Se acaba de editar por primera vez en castellano una antología de poemas escritos por soldados que murieron durante la Primera Guerra Mundial. Cartas, muchas veces encontradas en los bolsillos de los propios soldados, reunidas ahora por Borja Aguiló y Ben Clark bajo el título Tengo una cita con la muerte. Algunas de esas poesías recuperan una tradición que narró el sexo entre muchachos en las trincheras y el dolor por la pérdida del amigo.
› Por Adrian Melo
“Durante la guerra del ’14, los hombres vivían totalmente juntos, unos sobre otros, y eso no significaba nada para ellos... Aparte de algunas frases generales sobre la camaradería y la fraternidad espiritual, de algunos testimonios muy parciales, ¿qué sabemos de los huracanes afectivos, de las tempestades del corazón que pudo haber en aquellos momentos? Y podemos preguntarnos qué es lo que hizo que la gente aguantase, a pesar de todo, en aquellas guerras absurdas, grotescas, en aquellas matanzas infernales. Sin duda fue un tejido afectivo. No quiero decir que seguían combatiendo porque estaban enamorados unos de otros. Pero sí que el honor, la bravura, el no quedar mal, el sacrificio, el salir de la trinchera con el amigo, frente al amigo, implicaba una trama afectiva muy intensa. No es por decir: ‘¡Ah, he ahí la homosexualidad!’. Detesto ese tipo de razonamiento. Pero sin duda hay ahí una de las condiciones, si no la única, que permitió esa vida infernal en la que los individuos, durante semanas, se atascaran en el lodo, los cadáveres, la mierda, y murieran de hambre y estuvieran ebrios por la mañana, a la hora del ataque.”
Estos sentimientos homoeróticos y afectivos que surgían en aquellas situaciones horrorosas de la guerra descriptos elocuentemente por Michel Foucault fueron cantados antes por numerosos poetas mayoritariamente ingleses, y llegaron a formar parte de una tradición que es valiosamente recuperada en esta antología.
Las amistades intensas y el sexo entre muchachos en la guerra fue poderosamente escrito tanto por gays confesos, como Siegfried Sassoon, como por personas que llevaron una vida predominantemente heterosexual como Robert Graves. En este sentido, el más paradigmático de esos poetas soldados, Wilfred Owen, ocupa un lugar central en el poemario. Muerto en batalla en noviembre de 1918, Owen criticó prematuramente el belicismo y el nacionalismo exacerbado y se concentró en la imagen del joven que sacrifica su belleza en los altares del capitalismo. Así, en su poema “Arms And The Boy”, describe el entrenamiento de un soldado para la masacre y la contrapone a otros usos que el muchacho hubiera podido dar a sus dientes, sus dedos y sus cabellos:
Deja al muchacho comprobar el filo de la bayoneta / Cuán frío es su acero...// Ayúdale a acariciar esas ciegas y brutales balas redondas / Que sueñan con alojarse en el corazón de los muchachos, / O que se le dé cartuchos de cinc cortantes como dientes, /Tan hirientes como el dolor y la muerte./ Pues sus dientes están hechos para mordisquear sonriente una manzana / Ninguna zarpa se oculta tras sus ágiles dedos; / Y Dios no hará crecer garras en sus talones,/ Ni cuernos en su ensortijado cabello.
Pero es sobre todo en poemas como “To My Friend” o “Stranger Meeting” donde Owen expresa más apasionadamente el amor frustrado y doliente que surge cuando la primavera y el verano se ciernen sobre las trincheras. En el primero ofrece su chapa de identidad de soldado en recuerdo de un amigo en lugar de cualquier monumento glorioso con el que haya podido soñar algún joven de su generación:
Que mi postrer adiós sea esta chapa de soldado... / Llévala, dulce amigo, sin mención de fechas ni de hazañas./ Pero puedan los latidos de su corazón besarla día y noche, / En tanto que mi nombre se va difuminando hasta quedar borrado.
“El extraño encuentro” es el contacto fugaz entre un soldado alemán y uno inglés que se han herido mutuamente y conversan antes de morir. Hablan de la vida que habrían llevado y que la guerra les arrebató, del amor que habría podido existir entre ambos y el odio que arrastrarán por sus muertes las generaciones venideras: “Yo soy, amigo mío, el enemigo que mataste”, culmina el poema. Tópico que retomará Jorge Luis Borges en su poema “Juan López y John Ward” con el escenario de la guerra de Malvinas como trasfondo.
Asimismo, durante la Primera Guerra Mundial, y durante algún tiempo después, la escritura elegíaca, el canto fúnebre de un amigo o camarada a otro soldado que perdió su vida (las dichas de la juventud, los goces del cuerpo, las distintas posibilidades de amar y de vivir) llegó a ser la forma más importante de la expresión lírica en la literatura inglesa. Este tópico retornó al abanico poético gay durante la pandemia del sida en poesías que los amigos / amantes les dedicaban a los muertos por la enfermedad. Pero incluso el que es considerado uno de los poemas mayores del siglo XX en lengua inglesa, “La tierra baldía”, fue en un principio una elegía de T. S. Eliot a su amado amigo Jean Verdenal, víctima también de la Gran Guerra.
La antología tiene como base la más amplia Up the Line to Death. The Wars Poets 1914-1918, publicada en 1964 por Brian Gardner. Sobre aquella recopilación, Borja Aguiló y Ben Clark seleccionaron a 21 poetas jóvenes que combatieron y murieron en los campos de Francia o en los hospitales militares. Si bien su criterio para esta edición bilingüe fue elegir a los que murieron en combate, hay una excepción, la de Rupert Brooke, que murió de una sepsis provocada por una picadura de mosquito.
Rupert Brooke llegó a transformarse, merced a su belleza, en un icono gay de su generación. Según las crónicas de la época, sus dos metros de altura y el nimbo de oro de sus cabellos obligaban a la gente a detenerse en las calles a contemplarlo y llevaron al poeta irlandés William Butler Yeats a describirlo como “el joven más guapo en Inglaterra” y estremecieron al inconmovible Henry James, que llegó a decir sobre él que, si encima fuera buen poeta, perdería la cabeza. A la vez que halagaba su hermosura, James criticaba el nacionalismo exacerbado de Brooke, que en su poema más celebrado, “El soldado”, escribió Si he de morir, pensad esto de mí: hay un rincón de tierra extranjera que es ya de Inglaterra para siempre.
Tales como los escritos de Brooke, que murió en 1915, los primeros versos de la guerra que recoge esta antología son pasionales y patrióticos, henchidos de patriotismo. Sus autores son muchachos que ignoran el matadero al que se dirigen. Pero a medida que avanza la contienda, las palabras se tornan sombrías, teñidas de desilusión. Y empiezan las imágenes realistas de los millones de los muertos sin boca marchando por tus sueños en batallones pálidos o la masa atestada de cadáveres donde si llegas a reconocer un rostro hasta entonces amado / debes saber que es un espectro. / Nadie viste la cara que conocías / la gran muerte los tiene poseídos para siempre (Charles Hamilton Sorley). Hasta las denuncias a la tríada Estado / Padres y Prensa: Id y ayudad a engrosar las listas / con los nombres de los muertos. / Id a ayudar a completar una columna / A los malditos periodistas (E. Machinstosh). Y los últimos poemas concluyen muchos de ellos con la hermandad con el enemigo Cuando haya paz, entonces podremos ver de nuevo con nuevos ojos la verdadera forma del otro y su grandeza.
Georges Dumezil, uno de los maestros de Michel Foucault, fue movilizado en 1916, a los dieciocho años, y pasó dos años de su vida en el infierno de la guerra. Sin embargo, cuando se refería a esa trágica experiencia solía decir que entonces había conocido una libertad que sólo semejantes situaciones extremas hacían posible en aquella época. Redoblando la apuesta, afirmaba que nunca había sido tan feliz ni tan eróticamente desenfrenado y aludía a las “ruidosas fiestas de nuestros veinte años”. En iguales términos solía hablar James Whale, que en la década del treinta plasmaría sus experiencias en la Gran Guerra en películas de terror paradigmáticas tales como Frankenstein y La novia de Frankenstein, en donde conviven el horror con la búsqueda de la amistad y del amor entre marginados. Quizá fueran esos y otros tantos sentimientos encontrados los que llevaron a William Noel Hodgson, el 1º de julio de 1916, premonitoriamente dos días antes de ser mortalmente herido, a escribir: Por todos los placeres que voy a perderme, ayúdame, Señor, a morir.
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