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› Por Alejandro Modarelli
Pendejo, tesoro, no derrames la ira de tu plenitud veinteañera contra nosotras, las locas del ocaso. Dejanos ser así, maduradas por la erosión de la mirada ajena, sordas al insulto que nos proporciona el espejo, pero hábiles cazadoras todavía para conseguir la presa nutricia. Mis piernas que ahora se arrodillan con un muy controlado temblor tienen todavía fuerza para soportar el placer de una mamada, y el embate trasero de la lanza. Y aunque algunas amigas ya no lo despunten, ese vicio vital sigue siendo la mano que da cuerda a su memoria, la forma de paraíso en que se les presenta la vida pasada, y que en un futuro inmóvil, cuando les vaya costando respirar, mantendrá abiertos sus pulmones.
Muchas maricas de mi edad rinden homenaje al deseo como a un prócer muerto, ahora que tomaron la decisión de alejarse de la aventura callejera. Aman a Eros, a pesar de que lo sienten ya como un amigo que no visitan. En general, viste, se ama mejor lo que no se tiene cerca. Antes, cuando eran socios, ni cuenta se daban de su bienaventuranza. Es parte de los contrastes de la existencia. Las lágrimas y la alegría se mezclan en el hechizo de la memoria. En ese recipiente, las viejas que hoy vuelven a ser vírgenes resucitan el pecado de la carne, por fin. Te cuento, además, que el recuerdo de tanto esperma derramado en el combate de la gaya vida es un antídoto contra el Alzheimer y la artrosis. Un pharmakos que duele y cura, como para mí sigue siéndolo el cuerpo pleno de un chongo contra mi cuerpo, que ahora es un saco de carne que se empequeñece, cada año un poco más, y por ahí llegará el momento en que tenga la misma dimensión que reflejaba el espejo del baño hace sesenta años, cuando me asaltó por primera vez esa epilepsia menor que es la eyaculación.
El comienzo de la vida eyaculatoria me metió de lleno en la comunidad moral. Cuando era chico, el derramamiento del semen me parecía un asunto de importancia republicana. La vida eyaculatoria, entonces, se superponía a la vida del espíritu, y entraban las dos ensambladas a la gran escena social del bachillerato y la Iglesia; el gimnasio y el remordimiento. Después, cuando la erección decayera, sólo debería quedar en pie la vida del espíritu.
Deberías preguntarte si la repugnancia que te produce la sexualidad de nosotros los viejos no es también horror ético al semen que excretamos como si se tratase de una usurpación de los humores de la vida útil. Se supone que nuestro semen es ahora débil, perezoso, y como tal se vuelve para vos inoportuno e inadecuado. Pero un pensamiento así, mi querido pendejo, te convierte en no más que un fraile conservador bregando por el buen uso del cuerpo humano para la sana reproducción de la especie, en este caso de la especie modélica gay, que a pesar de haber producido tantos beneficios libertarios debería ser hora de reformular.
Un cuerpo viejo como el mío, cuya sexualidad está intacta, te resulta infame. Quien se retira a tiempo, quien desaparece del juego respetando así los tiempos de la vida eyaculatoria, merece en cambio para vos un poema agradecido de despedida. Se gana el respeto debido a los muertos. “Mano de viejo mancha...”, escribió Luis Cernudas. No quiero ese epitafio para mi juventud perdida.
Ni “viejo patético” ni “viejo puto” son categorías que mientan ni que ya me hieran. No tengo la dignidad que me pedís. No me hacen daño esos insultos de tu aguijón, porque sé que la juventud autoriza herir aquello que revela por contraste su paso rápido, su entera inutilidad en hacerse eterna y quizá la errante existencia del universo que cambia en direcciones que uno no le exige y ni siquiera aprueba. La juventud engaña sobre el valor de las cosas, creo que ya algo de eso te dije, y para un gay divino como vos es el único sitio donde el cuerpo encuentra un sentido.
Cuando pasás por nuestras mesas de El Olmo, dejás caer el pañuelo de tu repugnancia, que yo no recojo, de eso se encargan los muchachitos que nos acompañan. “Y a esa marica qué le pasa”, dicen. Además, ya deberías entenderlo: arrimamos las sillas de los taxi boys para aferrarnos a un cuerpo que nos halague porque somos estrellas que se apagan, pero que derraman en su difuminarse polvo de oro.
No es a mi madre ni a mi padre aquello que no querría olvidar cuando llegue el momento. Que esos muertos queridos y odiados no se hagan ilusiones; ellos fueron menos importantes e interesantes que mi cuerpo organizando sus tertulias del sexo. Antes de que el burócrata clínico desconecte el merdoso respirador artificial, quiero que me visiten por última vez otros fantasmas, las imágenes de los grandes orgasmos vividos.
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