LA CASA DE BERNARDA ALBA
Una cooperativa de artistas trans pone en escena la última obra de Federico García Lorca, su denuncia más virulenta a la opresión de los géneros, las apariencias y los mandatos. En sus cuerpos y en sus voces, La casa de Bernarda Alba se vuelve tan actual y revulsiva como en los años ’30, cuando fue escrita. El despliegue de feminidades y, a su vez, la advertencia sobre la trampa mortal que éstas encierran se vuelven gracia y drama en una obra que ahora parece escrita para estas siete actrices.
› Por Liliana Viola
Los biógrafos coinciden en casi todo cuando es Bernarda Alba, y eso que tratándose de Federico suelen trenzarse por detalles inútiles como unas horas muertas en su viaje a Nueva York, supuestos hábitos y cábalas, manoseos cruzados con Dalí, toda una hermenéutica sobre si tenía modales de loca desatada o si, por el contrario, se ajustaba al prototipo del macho granadino, si cuando lo fueron a buscar (¿la Falange o la Escuadra Negra?) corrió o se paralizó en la terraza, si alguien lo vio “caminando entre fusiles” como quiso Machado o si lo obligaron a andar solo por la colina de Viznar, una aldea miserable cuyo barranco debe contener, dicen los historiadores de la Guerra Civil, más de un millar de muertos.
Pero acuerdan todos en que a La casa de Bernarda Alba la escribió de un tirón, como se decía entonces para aludir a las horas de pluma alzada y, en este caso particular, a su urgencia de presentar algo todavía más “real” que lo ya dicho en Yerma y Bodas de sangre. Una denuncia que arrojara espanto sobre la zona de la población que a él tanto le atraía por cuestiones privadas y políticas: el sexo débil, la debilidad del sexo, la sexualidad enlutada, el crespón negro en la flor de la vida y la obediencia a un poder que ni pone el cuerpo en escena porque total ya está instalado en el de las subordinadas. En los mismos días en que escribía La casa... declaró aquí y allá como manifiesto y dramaturgia: “Yo estoy junto a los marginados; mis obras hablan de los niños, de las mujeres, del gitano, del negro, del judío, del morisco que todos llevamos dentro”. Por una cuestión de anacronía Lorca no puso en esa lista a las personas transexuales ni al amor que en los años ’30 seguía sin decir su nombre. Pero bien se podrían agregar ahora. Y se agregan.
Todos acuerdan también en que hizo las últimas correcciones en julio de 1936, ya oculto en la casa de su amigo Luis Rosales. Ya que jamás se encontró la tan anunciada pieza La destrucción de Sodoma, Bernarda es oficialmente su última obra de teatro. El 18 de julio el comité de depuración lo capturó, lo condujo a la comisaría y allí se lo mantuvo tirado hasta que el comandante Valdés le hizo las preguntas de rigor que nadie sabe, lo condenó por adelantado y eligió a su verdugo. La casa de Bernarda Alba no se representó en España hasta unos 30 años después de la muerte de su autor. Tampoco se leyó. El libro editado fuera del país, en la Argentina, estaba prohibido. Pero también es cierto que antes, al menos en dos oportunidades, Lorca, como es hábito lujurioso en los círculos de intelectuales y artistas, la había leído entera y con entonación, como probándola, en tertulia de amigos. Es decir, esta obra, que lleva como subtítulo “Drama de mujeres en los pueblos de España”, fue representada por primera vez y en muchos años por un señor, Federico, que se dio el gusto de poner su voz a la madre despótica y también a las hijas a quienes él mismo, como era su costumbre, les había dado nombres exageradamente elocuentes: Martirio es la hija fea y jorobada que con su pasión y envidia provoca el desenlace; Angustias, la cuarentona pretendida por su dote y despreciada por su edad; Magdalena, la única que llora y llora por la muerte del padre; Poncia, la criada que, por sabia, por bruja y por pobre es la que puede decir lo que piensa y lavarse las manos con sentido común como su nombre lo anuncia. Los que van más lejos agregan que Bernarda proviene del teutón y significa “con fuerza o empuje de oso” y que Adela, la única hija que pretende rebelarse y que no va a morirse virgen, significa “de naturaleza noble”.
Un testigo de aquellas dos veladas cuenta que García Lorca interrumpía la lectura para comentar sus propias escenas exclamando: “¡Ni una gota de poesía, todo es realismo, realidad!”. La madre de Federico declaró más tarde que las Alba existieron, que el apellido también es real, y que eran vecinas de una propiedad que la familia tenía en Valderrubio. Federico, azorado por esa viuda que mantenía a sus hijas aterrorizadas y con una coreografía fija entre cuatro paredes, solía ejercitar sus dotes de documentalista y también las de voyeur escondiéndose detrás de un pozo de agua ubicado estratégicamente entre las dos fincas. Espió, estudió, tomó notas, ha dicho doña María a Claude Couffon, autor de Granada y García Lorca (Ed. Losada), y en dos meses tuvo la obra lista. El personaje tan nombrado y que en la obra original es apenas un silbido que llama a las ventanas de las doncellas, objeto de deseo y de conflicto, Pepe el Romano, también existió, se llamaba Pepe y cumplía el mismo papel de pretendiente en la vida real. Ese sujeto –¿por qué no suponer?– fue objeto de las miradas ladronas de Lorca, quien se reservó para sí su estampa, sus encantos y sus parlamentos. Es decir, se llevó con él a la tumba al hombre que no alcanzaron las balas de Bernarda ni el deseo de las niñas. Muchos años después de todo esto, recién en 1945, por fin la obra se estrenó. Fue en Buenos Aires, con Margarita Xirgu en el rol de Bernarda.
Las siete actrices que actúan en la puesta que se estrenó la semana pasada en el Multiespacio de Palermo y que se nombran espontáneamente a lo largo de la conversación como una marca o un mantra, “Cooperativa Ar/TV Trans”, señalan que de haber conocido el peso de tanta historia y coincidencias habrían estado mucho más nerviosas de lo que estaban el día del estreno. Los nervios se notaron, “y hay que reconocer que todas sin excepción en algún parlamento nos trabamos” (el juego de palabras no fue voluntario pero provoca risas y abre la tranquera a más bromas con palabras que empiezan con “tra”, chistes internos y cargadas a algunas de las actrices que hicieron gala en bambalinas de llevar un boxer bajo las austeras faldas negras, “porque es más cómodo para moverse y te aprieta más”). “Hablando en serio –continúa Geraldine Carrizo, la actriz que hace una Poncia graciosa, maternal y desenvuelta–, no faltó ningún furcio esta primera noche, y mirá que venimos ensayando hace siete meses. Ahora, te cuento que la última pasada con vestuario, nos había salido mucho peor, no pegábamos una. Yo ese día me fui muy amargada a mi casa.”
Para alguna es la primera vez en un escenario, incluso la primera vez que lee una obra de teatro, para Geraldine, la mayor de todas (aunque es justo aclarar que el turbante de criada le agrega unos diez años) significa cambiar el arte del varieté por la solemnidad de un texto clásico. Se le nota de lejos que tiene oficio y, a su vez, que tiene oficio, digamos, de sello travesti. “Estoy de acuerdo, hay algo en la dicción, en el modo de rematar, en cierta conciencia de que tenés que jugártela con el público, yo empecé en el teatro en el ’74, peinando. Era una compañía donde estaban varias conocidas, Vanesa Show, por ejemplo. Un día vinieron con un contrato para ir a trabajar a Concepción del Uruguay, que era en ese momento como que te ofrecían irte a Europa. No todas estaban dispuestas a viajar, así que, como faltaba gente, me dijeron ‘animate Geraldine. Pero no hagas lo que hacen todas, no hagas mambo’. Así que yo me ensayé unas canciones de Cacho Castaña y ahí me fui.” Para la rubia, Emma Serna, la más joven de la compañía, su personaje de Adela es un paso más en una carrera con idas y venidas pero que ya empezó con una secundaria cumplida, clases en la escuela de Pepe Cibrián, un título de decoradora. “Sí, suena bastante bien, pero igual es difícil, no te creas que te toman así nomás.” Para otras es el primer trabajo, para alguna es más una salida laboral interesante que una vieja vocación, y para todas, un acto político. Más de una vez en la conversación aparece ¿lamento o autocrítica? un latiguillo. “Es que nosotras no cumplimos nunca”, “pasa en todas las cooperativas y proyectos que empezamos, no hay disponibilidad”, “no sabés lo difícil que era que llegaran puntuales a los ensayos... ¡o que no te falten directamente!”. De hecho, notarán que faltan personajes: no tenemos una travesti vieja para hacer de la abuela Josefa, y también suprimimos a la otra criada. “Geraldine tuvo que aunar diálogos en su parlamento y no sé cómo hace para acordarse tanta letra”, comentan las hijas más jóvenes, no sin admiración. Alessandra Babino, la actriz que compone una Bernarda implacable, que empuña el bastón como si formara parte de su cuerpo y antes de salir a escena arrea al rebaño con su “Silencio, silencio”, es una de las que asume primero su impuntualidad. “Durante la época de los ensayos estaba trabajando en otra cooperativa, la Nadia Echazú. Hasta las siete de la tarde cosiendo y luego venirse desde la provincia es como cruzarte a nado el Canal de la Mancha.” Mahia Alejandra Moyano (Martirio), que hace poco llegó de Tucumán, está terminando su secundaria en el Bachitrans. Todas, como en una obra de Lorca, cumplen con el destino machacado, para empezar, venir de lejos: Mar Morales (Magdalena) de Salta, Diana Henriquez (Angustias), desde Chile, Gisselle Gall (Amelia), de Paraguay, y Geraldine de Comodoro Rivadavia.
La pregunta por el documento de identidad aparece obligada. No sólo porque la ley es reciente sino porque ellas están formando una cooperativa, esperan en estos días la personería jurídica, los consabidos y necesarios subsidios, y sobre todo ganar dinero con su trabajo. “El 70 por ciento es para nosotras, el 30 para el teatro y ya en la primera función todo el mundo pagó entrada; aclaramos a familias y amigos que va a tener que ser así.” La compañía se va a presentar en la Legislatura este 17 de octubre y las funciones continúan en el teatro de Palermo. Una buena idea sería que esta obra, que suele formar parte de la curricula escolar, pudiera recorrer las escuelas.
Algunas responden que sí, ya tienen su documento y las que no en estos días inician el trámite. Las mayores recuerdan la molestia de estar a merced de aquellos que gozaban con repetir un nombre de varón o de señalar la inconguencia en público, las menores se alegran de tenerlo pero le quitan dramatismo y, en cambio, señalan otra molestia, tener que hacer muchos más trámites, como por ejemplo cambiar el nombre en el título, en otros documentos, etc., etc. De todas, Mar es la única que todavía no lo sacó. Ahora corrige: la palabra que hay que poner no es “todavía”, no va a hacerse el documento “porque ¿qué pasa si después viene otro gobierno, una dictadura u otros que no piensen así? Con el documento va a ser más fácil tenerte fichada, no les va a costar nada ir a buscarte”. Se hace un silencio. Su temor es tan desmesurado como la historia que conoce.
“También depende de cómo te lo tomes y de dónde venga –retoma la conversación su compañera–. Sin ir más lejos, te cuento de mi papá. El en mi familia fue el que más me apoyó. El otro día, estábamos mirando la televisión y aparece Flor de la V, y él como si nada dice: ‘pero mirá este tipo, qué pedazo de travuco’. Yo le digo ‘papá qué decís, es una falta de respeto’. Y te juro que él no sé si se terminó de dar cuenta, me siguió diciendo que era un tipo... Más de una vez me pidió que lo entendiera, que él fue educado en tiempos de dictadura, que a veces le cuesta...”
Otro silencio. Silencio y risas. Las cosas están cambiando, agrega alguien.
“Somos estas mujeres enclaustradas en un luto eterno, lidiamos con odios y envidias, con la hipocresía de mantener las apariencias, poetizamos en el habla nuestros sufrimientos bajo el yugo de una matriarca dictatorial... Como actrices y como personas, que hemos padecido, asumimos esta obra desde la visceralidad, dice la Cooperativa desde su blog.
Desde el público, cuando se las ve aparecer, luego del aviso de apagar los celulares y cuando la iluminación y el escueto decorado consigue el clima de opresión, lo que se ve allí es a siete actrices. Las Alba, siete mujeres transexuales inspiradas en el texto de Lorca, inventadas por él. O, también, siete personajes con una determinación precisa del espíritu que quieren darle a la puesta: lo más español posible sin hacerse las gallegas, lo más femenino que Lorca haya querido sin hacerse las vedettes, como él decía: “Que en la escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre”.
En ellas, el texto que hace constantemente referencia al género, las apariencias, los roles, parece resucitado. Magdalena, por ejemplo preferiría ser hombre (“Sé que yo no me voy a casar. Prefiero llevar sacos al molino.”), Bernarda hace del duelo su esgrima fálico con sus propias hijas y Poncia desliza el sentido común que no por cierto es menos lapidario (“Deja en paz a tu hermana y si Pepe el Romano te gusta te aguantas. Además, ¿quién dice que no te puedas casar con él? Tu hermana Angustias no resiste el primer parto. Es estrecha de cintura, vieja, y con mi conocimiento te digo que se morirá. Entonces Pepe hará lo que hacen todos los viudos de esta tierra: se casará con la más joven”).
“Miramos mucho la película de Mario Camus donde Ana Belén hace de Adela, y sin duda nos influyó mucho. “Hablamos esto con la directora Daniela Ruiz”, explican adueñándose de un nosotras muy acorde con el espíritu de clan que impone la obra: “Ella nos tuvo que ubicar más de una vez diciéndonos ‘paren chicas con la película, no tenemos que hacer lo mismo’. Le hicimos caso, pero cuando sugirió que agregáramos algunos parlamentos, lo hiciéramos más actual, más irónico por ahí, terminamos decidiendo entre todas que mejor no. Que somos siete trans haciendo Lorca. No otra cosa. No cualquier cosa. Haciendo una versión lo más ajustada al texto y a la época en que transcurre. No vas a ver maquillaje, no vas a ver colores, sólo abanicos y rosarios, se comen manzanas y uvas, se toma agua y siempre hace calor, nos sofocamos y en lugar de abrir las ventanas las cerramos, lamento y autocrítica, como manda el autor. El vestuario que parece salido de la misma fábrica española es ropa de nuestras abuelas, el vestido verde es de verdad un vestido que significa mucho para quien lo lleva, y los camisones de seda blanca los hizo Geraldine. Las caras enjutas que parecen lavadas pero frescas se deben al arte de maquillarse que algunas traen de la vida y sobre todo a lo que aprendió Diana cuando trabajó con Jean François Casanovas”.
Es una obra que todos conocen, que se ha representado mil veces y se sigue haciendo. Tal vez esto sea uno de los grandes hallazgos de este espectáculo, el haber elegido una historia que todos saben o creen haber visto en la escuela, en la tele, en otro teatro. Ahora está representada por estas nosotras. Y es posible que esto signifique una parte del cambio. ¿Qué cambio? Quién sabe. Que cuando Bernarda Alba termine la obra diciendo su célebre: “¿Me habéis oído? ¡Silencio!; ¡silencio he dicho! ¡Silencio!”, signifique en realidad todo lo contrario.
La casa de Bernarda Alba
Multiespacio de Palermo JXI, Gascón 1474. Viernes 21.30 hs.
Reservas: [email protected]
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