LUX VA AL CARNAVAL DE BARRANQUILLA
Con su disfraz de libélula y al ritmo de la cumbia, Lux no espera la carroza, sino que tira de ella como de un carro triunfal. El Carnaval más popular y masivo de la América toda dejó a estx cronista sin aliento y sin mascarita.
Hay algo que unx lleva adentro y que nunca se podrá sacar de encima, y es el goce por el abrazo del pueblo. Pocas veces se deja unx sentir ese calor mundano que no tiene comienzo ni fin: es el calor de las masas de brazos firmes y cinturas abultadas, es el de los que se dejan llevar por el mar de la comparsa, por ejemplo, en estas fechas, en Carnaval. Me dejé llevar yo, en un viaje relámpago al Carnaval más popular y masivo de la América toda, el de la ciudad de Joe Arroyo y Shakira, como si toda la vida hubiera sido carnavalerx. Es que apenas unx entra en este maremágnum de erotismo y belleza negra que es la ciudad costeña de Barranquilla, nada hay hacia atrás: ni pasado, ni compromisos, ni lágrimas. “¡Quien lo vive es quien lo goza!”, me dijo detrás de una máscara de pintura blanca uno de los Arlequines de Sabanalarga, jóvenes morenos que arrojan fuego por la boca, y por los ojos, como en este caso. Nunca un arlequín me había pasado un teléfono celular en medio de un baile tan furibundo. Fue el viernes, en algo que llaman la guacherna: es decir la puerta de entrada a la fiesta de las fiestas.
Como mi comparsa era bien nuevita y se llamaba “Con la puntica nomás”, fuimos metidos en otra con más tradición: “Disfrázate como quieras”. Al disfraz me lo prestaron unxs amigas maricas que deberían, por tradición, ser el rey Momo y la reina, o la reina y el rey Momo de esta movida. Tienen un baúl lleno de disfraces acumulados: me tocó el de libélula. Parecía de esxs que bailaban danza contemporánea en los ochenta, me confundían con uno del Cirque du Soleil. Lo mejor del traje, además de sus alas transparentes, eran las calzas: destacaron tanto mi entrenado cuerpo de verano que desde que salí a la pista que los de la tribuna me gritaban: “¡Baila, marica, baila! Muévela, muévela, muévela”.
Y yo, ¡para qué! Le daba a la cumbia como si hubiera nacido en un palenque, de madre y padre africanxs, puro ritmo y mirada oblicua. La guacherna es el único desfile de comparsas nocturno que tiene esta fiesta: es como para prepararse para lo que viene, que llega mañana, en el desfile central al que le dicen “La batalla de flores”, y termina el miércoles de ceniza. Me preguntó: cómo llegaré hasta el cura con su mano temblorosa y cenicienta sobre mi frente pecadora. Y me lo pregunto porque después del arlequín me abordan dos chicas de trajes típicos de cumbiambera, siete volados de colores, y una peineta. ¡Elegancia caribeña! Me envuelven en sus faldas, acarician mis alas de libélula, y me entregan a un grupo de cumbieros de pantalones blancos y pañuelos rojos al cuello. Cuando me quiero acordar ya estoy frente a frente con la muerte: el joven más alto y fornido del grupo, que hace de la parca con guadaña en mano. Y en ese instante ponen un porro, que no es un faso —a lo que aquí le dicen bareto—, sino un ritmo de baile que se danza con las manos abiertas, el uno frente al otro, carita con carita. A mí se me antoja tanto la muerte que en la media vuelta del porro, ante los ojos libidinosos de la cumbiamba, se me va la mano sobre la cintura delicada del efebo, que va en una especie de catsuit con huesos de esqueleto pintados. ¡Ay, mi madre! ¡Si hubiera sabido! Las mujeres de la comparsa ahí se levantaron las largas polleras y echaron a correr para arrancarme alas y ojos por tocarle el culo a la muerte. Escapé hacia “Con la puntica nomás”, medio perdidx. A mis espaldas sólo alcancé a escuchar: “¡Marica! ¡Cacorro!”. No comprendí, pero volví a las llamas de mi arlequín, que me regaló con un beso de fuego.
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