Lohana Berkins señala aquí algunos mojones en ese camino que hoy está llegando hasta el Senado de la Nación.
La ley en sí no tiene una discusión muy antigua. Durante el gobierno de Alfonsín y de Menem, el foco de la lucha estaba puesto en los abusos policiales contra nosotras. Si bien la ley de identidad era una cuestión que por ese momento también rondaba en nuestras cabezas, no podía tomar la fuerza que tomó ahora porque teníamos, obviamente, otras urgencias. Con la aprobación del matrimonio igualitario se marcó un antes y un después. Ahí fue cuando dijimos: “Bueno, ahora sí podemos ir por la ley de identidad”. Ya, para esta época, nosotras también éramos mucho más maduras y más reflexivas como para instalar una agenda propia.
Toda esta lucha está llena de nombres de compañeras que, si bien no han sido conocidas tanto como los nombres de las activistas más famosas (Claudia Pía Baudracco, Marcela Romero, Marlene Wayar, Diana Sacayán), estuvieron presentes en todas las provincias. Ellas fueron las que realmente nos acunaron cuando nosotras nos pusimos un nombre, nos han amadrinado a nosotras y a esta lucha por la identidad. Imposible nombrarlas a todas, pero algunas de ellas son: la Pocha, en Salta; Luisa Paz, de Santiago del Estero; Mary Robles, otra salteña como yo; Alejandra Ironici, de Santa Fe. Cada una en su provincia fue sosteniendo estrategias que contribuían a pujar para que la ley se aprobara a nivel nacional. Lideraron procesos locales y sumaron para el gran proceso nacional.
Antes de la ley hubo un momento muy importante que fue cuando empezamos a marcar la diferencia entre la idea de orientación sexual y la de identidad de género. Hablar de orientación sexual era sólo dar cuenta de las problemáticas de los gays y las lesbianas, pero no de nosotras. Eso tuvo un episodio muy puntual: cuando se discutió la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires, nosotras fuimos férreas defensoras de que se quitaran los edictos policiales de la Ciudad y que se aprobara una ley contra la discriminación por orientación sexual (el artículo 11 de la Constitución de la Ciudad). Después de poner el cuerpo por ese reclamo, nos dimos cuenta de que ese artículo no nos contemplaba a nosotras. Porque el problema nuestro no es con quién nos acostamos sino el tema de la identidad de género. Nosotras éramos violentadas y excluidas de nuestros derechos no por nuestra orientación sexual sino por nuestra identidad de género. Tetas, tacos y a la calle, era nuestra cuestión medular. Algo que en muchos países no se planteaba: fuimos nosotras las que hicimos el inside de separar agendas para no quedar invisibilizadas dentro de otros reclamos.
Las discusiones fueron atrapantes, profundas. Algo clave para analizar cómo fue cambiando la discusión del tema es ver cómo antes nos poníamos sólo un nombre “Lohana”, “Marina”, “Belén”. Al principio los nombres también iban ligados a cuestiones peyorativas como: “Sandra, la patona”, “Susana, la veinte litros”, “Marta, la barbuda”. Nos empezamos a poner apellido, y muchas veces el verdadero, a partir de que empezamos a discutir la identidad. Con la inclusión del apellido no sólo se aminoró lo peyorativo sino que se empezaron dejar de lado esos otros nombres más bien hollywoodenses, de divas, para ampliar el espectro a nombres más silvestres.
Un paso muy importante fue quitarle todo rasgo patologizante a la entrega de documentos. Si uno revisa los fallos judiciales anteriores a esa conquista, los jueces decían cosas ridículas describiendo a las travestis como “llora como una mujer” (yo me pregunto: ¿cómo llora una mujer?), o “viene arreglada como una mujer”. Y toda una infinidad de fantasías de la industria farmacológica de cómo se construye a una “sujeta”.
Si bien ella no fue la primera que pudo cambiar su nombre en el DNI sin someterse a pruebas psiquiátricas o médicas, Flor fue un caso testigo. Y, por la notoriedad que tiene su figura, se convirtió en el caso más paradigmático dentro de nuestra lucha. Nosotras apoyamos mucho su causa y, además, considerábamos que contribuía al objetivo final, que es la aprobación de la ley que se va a dar ahora.
Me acuerdo de un proyecto de Alfredo Bravo, diputado por el socialismo, en los ’90. Fuimos a discutir con él y casi lo infartamos. El me decía: “Pero, Lohana, nunca te conforma nada”. Pero ese proyecto tenía demasiadas inexactitudes y hasta apreciaciones de mal gusto. Por ejemplo: proponía que figuraran los dos nombres, es decir, que yo fuera algo así como “Carlitos Lohana Berkins”. Entonces, el objeto de la discriminación quedada intacto. Esto demostraba la poca participación de las compañeras que había habido en esos proyectos. No digo que estuvieran mal intencionados, pero sí que se notaba que pensaban por nosotras y no con nosotras. En cambio, la gestación del proyecto que se va a aprobar ahora fue liderado por compañeras militantes y hombres trans, y eso se nota.
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