TEATRO
Cachafaz, arrabalero y comilón en varios sentidos de la palabra, volvió al escenario en una versión graciosa, irónicamente patriótica y poética. Los versos de Copi, que eligió dos guapos y un conventillo para representar la subversión de los géneros sexuales y literarios, suenan vigentes y delirantes otra vez.
› Por Adrián Melo
En 1981, Copi no se conformó simplemente con escribir un texto de denuncia y de resistencia a las dictaduras argentina y uruguaya, y a sus terrorismos de Estado, sino que redobló la apuesta. En tiempos oscuros donde la utopía parecía sobrevivir, el genial dramaturgo resignificó el viejo sueño, caro a nuestros años ’60, de la liberación social de la mano de la liberación sexual, y apostó en su obra de teatro Cachafaz la más radicalizada de las revoluciones.
No eran estudiantes, ni siquiera gays o lesbianas los que ahora intentaban encarnar el proyecto eterno de la rebelión, sino una pareja de degenerados, un “macho”, que en el primer acto es ladrón y cafishio, y una loca (¿o es una travesti?, ¿o es un transexual?, ¿o es un puto?, ¿o es una mujer con pito?). En todo caso ahora son Cachafaz (Emilio Bardi) y Raulito (Claudio Pazos), dos amantes en un conventillo, dos vergüenzas odiadas por las vecinas (mujeres sin pito), que en principio reducen sus exigencias a los reclamos más básicos asociados a la cultura popular: comer, beber y coger hasta la saciedad. Son los miserables acusados esta vez de robar no un pedazo de pan sino una butifarra.
Atendiendo las denuncias de las vecinas del conventillo que cuestionan —y parecen envidiar— el estilo de vida de la pareja, la policía llama a la puerta. Es entonces cuando comienza la segunda vida de Cachafaz y Raulito. Devenidos en redentores de injusticias inmemoriales, los amantes matarán una y otra vez a los policías que los buscan, los carnearán y darán de comer a todo el barrio con la carne milica, incluso a las vecinas que fueron hostiles con su comportamiento.
En esta nueva y celebrable versión de uno de los textos más subversivos y cuestionadores tanto de los géneros sexuales como de los géneros literarios, la directora Tatiana Santana optó por una agradable música en vivo ideada por Rony Keselman e interpretada por Joel Maiante (guitarra), Pablo Martínez (percusión) y Eugenio Sánchez (clarinete), que en principio recibe al público con una suave melodía y acompaña luego al ambiente carnavalesco y de candombe, de fiesta de locas que impregnan la obra. Los coros, que cumplen funciones semejantes al coro de la tragedia griega, cantan y realizan coreografías que contribuyen al ascenso climático. Claudio Pazos interpreta a una Raulito graciosa, tierna y enamorada, Emilio Bardi es un vagabundo de gran carisma; y la pareja transmite el humor, las denuncias de la pobreza y la marginalidad, de la mano de la celebración de la vida y de la risa, y el sexual apasionamiento de los amantes.
Escrita en verso, retomando la estructura de la poesía gauchesca, ambientada en los arrabales propios de los guapos y del malevaje borgeano, resignificando el ambiente de carne, sangre, sexo y excrementos de El matadero de Echeverría, dándole una vuelta de tuerca al sainete, entre tantos otros e innumerables subtextos, la obra se atreve a cuestionar la masculinidad tal como fue construida en el canon literario argentino, a la vez que pone en escena y reivindica la proliferación y la indefinición de los géneros y de las identidades sexuales en un escenario que recupera el gusto arltiano —y caro a Copi— de la marginalidad y el lumpen–proletariado.
Bardi construye con naturalidad la figura de Cachafaz devenido en líder natural de la revuelta antropofágica del conventillo, pero la adorable Raulito, su cómplice ideal sin la cual él no sería nada (“Sin Raulito ya no vivo / ni de vivo ni de muerto”), no es aceptada siquiera en el infierno (“la Raulito repelente / queda fuera de las sombras / en nuestro reino no entran / más que hombres y mujeres, / ¡las mujeres con bigotes / se quedan en la tranquera”, dicen las ánimas que reclaman la muerte de los delincuentes monstruosos). Tan sólo este hecho y este verso resaltan la actualidad del texto de Copi y la acertada decisión de la directora de ponerla en escena en los tiempos que corren, de fuertes discusiones respecto de las identidades de género.
Finalmente atrapados y fusilados por la policía (“¡Abran, abran, policía / y que esta vez va de veras, / ¡si no abren en un minuto / aquí no queda ni un puto”), la escena de las muertes de Raulito y Cachafaz, como la de los amantes clásicos, uno en brazos del otro, parece evocar tan pronto momentos del teatro barroco, de la literatura gauchesca como del universo kitsch de los radioteatros o de la célebre escena final del film Duelo al sol (Vidor, 1946). Mirando al cielo, apenas asomada la luna, los enamorados mueren abrazados, quemados boca a boca y parten a otro cielo, a algún universo que los acepte. Antes, Raulito pronunciará las palabras que para Daniel Link constituyen uno de los mejores finales de la literatura argentina: “Murámosnos, / se está levantando el viento”.
Cachafaz, de Copi.
Emilio Bardi, Claudio Pazos
Música original: Rony Keselman.
Dirección: Tatiana Santana.
Teatro del Sur, Venezuela 2255.
Sábados a las 22.
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