ENTREVISTA
El uruguayo Apegé presenta su nueva novela Injuria, un relato que parece construido a contramano de los nuevos reconocimientos de derechos básicos. El dolor de la diferencia que sufre el protagonista es una denuncia literaria al Uruguay doméstico y domesticador.
› Por Federico Sierra
Hay algunas pistas, palabritas dispersas como marcas en el texto que revelan cierto uruguayismo. Están “la veladora”, “el liceo” y “el aguajane”, pero nada más. En Injurias no hay nada de esa placidez mansa y oriental. Esa amabilidad lánguida. Por el contrario, la primera nouvelle de Apegé se sumerge de inmediato y sin escalas en el tormento y el dolor más imborrable.
Pero ahora Apegé –acrónimo de Alvaro Pérez García (siglas que heredó después de tantos años trabajando en la redacción del semanario Brecha)– está del otro lado del río, bien instalado en Buenos Aires. Y esa distancia lo ayuda a explicar mejor su “Injuria”: “Más allá del valor literario –que ojalá lo tenga– este libro está escrito con mucho dolor, porque cada palabra fue puesta ahí con un dolor inmenso”.
En su catarsis el protagonista, un periodista que vive en Montevideo, se embarca en la pesquisa buscando una historia para contar. Detrás de una crónica policial que relata el asesinato de una travesti (con ese tono despectivo que tienen los grandes medios, que “lo narran como si se hubiera muerto un perro”) el periodista vuelve a ese parque a reconstruir su historia. Ese mismo parque donde tantas noches se la pasó caminando sin rumbo, yirando, hasta encontrar los cuerpos de otros iguales. Todos podemos imaginar ahí mismo las lomadas del Parque Rodó a medianoche, con esas travestis “que en la noche caen muertas como moscas o se defienden como guerreros”, según palabras de Apegé.
“Yo entrevisté muchas travestis trabajando para el semanario Brecha y sentía muchas ganas de hablar un poco de ellas. Cuando la leyó la editora, la historia de la travesti estaba apenas sugerida, más sutil. La editora me dijo: ‘Vos me estás escondiendo información: hay algo que vos sabés sobre ese personaje y no me lo estás diciendo’. Claro, después apareció: lo que le encontré a esa travesti es una conexión muy profunda con el protagonista de la novela. Era algo que no terminaba de decirse: lo conectaba con esa primera injuria de los niños que se trasvisten. Eso es lo que se le activa al protagonista.”
Luego de ese encuentro con una travesti, el libro hace un flashback al pasado, a la niñez en el departamento de San José en medio del campo. Allí comienza una arqueología de su propio dolor, buscando las primeras marcas de la marginalidad: la escuela, la familia, los amigos. “El personaje es rechazado y no encuentra lugar donde ubicarse, por eso puede conectarse con otras marginalidades. El personaje es homosexual pero podría haber sido drogadicto, ex convicto, prostituta, o cualquier otra circunstancia que margine.”
–Acá yo podría mentirte y hacerte todo el juego literario, decir que es una historia única, que se trata de una historia y un personaje en sí mismo, que no tiene pretensiones de retratar el Uruguay, etcétera. Pero no, claro, hay una intención de dialogar con el contexto de donde sale ese texto. Hablar y nombrar ciertos rasgos del Uruguay: cierto dolor, el ocultamiento, el maltrato, la negación de los homosexuales y el sufrimiento de un homosexual en Montevideo. Me parece que nos salteamos la etapa de narrar el dolor. Se pasó del ocultamiento, la culpa y el conflicto de los uruguayos con la sexualidad a la batalla por los derechos: la igualdad ante la ley y las reformas jurídicas. Está bien lo que hace la militancia lgtb y eso no lo pongo en cuestión, pero hay otra cosa que no está apareciendo, y es peligroso. Hay que narrar el dolor.
–Creo que sí, y que hay toda una generación que ya ha quedado marcada por el dolor. Me crié en un sistema donde la homosexualidad era una deformación. Es imposible zafar de eso. Si tenés alrededor de cuarenta años estás golpeado por eso, herido. Y está bien decirlo. Estamos heridos, nos dolió, ¿qué problema hay en aceptarlo? Las marcas están ahí, cicatrizan de a ratos, a veces vuelven a supurar un poquito. ¿Qué problema hay en reconocerlo, por qué tenemos que ceder a una cosa celebratoria, a un mandato a la alegría?
–Yo comparto los logros políticos, sociales y culturales. Y está bien. No los niego. Yo veía las trans más viejas llorando el día que se aprobó la ley de género. Todas emocionadas. Después nos fuimos todos a brindar y a festejar. Y al terminar la noche me acuerdo de una trans que se fue caminando. Y se fue sola. Se fue sola, a su casa, a mascullar su dolor y su soledad. Y hay que darle a todo el mundo la oportunidad de hablar de sus soledad y su tristeza. Por eso, que no nos coopte la misión colectiva. No se está todo el día de fiesta. La carcajada no puede ser un mandato, ni para los homosexuales ni para nadie. Yo ahora voy a reclamar el derecho a la tristeza, ¡porque el derecho a la alegría ya lo reclaman todos! (sonríe). Decir eso es bastante disonante.
Apegé asiente a regañadientes y se queda pensando, para luego redoblar la apuesta en su elogio de la tristeza: “Pero qué nos conmueve. Realmente. También cuando compartís el dolor. Renegar de la tristeza es renegar de la vida”.
Mientras cursa la Maestría en Estudios interdisciplinarios de la subjetividad, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, el uruguayo se asombra de los porteños un poco todos los días: “Esa sensación de inminencia en la que viven, tan ávidos que están, que todo el tiempo pareciera que puede pasar cualquier cosa en Buenos Aires. Literalmente, cualquier cosa, incluso lo peor”. Apegé ya no sale a yirar, como el protagonista de su novela, que lo hacía siempre tan cargado de culpa y remordimiento. “En esos contactos sexuales furtivos siempre hay algo más, algo más pesado detrás. A mí me interesan mucho más los personajes culposos, ¡son exquisitos!”
–Claro, no vende, está mal visto. Ahora el discurso es diferente: “La culpa está mal, eso es de la Iglesia”. Creo que hay que recuperar palabras: palabras como culpa y perdón. Si las sacás del territorio católico y las llevás al territorio literario son hermosas. El corazón dice perdón, no dice disculpas, y es sin embargo una hermosa palabra. El quiere disculpar a sus padres y que sus padres lo disculpen. Quizás esas fueron las palabras en las que fue educado pero en el transcurso las resignifica.
–Se trata de una gente que tiene una pequeña librería de calidad en Ciudad Vieja, Montevideo, llamada La Lupa libros. Ya tenían cinco títulos definidos para esta colección y les faltaba uno. Me entero por un amigo –porque en Uruguay somos todos amigos o conocidos– y se los alcanzo. A la semana me confirman que lo iban a publicar. ¿Por qué? No lo sé bien. Quizá porque no apuestan a un catálogo comercial. En vez de elegir un texto que festejara las conquistas de la comunidad lgtb y los cambios, prefirieron un relato atormentado. Supongo que también porque ellos prefieren la literatura antes de la política. No es que sea para todos, ni que sea la mejor, pero sé que hay una posibilidad de conexión más intensa.
–(Piensa un rato largo.) Se trata de una cuestión casi matemática: Montevideo, además de ser una ciudad bastante opresiva, tiene muy pocos habitantes. Pienso y siento que en una ciudad como Buenos Aires, con diez veces más la población montevideana, todo se multiplica por diez: las oportunidades profesionales, el misterio, el anonimato y, por sobre todo, la posibilidad del amor.
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