LOS SUBIDOS DE TONO
Toda semejanza con la realidad es realidad: un cuento exclusivo para Soy de Fernando Noy.
No iba a decirle hacia dónde me dirigía, aunque tampoco preguntara nada al ver la mochila temblándome en el hombro. Lo de infierno grande esta vez de ninguna manera podía incluir a mi tía favorita que, de paso por sus pagos, aprovechaba a visitar.
El tren llegó con parsimoniosa demora y como ya estaba oscureciendo le avisé desde el celular. Ella, ya balbuceando entre somníferos, me recordó que podía entrar directamente al cuarto del fondo. Ya lo había dejado abierto, con la llave por dentro.
En las escasas siete cuadras desde la estación hasta su casa no correría peligro. Delicias de un pueblo casi abandonado.
Las calles parecían crucificadas por inmensas lámparas de neón contrastando con antiguos árboles salvajes también iluminados por la luna, en despiadada competencia inextinguible.
Frente a la tienda de artículos deportivos, contemplando hipnotizado no sé qué, lo vi desde lejos. Musculoso, alto. Un titán imposible de creer.
Sin necesitad de hablarle, al escuchar mis pasos, él mismo me pidió fuego con estremecedor acento campesino. Manos, dedos, piel, rostro como de alfajor incrementado por las frías luces de azúcar impalpable cayendo alrededor.
Algo me preguntó y me costó responderle por la lengua atragantada de súbito deseo ante la inminente posibilidad de un dios inesperado para colmo en ofrenda. Vértigo total.
Al rato, si él mismo no me hubiera pellizcado las nalgas yo tendría que hacerlo, para finalmente comprobar que no se trataba de una alucinación.
Enseguida aceleró lo tan ansiado, no pidió plata, nada de eso y, cuando le dije que no tenía lugar para encamarnos, él, medio sonriendo compasivo, simplemente respondió: “Te llevo a mis pastizales”.
Pasábamos frente a una especie de fonda donde por obvia precaución se negó a entrar. Igual, yo lo hice para comprar una petaca de ginebra.
Con gesto de autómata lo vi sacarme, como si fueran bosta de paloma, unas flores muy blancas que por caminar bajo las enredaderas se me habían enroscado entre los rulos.
El también tenía una diadema pero prefería no decírselo. Sobre todo porque la guirnalda de pétalos lechosos le quedaba estupenda, como anunciando lo que después vendría.
Justo estaban cerrando. Petacas no quedaban. Directamente compré una botella de ginebra Siete Llaves y aproveché un probador de perfumes baratos para damas que, aunque no fueran de mi gusto, resultaban ideales para potenciarlo.
Salí casi en puntas de pie con la botella negra, disimulando mi casi incredulidad ante quien todavía me parecía una alucinación. Nada de eso. El allí estaba, sentado sobre un muro canturreando bajito.
Entramos por la calle de tierra bajo la luz de una luna llena por completo. Así pude ver los fondos del enorme edificio tipo galpón. Me dijo que era el club del pueblo, donde obviamente seguro practicaba. Se tragó un sorbo largo de ginebra como en las películas. Yo no podía dejar de contemplar el tremendo inflador que a cada segundo hinchaba un poco más por dentro su bragueta a punto de explotar. Los yuyos favoritos estaban detrás de un gran chalet desde donde oímos aullidos temibles, desgarradores, de ese negro perro evidentemente custodia y asesino.
Justo, llevado por mí mismo, ya él había introducido su mano de mármol por mi pantalón y se lo notaba evidentemente satisfecho por la piel de mujer o depilada. No, para nada, es natural, acabo de cumplir 18 años y nunca tuve vello. Por algo yo sabía que quien me tocara de inmediato iba a querer entrar allí.
Volvió a introducir, palpando mi fruto prohibido, esos dedos enormes, algo rústicos, potentes, enloquecedores.
Es aquí dijo y de inmediato, bruscamente, me bajó la cabeza hasta su bragueta ya abierta. Antes le había ofrecido un beso, pero lo escuché murmurar que en la boca, jamás. Para qué pensé al instante mientras sorbía sus verdaderos labios en ese tentáculo inmenso que enseguida pensé me partiría en dos.
El recuerdo de un fabuloso negro ya transado en el Brasil, con una verga mayor, logró calmarme, hasta que recordé que los negros, por más dotados que parezcan, cuando están adentro de uno se derriten igual al chocolate. Unica manera de explicar semejante intromisión. En cambio, éste parecía de algarrobo por la dureza de esos músculos evidentemente súper trabajados en el hastío pueblerino. El sabor de su piel iba desde la vainilla a la canela en una primera lamida. Luego se multiplicó como si fueran castañas calientes o un exquisito helado de almendras amargas ardientes en la decantación de mi boca enloquecida.
Al tratar de pasarle la mano por su increíble culo también sin un pelo, me contuvo. Con estremecedora torpeza, murmuró canturreando que no tocara más ahí. Eso desató tal frenesí que él de pronto se alejó y repitió: ¡Pará, pará, pará!
No quería acabar en mi garganta y como en un pase de judo me dio vuelta bajo la espada inmensa no sin antes escupirse en la mano para aceitar su entrada.
Sentí palmo a palmo algo como una especie de sublime y doloroso rasguido y, a pesar de sus empellones, al final el goce de ambos estaba asegurado entre sus fantásticos ayes de placer y mis grititos.
Dijo “Mi Dios” y su hirviente lava comenzó a crecerme desde adentro. Estaba siendo inundado por un río de espuma y para nada importaba perecer ahogado, morir de placer con gesto beato en ambos rostros. Hasta que de pronto, horror, el feroz gruñido de un inmenso perro negro se acercó hasta mi propia cara babeando. El animal sí parecía querer robarme un beso y luego masticarme por completo. Oí silbidos y a alguien deteniéndolo. Otro tipo se acercaba, sería su dueño, apenas pude colocarme los pantalones y ya estaba cerca nuestro. Linterna fidedigna, la luz de la luna al enfocarlo, destrabada de un par de negras nubes, me hizo pensar que estaba viendo alucinaciones.
Pero cómo. ¿Había otro? ¿Otro paisano sublime, igual al anterior?
Ellos se hablaron. Encontraste carne buena, hermanito le dijo al Primero.
El Primero respondió no sabés, este porteño es como una mina mismo.
¿Puedo? Me preguntó el Segundo. Por supuesto jamás me negaría.
El Primero, de inmediato, agarró la soga del inmenso animal desaforado, bebió un trago más de la ginebra, hizo un gesto indescifrable a modo de saludo y partió dejándome con su hermano mellizo.
El Segundo en verdad era idéntico, incluso en sabores y tamaños, aunque tuvo la torpe delicadeza de penetrarme enseguida y sin saliva.
Este tenía mucho vello donde poder aferrarme ante cualquier trastabilleo porque tampoco me permitió que le besara el centro de sus nalgas lunares, fabulosas, como el que ya había partido lamentablemente para siempre.
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