Las puertas de la ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado: aprobada en Diputados, la ley de identidad de género comienza a debatirse en la Cámara alta en las próximas semanas. Acompañando esta vigilia hasta que por fin se apruebe, Ernesto Meccia reflexiona sobre el duro golpe que significará la ley para esa certeza sempiterna de que la sociedad se divide en dos, entre otros espejismos. Lohana Berkins rememora los pasos que hubo que dar para llegar hasta aquí y Emiliano Litardo revela detalles de la cocina del proyecto que ahora llega al Senado.
› Por Ernesto Meccia
Sí, la ley de identidad de género es más corrosiva que la ley de matrimonio igualitario. Lohana Berkins lo había dejado claro. Le preguntaron si con la ley ella se convertía en mujer y contestó: “No. Yo soy travesti, aunque diga Lohana en el documento”. Es que la ley que está a punto de aprobarse en el Senado se mete directamente con una de las claves (tal vez la máxima) de la inteligibilidad social: la dupla dicotómica varón-mujer entendida como un combo de contigüidades obligatorias que va desde la subjetividad hasta la genitalidad, pasando por los cuerpos y su apariencia.
Podemos compararla con la ley del matrimonio en el sentido de que quienes acceden al matrimonio igualitario no dejan de ser “varones” y “mujeres”; en cambio, quienes se beneficiarán con esta ley cuestionan esa certeza sempiterna de las sociedades ya que, entre otras cosas, permite cortar aquella serie de contigüidades (por ejemplo, el cambio de identidad personal no tiene por qué presuponer un cambio a nivel corporal), con lo cual (vaya cortocircuito) una mujer o un hombre trans seguiría estando en condiciones de procrear. Quisiera vivificar lo corrosivo de la ley con una expresión que escuché hace poco a un amigo (egresado universitario), que me dijo: “Ernesto, te juro que de mi parte está todo bien, pero es difícil, yo con todo esto me pierdo”.
Que quede claro: no estoy afirmando nada parecido a que una ley sea mejor que la otra. Estoy tratando de decir que son distintas, pero que al mismo tiempo, vistas en conjunto, representan dos golpes irreversibles a las iglesias tradicionales y a cierta cosmovisión jurídica cuyos operadores suelen ser igual de conservadores, aunque infinitamente más técnicos y “sutiles” a la hora de fabricar trabas para detener el avance de las luchas democráticas.
Hace poco, en un blog, en el marco de los comentarios a una entrevista concedida por Diana Sacayán, una indignada participante lanzó la siguiente pregunta: “Una preguntita, de pura ignorante que soy: ¿adónde va una travesti con cáncer de próstata?”. Debo reconocer que permanecí (aún estoy) perturbado por toda la dinamita heterosexista que aparece condensada en esa corta frase, que más que frase parece un látigo con el que Dios nos recordaría qué somos y qué seremos más allá de las invenciones democráticas. Analicemos el texto. Primero pareciera que alguien cae en la confusión en momentos en que otros gestionan derechos que necesitan tener (es decir, que los otros lo confunden); segundo, la evocación al cáncer en una época en que el sida se ha vuelto notoriamente más crónico que él, acaso funcione dentro de la reflexión como su equivalente en términos de muerte-corolario-necesario, circunstancia esta última que la recubre como un forro. Por último está la impresionante pregunta sobre el destino (“¿adónde va?”, si siendo travesti tiene próstata) que podría querer significar –siempre con una transparencia oprobiosa– o que no puede existir un lugar que pueda tramitar semejante incongruencia y que entonces se quede en su casa, o que si se atreve a ser travesti, esa recreación de sí mismo debiera incluir (también) la extirpación del órgano glandular del aparato genitourinario masculino. Notemos cómo la idelología de la “coherencia”, o del “alineamiento” heterosexista, se hace presente. “¡Nada fuera de línea!” parecería reclamar la participante, que difícilmente algún día pueda visualizar que la condición trans es fuente de derechos.
En 2011, cuando se le negó a Maiamar Abrodos el derecho al cambio de sexo mediante una intervención quirúrgica y la modificación de su identidad en el DNI, el juez Miguel R. Güiraldes expresó que, de autorizar ese pedido, la Justicia estaría colaborando en la creación de una “quimera”: “Resulta indudable –dice el fallo– que la conducta sexual privada no parece afectar a la moral pública ni perjudicar a ningún tercero, pero autorizar la realización de una intervención quirúrgica que provoca lesiones gravísimas e irreversibles, tendiente a lograr una quimera, importa tanto como soslayar la vigencia de la ley 17.132, que regula una cuestión de orden público como es la salud pública.” Para el juez, el cortocircuito tiene implicancias prohibitivas porque favorecerlo no solamente implica violar lo que él entiende son los contenidos de la salud pública sino porque además colaboraría en la creación de una “quimera”, expresión que en el diccionario significa: a) monstruo imaginario con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón, o b) ilusión, fantasía que se cree posible, pero que no lo es. Por lo tanto, denegar el derecho a la identidad significaba en este caso algo así como forzar al otro por su propio bien, no poner al entramado jurídico al servicio de una mentira, sacar al pobre alienado de su mundo de fantasías. De más está decir que aquí –ni ahí– la condición trans podría inspirar algún derecho específico.
Expresiones como “por mí, que se operen cuantas veces quieran, eso sí: que no sea en hospitales públicos pagados con mis impuestos” o “el tema travesti es un tema que hay que respetar. Pero andar buscando leyes específicas es cosa antigua. Hay que ver bien lo que hay y ver cómo hacer cumplir la ley. La gente no tiene por qué andar jodiéndolos. Ahora más que eso me parece que no. Cambiarse de nombre no da, es una cuestión de memoria y de tu identidad” parecieran ser (claro que más la segunda) un poquitito más amigables con la condición trans. No obstante, creo que si las analizamos a fondo terminaremos bastante cerca de los ejemplos anteriores. Notemos que pareciera existir un mismo núcleo argumental en estos tres ejemplos: si quienes son, con todo derecho, trans se salen de sí mismxs y solicitan –en sentido amplio– la participación de los demás (en este caso, de un organismo catastral y de efectores médicos), se encuentran con la negativa, lo que equivale a decir que su “derecho” a la identidad no encuentra gestores externos, en concreto, personas que tengan el “deber” de hacer lo que corresponda para que sus derechos estén vigente.
Son esos “derechos” que no generan “deberes” en los demás. La sanción del matrimonio igualitario en 2010 y la aprobación inminente de la ley de identidad de género representan, en este sentido, dos golpes formidables para esa cosmovisión conservadora tanto del sentido común como de cierto entramado judicial. Si un derecho deja de ser imperfecto, aclaramos por las dudas, no es que se vuelva “perfecto” (¡eso sí que sería una quimera!); se vuelve, como diría Laura Pautassi, “operativo”, y entonces la gente puede hacer cosas a partir de su existencia.
Es que, dentro de la cosmovisión conservadora, las cuestiones de género no relacionadas con la heterosexualidad tienen el status de un “estilo de vida” que, en tanto que tal, no pueden entrar dentro del orden de lo juridificable en términos de la co-relación entre derechos y deberes. En efecto, al tiempo que reconoce a los sujetos pertenecientes a esas categorías como portadores de derechos universales en tanto “personas”, sostiene que la condición trans no puede dar derechos especiales en base a tal carácter. Es decir que, en tanto “personas que son trans”, pueden gozar de los derechos que tiene “todo el mundo”; pero que en tanto estrictamente “trans” no tienen otro derecho que el derecho de serlo, es decir, que ese derecho no puede generar ninguna obligación en los demás (desde un individuo hasta el Estado).
Semejante argumentación, como vemos, deja a la cuestión en un estado de congelamiento que, por definición, sería imposible de trascender. Si se niega la existencia de obligaciones porque a algo se lo considera unilateralmente un estilo de vida, lo único que cabría es el “respeto” (tramposa expresión de frecuente uso liberal), mas no su “reconocimiento”. Así, el derecho a ser trans (y a la no-heterosexualidad en general) se parecería bastante al derecho a la libre expresión, en el sentido de que se tendría derecho de expresarse, pero nadie tendría la obligación de escuchar: como las expresiones son la extensión del pensamiento diverso de la humanidad, está bien con que ello se garantice, pero nada más. Positivizar jurídicamente algo extra, pretender algo más, sería una excedencia que no corresponde. Y además (típica queja conservadora), si seguimos así, no hay entramado jurídico que resista. Pero en la Argentina, desde hace algún tiempo, muchos ya no nos confundimos: hoy sabemos que generar deberes correlativos a los derechos de las personas trans no es lo mismo que generar deberes de escucha correlativos a las emisiones de Marcelo Tinelli.
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