SOY POSITIVO
› Por Pablo Pérez
Hace quince días alquilé un departamento por Once. Feliz porque después de muchos años de peregrinaje caminaba por la avenida Rivadavia hacia el nuevo hogar, en el camino me encontré con mi profesora de Kendo. “¡Sensei!” “¡Pabro San!” Cuando le conté que me había mudado a Jean Jaurès entre Rivadavia y Bartolomé Mitre, pude captar la mirada horrorizada y compasiva: “Al lado de Cromañón...”, dijo. “No, a la vuelta”, dije yo, ignorante, y ella insistió: “Es al lado. Puede haber fantasmas”. “¿Vos creés en los fantasmas?” “Sí, tuve experiencias. A veces llaman, piden ayuda.” “Y bueno, si piden ayuda se las daré”, contesté. Hace tiempo que dejé de creer en fenómenos paranormales y además vi muchas películas japonesas de fantasmas, para ellos es todo un tópico. Al llegar a mi casa entendí lo que la Sensei había querido decirme: lindera a mi edificio estaba la salida de emergencia de Cromañón, un portón negro con varias fajas de clausura. Desde mi balcón se pueden ver el esqueleto de hierro del local y lo que ahora es un terreno baldío donde crecieron plantas y árboles. Inevitablemente imaginé el episodio, todos esos chicos desesperados, tratando de salir por aquella salida de emergencia cerrada, muertos en el intento. Les dediqué un rezo, improvisé un altar y encendí una vela en su memoria. Me dije que mi vida, desde que me enteré de que soy seropositivo y tras la pérdida de varios de mis seres más queridos, ya estaba familiarizada con la muerte. Voy a poder sobrellevar dormir en un cuarto lindero a Cromañón. Si bien con el tiempo fui relativizando todas mis ideas sobre la espiritualidad, las energías positivas y negativas, Dios y Buda, esa misma tarde descubrí que muy en el fondo aún subyacen y trabajan: “Por algo llegué aquí —me dije y después invertí el razonamiento—. Aquí llegué, la experiencia de vivir al lado de este lugar donde murieron tantos jóvenes me servirá para seguir reflexionando sobre la muerte y hoy, con más razón que nunca, valorar la vida”. A los pocos días me despertaron las sirenas de las ambulancias. Desde mi balcón no podía ver qué había ocurrido y encendí el televisor. Un accidente de tren, más muertos, a 300 metros de mi nuevo hogar. “¿Qué pasa con este barrio de mierda?”, pensé. Once, el número 11, fantasmas y numerología, Buda y Dios, el karma y las fuerzas ocultas. Tal vez algo de eso haya, aunque prefiero recurrir a la razón, que de a poco voy recuperando tras el impacto por la tragedia. El barrio de Once ahora me parece uno de los más emblemáticos de nuestra ciudad, el barrio donde cada vez más queda demostrada la negligencia, la irresponsabilidad de los “vivos” que piensan que aunque algo no funcione bien, “lo atamos con alambre”, o que “acá no pasa nada”; el ejemplo más patente de la viveza criolla y la ambición, que se siguen cobrando víctimas.
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