Vie 30.03.2012
soy

LUX VA AL BINGO GAY

Cartón lleno

En los años ochenta y en los países del Norte, los bingos dejaron de ser un entretenimiento para
jubiladxs empedernidos. Fueron capitalizados por activistas travestis que le pusieron humor, glamour y azar a la recaudación de fondos para la investigación sobre el sida. Lux fue a un bingo gay, se jugó enterx y reconfirmó que no tiene suerte en el amor.

“¡Ofendiste a los parientes cordobeses! ¡No tenés límite, no tenés eje!” Tronó la voz de tía Enriqueta, presa desde que tiene uso de razón de dos males de la edad: la rima y el insomnio. Lo segundo, al menos la habilita para leer antes del alba la carta que está en la primera página de este mismo suplemento, e incluso antes de que yo mismx sepa con qué voy a llenar este bendito espacio. “Y como castigo me acompañás al bingo y te aviso que hasta que no nos llenen el cartón no nos levantamos de las sillas” ¡Al bingo no! quise gritar como en los años perdidos de mi infancia, cuando la misma Enriqueta, unos cuantos siglos menos vieja que hoy me llevaba de gira por los tragamonedas del interior para regresar entrada la noche y peladxs a recalar en los bingos de la Capital, ya no a jugarse entera la jubilación sino a su propix sobrinx, que se inició, digamoslo, por azar. “Cómo se nota que te falta mundo, cómo se te ocurre que voy a seguir insistiendo en los bingos locales con todos los bingos para nosotrxs que hay en el mundo.” No terminó la frase cuando yo ya estaba en Seattle, rindiendo homenaje al primer bingo gay que en los ochenta abrió el juego a este espectáculo (que todavía no sé cómo a ningún Sofovich se le ocurrió instalar en esta pequeña gran manzana pero no por ello menos abierta al juego). Didáctica, y más perdida que Fedor Dostoievsky, tía Enriqueta compraba cartones y desplegaba porotos, mientras me desasnaba de mi ignorancia militante: “en los años ochenta un grupo de travestis, siempre ellas con más delantera que el resto, arrasaron con la telaraña de los bingos, lugares injustamente asociados con la vejez que siempre se la juega, y convertían el espacio en los llamados bingos gays. La recaudación de estos salones iba a parar directo a los fondos de investigación para encontrarle la vuelta a la reciente aparición del sida, desde paliativos hasta información para evitar la discriminación que hacía estragos, pasando por la búsqueda de la famosa vacuna. Desde entonces, salvo en las tierras patrias, los bingos gays se levantan en todo el mundo. No es necesario ser gay para entrar, pero te da más suerte, reza el cartel en la entrada.”

¡Terna! Grité yo cuando vi entrar primero por la alfombra violeta sino después por mis pasillos que quedaron ídem, a los bailarines a go go que son los animadores de la fiesta del juego. Delila, la anfitriona más sexy del mundo, cantaba números pero era un número ella misma, acosando a los jugadores y encontrando sentido en cada número. Si es dos porque se arma la pareja, si son cuatro porque hay que ponerse en autos, si son ocho que te lo abrocho, y el siete (adivinen quién se lo ganó) se entrega a la jauría de la caja de empleados. Los festejos son un mundo aparte de este universo: está la palomita, un batido de braguetas que prometen levantar el vuelo de la pelvis más adormecida, el milk shake, un revoleo de peluca que levanta la espuma de cualquier producto lácteo presente en el salón y el esquiador, postura de cuclillas y piernas juntas que deja la reversa bien arriba, como el orgullo de ganadorx. Hice el kamasutra del triunfo, pero me fui con las manos vacías, como lo vaticina el dicho timbero...

Si quienes me siguen semana a semana están esperando que les cuente qué pasa cada vez que la anfitriona canta el número 69, sepan que la tía Enriqueta pasa censura a estas páginas y que algo bien gordo, tengo que guardarme para mí.

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