SOY POSITIVO
› Por Pablo Pérez
Cuando en 1990, viviendo en París, me enteré de que era seropositivo, lo primero que hice fue acercarme a Aides, una asociación francesa de lucha contra el sida. En la primera reunión, el coordinador tuvo la gran idea de contactarme con Gabriela, una argentina que se había sumado a Aides como voluntaria, estaba casada con un diplomático francés y vivía en París desde hacía unos años. Si hay una persona que me ayudó a salir del pozo en el que me encontraba fue ella.
Yo no tenía trabajo y Gabriela me contactó enseguida con una pareja de gays, Emilio y José, que me emplearon en su lavadero automático del barrio de la Bastilla. Gabriela y su marido estaban por hacer un viaje de dos meses a la Argentina y necesitaban alguien que se instalara en su casa y cuidara a Tina, una perra cachorra de raza setter gordon que destruía absolutamente todo lo que encontraba a su alcance. Siempre que la dejaba un rato sola, para salir de compras o a trabajar, al volver me encontraba con los destrozos: plantas, libros, un par de zapatillas que había olvidado guardar, las patillas de mi único par de anteojos y un largo etcétera; por más cuidado que yo pusiera, ella encontraba algo con lo que ensañarse. Cuando la sacaba a la calle a pasear, Tina tiraba de la correa al punto de quedar casi estrangulada con la lengua afuera y, cuando pasaba cerca un negro o una negra, le gruñía y le ladraba enfurecida. Tina no solo era destrozona sino también racista. Yo igual la quería; cuidarla, a pesar de todos los inconvenientes, me había devuelto el buen ánimo.
Una vez vino a visitarme un amante, también seropositivo, al departamento de Gaby, donde me había instalado para cuidar a Tina. La perra nos dejó coger tranquilos, aunque sin dejar de espiarnos desde debajo de un sillón donde se había instalado. Cuando terminamos, mi amante tiró el preservativo usado en el tacho de basura y al rato lo vimos de nuevo afuera, entre las patas de Tina, que lo relamía golosa. Intentamos sacárselo, los dos la corrimos desesperados por el departamento y la perra estaba feliz: todo lo que quería era jugar. Apenas Gabriela volvió de la Argentina, le conté este episodio, pensando que la perra podía haberse infectado y que debían hacerle un test de VIH. “No te preocupes —me dijo Gabriela, tal vez sólo para tranquilizarme—. El VIH no afecta a los perros.” Como ella estaba seguramente más informada que yo, le creí. Desde aquel episodio, tomé el hábito de, antes de tirar los forros a la basura, hacerles un nudo. Además descubrí que podía ganar algo de dinero extra cuidando las mascotas de la gente que se iba de vacaciones y, por suerte, los animales que siguieron fueron mucho más tranquilos.
Unos años después, Gabriela se fue a vivir a Costa de Marfil, donde su marido consiguió un cargo diplomático. Me imagino a Tina al borde del mar, jadeando de alegría, corriendo con ojos desorbitados atrás de africanos y africanas. Y ojalá vuelva a encontrarme con Gabriela un día, para poder agradecerle todo lo que hizo por mí.
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