› Por Ariana Cano
Las chicas trans desde muy temprana edad reconocemos que tenemos algo extraño: que el cuerpo no está bien hecho del todo. Yo a los 4, 5, 6 años (que es la primera época de mi vida de la que tengo recuerdos) no entendía cómo, siendo varón, me sentía una nena y me gustaba hacer cosas de nena. Como la mayoría de los niñxs, tenía amigos imaginarios: uno era un oso de peluche y otro, un poster grandote de Jesús al que le hablaba. Me acuerdo de analizar el tema hasta con ellos, nadie más estaba en condiciones de explicarme. En aquel momento no circulaban palabras como “gay” o “travesti”: eras “puto” o “machorra”. Yo me creía homosexual y me parecía que tenía que esconderlo, cosa que sólo podía hacer hasta cierto punto porque los chicxs son muy perceptivos y, también, bastante crueles. Recién a los trece le conté del tema a mi mamá y ella me dijo: “Ya lo sabía, sólo estaba esperando que vos me lo dijeras”. Eso me dio un alivio tan enorme que me sirvió para el resto de mi vida. Que un adulto de mi absoluta confianza como era mi madre me entendiera fue muy importante. Educar a mi viejo fue más complejo. Si bien con el tiempo fue aceptando, nunca toleró que me vistiera de mujer; entonces, en la adolescencia –a finales de los ’80– adquirí un estilo bien andrógino. Creo que si en ese entonces hubiera habido la información que hay hoy, todo hubiese sido el doble de llevadero. Y ni hablar si cuando yo era chica hubiera habido una ley como la ley de identidad de género: habría sido muchísimo más fácil que gente como mi padre entendiera. Yo me habría ahorrado muchas situaciones dolorosas. Todavía me acuerdo de la primera vez que me enamoré. Tenía dieciséis y estaba totalmente hechizada por él, que tenía veinte. Ahora pienso: “¡Qué idiota!”, pero en ese momento sufría con la intensidad que se sufren todas las emociones en la adolescencia. Estuvimos dos meses juntos hasta que me dijo: “¿Sabés qué? Sos perfecta para mí, pero hay un problemita: que no sos mujer”. Ese fue el primer hachazo por la espalda que recuerdo. Estaba llena de bronca y pensaba: “¡La puta madre! ¿Y yo qué culpa tengo de no ser lo que siento?”. Es inevitable, ahí empezás a pensar si no tendrás algún porcentaje de culpa en todo esto. Cuando no tenés una acompañamiento terapéutico –cosa que yo no tenía– es aun más difícil: hace veinte años, ¿quién carajo entendía ALGO sobre transexualidad, si ni siquiera sabíamos cuál era la diferencia entre travestis y transexuales? En los ’80, la convivencia era difícil: el mataputo era moneda corriente, aunque después, a escondidas, ese mismo que se llenaba la boca de discursos homofóbicos te anduviera buscando por ahí.
Yo tengo cuarenta años y me crié escuchando –no en casa, pero sí en todos lados– cosas como: “Si mi hijo es puto, lo mato”. Pero lxs chicxs de ahora crecen escuchando que uno se puede casar con quien ama y que puede llevar en el DNI el nombre de quien realmente siente que es. ¡Ni yo todavía puedo creer que gracias a una ley voy a poder hacer, finalmente, lo que vengo esperando hacer desde hace treinta y cinco años! Me acuerdo de que con Pía (Baudracco) todo el tiempo hablábamos de que con esta ley la felicidad para muchxs chicxs va a estar al alcance de la mano y no van a tener que pasar por lo que pasamos nosotras.
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