cultura osa pueden implicar una negación del “amaneramiento”. Vos hiciste una movida en España por este tema...

–Sí. Como decía, a veces algunos osos expresaban un desprecio de la marica afeminada, de forma bastante homófoba. Por eso propuse a los grupos de osos de España hacer un manifiesto contra la plumofobia y la misoginia, para poner de manifiesto que la masculinidad también es una construcción social, tan artificial como la pluma. El manifiesto se publicó en muchos sitios y está en la web (www.hartza.com.) Por otra parte, se olvida a menudo que muchos osos son afeminados. Esa es una mezcla muy subversiva, donde se rompen los estereotipos sobre lo que es “ser gay”, y sobre lo que es “ser un hombre”. Yo suelo decir que los osos “somos muy masculinas”.

Y no le fue fácil a un oso militante, trotamundos e intelectual hacer semejante proclama: articuló feminidad con cultura osa y revalorizó la función del culo en una comunidad que buscaba hacerse respetable para la política oficial. Tan respetable que no podemos dejar de sonrojarnos cuando en época eleccionaria el fascista Partido Popular (PP) se impone en Chueca, el barrio gay.

¿Qué relación existe entre el activismo y los estudios académicos en España?

–Hay una relación complicada, pero existe. Paco Vidarte fue un pionero al hacer un curso en la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia) sobre estudios queer hace ya años, donde invitamos a activistas como Fefa Vila, Carmen Romero, Pablo Pérez Navarro, Gracia Trujillo, Silvia García Dauder, Juana Ramos, Sejo Carrascosa, Raquel Platero, Eduardo Nabal, etc. Nos interesaba esa traducción desde la experiencia. Todas ellas son militantes feministas y queer, con una larga trayectoria de activismo de base, en grupos como La Radical Gai, LSD, Grupo de Trabajo Queer, KGB, RQTR, etc. A la vez, algunas de ellas son ahora profesoras, y han podido introducir estos temas en la universidad, lo cual es importante para desterritorializar la academia, hacerla más diversa y menos hétero. De este trabajo militante surgieron dos libros importantes, Teoría queer, políticas bolleras, maricas, trans, mestizas, y El eje del mal es heterosexual (este último está disponible en Internet gratuitamente).

Teniendo en cuenta estos ejemplos, ¿cuáles serían los mayores aportes que la universidad, con perspectivas diversas, puede hacer al activismo y viceversa? Dicho de otro modo, ¿le sirve la universidad a la militancia y viceversa?

–La universidad puede aportar conocimientos, nuevas estrategias a la militancia. El activismo LGBT tiene que formarse y profundizar en muchas temáticas: los límites de la identidad, las formas de discriminación, los derechos humanos, las políticas migratorias, la lucha de clases, la teoría feminista... Estos temas son abordados en las universidades y darán nuevos enfoques al activismo. El activismo LGTB puede aportar diversidad a la universidad, hacerla menos heterocentrada. Las bibliotecas universitarias deben incluir secciones LGBT, muchas facultades empiezan a enseñar teoría queer, feminismo, la historia de las luchas LGBT, qué es la homofobia y la transfobia, cuál ha sido el impacto de la crisis del sida en la sociedad y en el discurso médico, cómo interpela la diversidad queer y los usos del cuerpo y del placer al discurso filosófico... hay muchos temas del activismo que tienen un impacto en el saber contemporáneo. En este sentido, la creación en Argentina de núcleos académicos LGBT me ha parecido una excelente iniciativa, algo pionero que va a crear puentes entre la militancia y la academia. El activismo estará mejor formado, y la academia será menor heterocentrada. También se rompe esa asimetría donde la academia “estudiaba” a los putos, las tortas o las trans como una especie de ratas de laboratorio. Queremos tomar la palabra y hacer nuestro propio trabajo teórico y político en igualdad de condiciones. Por ejemplo yo me dedico a estudiar la heterosexualidad, que es un mundo fascinante. Aún no sabemos si es genética o cultural (risas). l

* Docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT (Universidad Nacional de Tucumán).

** Docente e investigador de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP.

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