En 1981 el artista pop Andy Warhol y el joven fotógrafo Christopher Makos eligieron pelucas de mujer en la tienda de Jean Louis, calle 57, Manhattan. En dos días de sesión fotográfica dieron forma al proyecto “Imagen alterada” que hoy se expone en España y se despliega en un libro de retratos, con el nombre de Lady Warhol (Ed. La Fábrica). El modelo es siempre Warhol y el resultado no es una versión drag ni un Andy transformista, sino un muestrario esencial de la identidad difusa y móvil. El género, en el rostro hospitalario de Warhol, aparece reducido a unos pocos accesorios (peluca, rimmel, rouge) y amplificado por la entrega entre sensual y dramática del acto de posar.
› Por Liliana Viola
Marcel Duchamp, que dedicó los primeros años del siglo XX a robarles ideas a casi todos los que llegaron más tarde, ya lo había hecho. El proyecto Rrose Sélavy donde se lo ve espléndida y con aires aristocráticos y ardientemente discreta muy a lo Victoria Ocampo versión Man Ray, data de 1921. Dijo que se había propuesto experimentar el cambio de identidad, una búsqueda de estar en el otro, o en la otra, sólo que en su caso el acento estuvo en el trayecto más que en la llegada, o más en llegar que en el dónde. De hecho, lo primero que pensó fue “mudarse” a judío, y no habrá tardado mucho en concluir que cambiar de género iba a resultar mucho más sencillo. Se puso un nombre, colocó su imagen como argumento de venta en un frasco de perfume de violetas (“Rose era el nombre más ‘feo’ para mi gusto personal y Sélavy el juego de palabras fácil. C’est la vie [Es la vida]”), además le/se otorgó una vida independiente y signada por su apariencia, la culturosa y sensual Rrose figura como autora de textos críticos y de algunos readymades que completan y distorsionan la misma obra de Duchamp.
Casi un siglo después, en los ’80, cuando la visita a la ambigüedad con picos de transformismo, shows de drags queens y un activismo trans en las calles era para muchos una performance de Nueva York (hasta David Johansen, el cantante de New York Dolls, usaba jeans y tacos altos) la propuesta de Warhol y el fotógrafo Christopher Makos sigue siendo original e ilustrativa de un futuro que presagió por entonces Jean Baudrillard: se viene una era transexual en la que el destino del cuerpo es volverse prótesis y el de todos, ser transexuales. Para Baudrillard, Warhol era la figura emblemática del travestismo de la estética, “un mutante solitario, precursor de un mestizaje perfecto y universal del arte, de ‘una nueva estética’ para después convertirse en precursora de ‘todas las estéticas’”.
Pero Andy, o el futuro, es más compleja que la predicción del filósofo, y para empezar consigue dar una vuelta de tuerca a su predecesor más allá de que el mismo Makos no lo viera o pecara de falsa modestia: “En parte debido a que no sabíamos qué otra cosa hacer, nuestro proyecto no era una excepción a la regla; mezclamos elementos estilísticos para expresar la ambigüedad sexual, echando un ojo a la confusión y a la alternativa de géneros, inconformistas. Ocho pelucas, dos días posando, 349 tomas, todas reproducidas por primera vez en este libro. El resultado es que incluso ahora algunas personas me preguntan si Faye Dunaway está oculta en alguna de las fotos”. El fotógrafo cuenta que cuando Warhol comenzó a posar lo hizo casi sin maquillaje y sin ningún montaje. Se asustaron, les pareció que tan poco artificio no bastaba para ser una mujer de verdad, “en la primera Andy vino producido de la misma manera que venían las mujeres que le hacían los encargos de retratos. En estas fotos tiene la misma expresión que los retratados por Cindy Sherman. Inserté estas tomas solo por su importancia, sabiendo que serían muy valiosas con el tiempo. Y luego estaba la sesión glamorosa, y con las ayuda de un artista maquillador profesional del teatro, Andy se convirtió en una mujer extraordinaria”. Para él, ésas son las “logradas” y también para Warhol, quien munido como siempre de Polaroid y grabadora, registró aquéllas en las que está “montada” la gran novedad de la última megamuestra que se hizo en Buenos Aires hace unos años. Sin embargo, es en las que parece no encajar del todo con el modelo donde Warhol consigue dejar en evidencia el grado de construcción que hay en lo femenino y lo masculino, así como también su maleabilidad. Asombrada, herida, provocadora, hay que mirar un rato largo, como esos ejercicios de ilusiones ópticas, para encontrar en ese rostro que combina a Warhol, a la mujer que persigue y al hombre que resta, el sujeto que resulta. El rostro, siempre atribulado, eso sí, no le quita dramatismo de telenovela al pase de un lado al otro.
Para empezar, Warhol ya estaba transformado, ya había fabricado (no sólo por un juego de palabras era dueño de una Factory) una identidad visitante para sí mismo con unas 500 pelucas platinadas (y no pelucas de hombre ni de mujer, sino pelucas de W), polera negra, kilos de base de maquillaje que habían dejado atrás una herencia biológica marcada por la calvicie, el acné, cejas rebeldes, intermitencias de pigmentación, una nariz muy roja (los miembros de su familia lo llamaban “el napia roja warhola”), arrugas de siempre la misma expresión, entre otros signos vitales. “Cuando hice mi autorretrato –dice Warhol en Mi filosofía de la A a la B (Tusquets)–, dejé a un lado todos los granos, porque así debe hacerse.” La justificación, que bien puede ser manipulada por los defensores del photoshop a ultranza, termina siendo en él una defensa de la esencia, y la esencia no es otra cosa que la opinión que uno tiene de sí mismo: “Los granos son una condición temporal, y nada tienen que ver con tu verdadero aspecto. Omite siempre las taras: eso forma parte del buen retrato que deseas”. El retrato, lejos de ser un capricho, es una construcción. No un reflejo sino construcción, el retrato, como las mujeres de esta serie no emulan, son.
Hay que mirar muy a los ojos a la mujer que consigue ser Duchamp para encontrar, agazapada, la sonrisa del autor que espera, tras el kohol, el sombrero, las sensualidades de época, capturar la sorpresa o incluso el espanto del espectador. Duchamp, en algún punto, está escondido más que transformado, la broma es experiencia aunque biombo. Pero la mujer de Warhol no tiene nombre. Y además, no es una sola. Con pulsión más consumista y glotona que teórica, el que posa va siendo ella o aquella según las pelucas que elige él. En sus diarios anotó que tuvo en mente (y sus ojos lo dicen), con odio, admiración e intriga, a algunas de las divas o ricachonas que habían posado para sus retratos. Otra diferencia con Duchamp: Warhol está desnudo y su cuerpo enjuto (o andrógino si lo vemos desde la nueva era) es todo el atavío (el mismo que sirve para hacer un hombre flaco o elegante) con el que se arma la mujer nueva. Comparten, eso sí, la palabra “proyecto” con su connotación de “noarte” moderno, del estar en tránsito y en busca de “financiación”. Desprovisto de sus hábitos, se ofrece a un supuesto backstage (Makos incluye tomas en las que se ven las espaldas o tan solo las manos de los personajes secundarios que le arreglan el pelo y le pintan la boca), con la vulnerabilidad del que aún no está armado. Las fotos, con fondo blanco y luz que todo lo aclara (y ésta fue una decisión a la hora de diferenciarse del modelo Duchamp) subrayan la cara/página en blanco de Warhol donde parece obligado el gesto de dibujarse de nuevo. En la cabeza, un velo blanco, toalla que oficia como cubrepelada, como manto virginal y como garantía de cierta asepsia, que se completa con la sábana sostenida por las axilas, medium entre la sensualidad de la pudorosa que se cubre los pechos y la indefensión de quien, acto seguido, podría ser conducido a una sala de cirugía.
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