Vie 04.01.2013
soy

Midiendo el aceite

Los musculosos aceitados que se revuelcan en los pastos y que para vencerse uno al otro meten mano en el bulto bajo los ajustados pantalones son protagonistas del deporte nacional en un país donde la homosexualidad es tolerada, pero a duras penas. El espectáculo es una demostración de hombría y de fuerza, y nada tiene que ver con la “inversión”. El ojo actual –que hace unos años no veía como gay ni a Liberace– hoy encuentra a pocos pasos de Estambul o en YouTube su homoerótico festín.

› Por Pablo Castoldi

La primera vez que vi imágenes de este deporte, en una revista vieja de National Geographic, quedé impactado, no podía ser cierto (una lucha cuerpo a cuerpo entre dos hombres embadurnados en aceite de oliva, que además es el deporte nacional del país, Turquía, para disfrute de ellos y de toda la familia). Entonces me prometí que algún día iba a estar ahí.

La leyenda cuenta que durante un descanso en una campaña militar del Ejército Otomano, los dos más grandes y feroces guerreros se trenzaron en una lucha descarnada, no se sabe bien por qué. Hay quienes afirman que fue un gusto del sultán que los conducía, que ofreció un pantalón de cuero y un cinturón de oro para el más fuerte. El caso es que lucharon, lucharon y lucharon hasta morir juntos de cansancio a los tres días. Al volver de la expedición, pasando por el mismo páramo, los soldados descubrieron que en el lugar donde habían enterrado los cuerpos había surgido un oasis. En ese campo sagrado comenzó la competencia que se ha mantenido año tras año desde hace más de 2000 años hasta hoy, es la competencia más antigua del mundo que se celebra sin interrupción. En el Imperio Otomano, los luchadores aprendían este arte en escuelas especiales, que no eran centros simplemente atléticos, sino también centros espirituales, donde se les enseñaba que el hombre no es sólo materia sino también espíritu. Para la lucha embadurnaban de aceite al contrario antes del combate, como demostración de equilibrio y respeto mutuo.

Durante todo el año se disputan combates en todo Turquía, pero a principios del verano más de mil luchadores de todas las escuelas, los hombres más fuertes de los Balcanes, se congregan a sólo unos kilómetros del lugar de la leyenda, el Kirkpinar, a doscientos kilómetros de Estambul. Cada encuentro hoy dura unos 30 minutos; si no se determina ningún ganador, se añaden otros 15 minutos de lucha. La competencia dura tres días, como en el mito. Primero luchan los más jóvenes, se van eliminando hasta quedar sólo dos. Si un joven le gana a uno más viejo debe besar su mano. Todo el tiempo hay varias parejas peleando a la vez, menos en la final, a la tarde del domingo, en que asiste el presidente de Turquía.

Toda la historia me hacía agua la boca y el año pasado finalmente fui, asistí a la edición número 648 del deporte que en turco se denomina yagli güres.

La carne y el aceite

El campito de batalla está a las afueras de Edirne, que aunque supo ser capital del Imperio Otomano y residencia de verano del sultán hasta la caída de Constantinopla, ahora es una ciudad muy chica a la que le quedan grandes las mezquitas y tres de los más suntuosos baños turcos del país.

Alrededor del campo el clima es como el de una gran kermés. Juegos mecánicos viejos, puestos de puntería, comidas típicas increíbles como una dona de pan gigante que crece mientras 10 personas la hacen girar alrededor del fuego, mucho narguile. Cientos de familias gitanas se van instalando desde una semana antes con sus enormes alfombras, comen, duermen y todo ahí. Es hermoso.

Se llega caminando por un campo de girasoles, y al costado, poco antes de llegar, me señalan, está el primer hospital de salud mental, el Sultán Bayezid II Complex, el lugar donde se comenzó a curar enfermedades mentales con música, aromaterapia.

¡Estoy aquí! Veo a los hombres. De pueblo, de ciudad, todos los tamaños, jóvenes la mayoría, llevan unas tiras de cuero cosidas a mano, el kisbet se llama, tradicionalmente estaban hechos de piel de búfalo de agua, ahora también de cuero de becerro. Son preciosos. Pesan 15 kilos más o menos y llevan bordado con tachas en la cola el nombre del luchador y la escuela a la que pertenece.

¡Estaba ahí! Qué emoción ver esos trajes, esos chongos, tenía la sensación de llegar a mi “Meca” por fin. Mi primera sorpresa fue ver que, lejos de los machos rabiosos que pensaba encontrar, los luchadores eran de dulce de leche. Todo el tiempo abrazados entre ellos, dándose besos, siempre de la mano. Cada vez que un amigo perdía, volvía llorando desconsolado y se abrazaba a llorar con sus amigos afuera del campo, que ya lo estaban esperando todos llorando.

Campo de juego, campo minado

Me habían dicho que tuviera cuidado, que si bien hace poco en Turquía la homosexualidad dejó de ser un delito, no está muy bien vista. Se han abierto cafés y clubes con una clientela abiertamente gay en Estambul, y la marcha del orgullo gay del verano pasado –única en el mundo musulmán– fue la más grande de la historia. Pero más allá de la capital, afuera la podés pasar muy mal, puede haber alguien que quiera hacer justicia normalizadora por su propia mano. Para Çakir, periodista y miembro de la organización Lambda Estambul, las parejas del mismo sexo tomadas de la mano por la “supuesta” calle gay de Istiklal Caddesi o las fantasías porno en los baños turcos son postales vacías. De hecho hace poco un padre mató a su hijo que quería casarse con un hombre. Sí, el horror, la barbarie, pensé, pero no privativo de los países del “otro lado”, no lo olvidemos. En un país tan orgullosamente abierto (por lo menos en lo que respecta a las leyes) fue asesinada por el padre de su novia Natalia Gaitán. Todavía hoy muchas travestis aparecen muertas “misteriosamente”. Claro que en Turquía, en septiembre de este año se agregaron nuevas leyes en el código militar, la normativa califica las relaciones gay como “contacto anormal” y las castiga con la expulsión del soldado de la tropa. Si uno demuestra que es gay (a veces piden fotos en las que uno está haciendo de pasivo y relatos bien jugosos para pasar la prueba) se salva del servicio militar.

Con esta idea en la cabeza miraba a esos hombres tocarse, frotarse con aceite para las delicias de grandes y chicos.

Básicamente durante el juego se intenta controlar al rival pasando el brazo a través del kisbet, o sea por adentro del pantaloncito de cuero. El detalle es que, como abajo no llevan ropa interior, están todo el tiempo tocándose, a veces la gente se aburre porque no se mueven por 10 minutos con las manos ahí. Un estadio lleno de hombres mirando a dos hombres bañados en aceite de oliva con las manos dentro de los pantalones.

Estuve todo el tiempo entrando y saliendo del estadio, lo más lindo era ver los recibimientos de los amigos de los luchadores, y ya que estaba espiar como “sin querer” el momento en que se quitaban los pantalones de cuero, un enchastre. Otro detalle: tienen que llevar los pantalones bien atados en las pantorrillas para que las manos sólo entren por arriba, así que siempre hacía falta alguien que ayudara a limpiar tanto aceite acumulado. Un servidor.

En un momento se me cruzó una idea loca, casi apolítica dirá alguien: ¿a quién le hace falta ser homosexual si el amor entre los hombres es real y fáctico, visible a los cuatro vientos? El deporte nacional de Turquía es lo más homoerótico que vi en mi vida. Como una excepción, como un carnaval, como un espacio donde las reglas del juego inventado hace siglos resultan más potentes que las reglas que rigen la frontera entre lo normal y lo que no. No sé cómo se ve este juego entre los habitantes del lugar, no sé si la mirada queer ha hecho su entrada en esos cuerpos, lo que sé es que es un momento tremendamente feliz para los que juegan y los que miran.

El tercer tiempo

Cuando terminó todo, a eso de las 7 de la tarde, salí con la caravana encabezada por el campeón. El camino pasaba por el baño turco más grande, el del complejo Selimeye Mosque y, como se imaginarán, ahí entré yo. Pensé que estaría lleno, pero sólo había dos muchachos que me dieron una gran bienvenida y resultaron ser fotógrafos aficionados, por las fotos que después me mostraron, entiendo que “en bultos y adolescentes”. Al rato aparecieron tres luchadores, semidioses, todavía sucios de aceite y con ellos dos niños de máximo diez añitos. Los reconocí enseguida porque en el campo de batalla me había llamado mucho la atención: uno de ellos había perdido en su combate y no podía levantarse del piso de tristeza, entonces el otro que le gritaba como loco de atrás de las vallas de repente saltó y esquivando policías y referís alzó a su amigo de 100 kg, lo cargó sobre sus hombros y le dio una vuelta olímpica de consuelo. Eran ellos, se desnudaron y los chiquitos empezaron a lavarlos con jabón. Fue una de las escenas más hermosas de mi vida. La luz del atardecer entrando por los agujeritos de la cúpula iluminando el vapor del aire y las siluetas de los héroes, la emoción de sentir como esos niños, el éxtasis.

Estaba desbordado de belleza pero, como la humedad y la vejez ajada de las paredes del haman, mezclada con una sensación triste, qué despropósito las barreras que nos imponemos para estar juntos, para tocarnos sin temor.

Siempre pensé que la pasión loca de los deportes tan masculinos estaba directamente relacionada con la imposibilidad de que algún día, por fin, se coman la boca a besos. En fin, la lucha turca me pareció puro amor. Lucha como metáfora de lo que hay que pasar para llegar a estar con quien uno más quiere, descansando en un oasis.

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