PORNOREQUIEM
› Por Kado Kostzer
No me gusta la pornografía. No soy pacato, ni moralista. La pornografía simplemente ¡me aburre! Quizá sea una deformación profesional. Soy hombre de teatro y ya es sabido que los teatristas no somos muy afectos a ver espectáculos ajenos, quizá peor aún, no nos gusta ser público sino ¡protagonistas!
El 27 de enero del 2013, buscando material para un proyecto, la casualidad (a lo mejor no) quiso que Internet me llevara hasta a un corto pornográfico gay. Uno de sus protagonistas capturó mi atención de manera insólita. Sí, se trataba de un hombre buen mozo, con un cuerpo bien entrenado en gimnasio, y en camas (según supe después), quizá demasiado apasionado o más de lo que requiere el género. Retuve el nombre y al hombre y me remití al siempre salvador Google. Arpad Miklos, una verdadera estrella del “género para adultos”, como le dicen a la pornografía para disimularla. Nacido en Budapest, había trabajado en la industria química hasta que fue descubierto para el cine porno gay. Su camino al estrellato lo llevó hasta Nueva York en el 2003. Allí se consagró definitivamente, participando en 60 films e incursionando a la vez como cotizado escort (otro término que disfraza al trabajador sexual sea cual fuere su sexo). En su página web, inaugurada no hace mucho, cuando se independizó de agencias seguramente explotadoras, estaban su e-mail, su número telefónico y sus limitaciones. Nada de drogas. Sexo seguro. Versatilidad absoluta, ¡salvo ser penetrado! Especificaba con claridad las horas en que no atendía el teléfono (de 2 de la madrugada a 9 de la mañana), supe que respondía prolijamente a todos los mensajes que le dejaban y que muchos potenciales clientes sin concretar nada habían charlado amenamente por teléfono con él más de una vez. Me enteré, además, de que por sólo u$s 39,90, más gastos de envío, era posible tener una réplica, plena de verismo y fabricada en sensafirm (material plástico muy flexible y de fácil limpieza) de su codiciado miembro viril de 9 pulgadas (equivalentes a 23 cm que dan idea de más). Un objeto de consuelo más democrático para aquellos a los que por lejanía o motivos económicos les es imposible pagar los u$s 350 por una hora (que no es suficiente) o u$s 1600 por toda una noche.
En un reportaje decía que la clave del éxito y la principal cualidad como escort era “ser agradable” (being nice). También reflexionaba sobre los prejuicios más generalizados contra los que como él practicaban ese oficio. Decía que se los tildaba de tontos, de perezosos como para tener un trabajo verdadero, de perseguir nada más que el dinero y de ser unos enfermos para acostarse con tanta gente. En RentMen (su nombre lo dice todo) leí cuidadosamente, sin perder detalle, los comentarios y recomendaciones de sus satisfechos clientes. La lista de adjetivos era tan extensa como halagadora: dulce, inolvidable, cautivante, sensible, afectuoso, tierno, humano, agradable, simpático, potente, cariñoso, adorable y muchos etcéteras más. Frases elocuentes llenaban metros y metros de espacio de mi monitor: “Vale cada dólar que le pagué”. “Hombre con H mayúscula.” “Superó mis fantasías.” “Me miraba a los ojos mientras me cogía.” “Me recibió con un caluroso abrazo que me hizo temblar de emoción.” “Gozaba haciéndome gozar.” “Era la segunda vez que nos veíamos y se acordaba detalles del primer encuentro.” “Me dejó una sensación de plenitud que guardaré hasta mi último día de vida.” “Magnífico besador.” “Nunca miró el reloj.” “Me hizo sentir en el paraíso.” “Después de estar con ese dios todo lo demás será poco para mí.” Otros colegas de Arpad tenían en sus blogs dos o tres breves comentarios, él decenas de encendidas piezas literarias. Fabuloso personaje, pensé y compartí este súbito interés, casi una posesión, con Sergio, mi adorado amigo, socio y muchas cosas más. Pensaba el sacrificio que sería para el tan elogiado escort “ser agradable” con clientes que no lo atrajeran físicamente, incluso que le repugnaran, pero parecía que su premisa de “ser agradable” la llevaba hasta las últimas consecuencias.
En las fotos de pornografía gay, que nunca despertaron mi curiosidad, esta vez encontraba algo que me atraía irracionalmente, Arpad, siempre diferente de los demás. Posando con atuendos leather, no se lo veía amenazante, sino como un niño bueno, promedio 10 de la clase, al que para Carnaval lo disfrazaron de pirata. Del ridículo que impone el género él salía indemne con su apostura gallarda, natural apasionamiento y cierto gesto de tierna ironía. No había dudas de que se trataba de alguien especial en ese medio: europeo, de la Europa Central, con infancia pasada en un régimen comunista, musculatura de-sarrollada con sudor y sin esteroides anabólicos, sonrisa franca y no forzada, carencia de tatuajes... Quizás el único defectito visible era un arito en su lóbulo izquierdo (¿sus ancestros gitanos, quizá?).
A los dos días de mi descubrimiento de Arpad Miklos, ¡que llevaba ya 15 años de estrellato en el business!, se me ocurrió el argumento de un film que lo tendría como protagonista. Nada de porno, aunque sí rozando el tema.
Ese día nos tocaba, a Sergio y a mí, la limpieza semanal de nuestro departamento, tarea que se inicia a primera hora. Nuestro furor creativo era tan intenso que yo dejaba de pasar Mr. Músculo por el vidrio que protege el dibujo de Leonora Carrington para invocar a Mr. Arpad y visitar a Sergio, que en la cocina frotaba con Cif (no somos fieles a ninguna marca) los azulejos. Le llevaba una idea que perfeccionábamos juntos. Minutos después él venía a la sala y yo tenía que apagar la aspiradora para escuchar su nuevo aporte al argumento del fantaseado film que iba tomando forma rápidamente. Abandonados antes de mediodía, por fin, trapos, franelas y productos altamente tóxicos, y despojados de nuestros roles de amas de casa, recuperamos el de escritores, concluyendo la tarea a la madrugada con más divertidas peripecias de nuestro personaje.
La acción hoy en un barrio porteño. ¿La Boca? Dos mariquitas, Javier dueño de una modesta peluquería de señoras y Atilio empleado en una oficina de Correo Argentino, no sólo comparten un humilde PH, sino el gusto por la pornografía gay. No son pareja ¡Dios-libre-y-guarde! Cada día, apenas tienen un rato libre, se instalan frente a la compu deleitándose con esas coreografías corporales ajenas de las que gozan gratuitamente. Su ídolo es Arpad Miklos de Nueva York: viril y sensible, tierno y rudo, buenmocísimo y nada engreído.
De atenderlo en la ventanilla del correo Atilio conoce a Marcelo, un traductor y ocasional escritor. Cada vez que va a despachar algo intercambian unas palabras y nada más. Sus envíos están destinados a concursos literarios que nunca gana. Intrigado por los largos comentarios en inglés que incluye la página web de Arpad, se le ocurre a Atilio invitar al traductor a su casa para que desentrañe esos contenidos misteriosos. No es sorpresa para Marcelo tanta pasión por la estrella porno que él también admira. Antes de concluida la visita y, estimulados por las imágenes y por un par de copas, los tres deciden que Marcelo, que domina el inglés, llame a Nueva York. La sorpresa es que Arpad en persona responde el teléfono y comienzan una larga conversación que incluye deliberaciones sobre fechas y dólares. ¡El cotizado escort estaría encantado de venir a Buenos Aires! Como el costo del traslado y honorarios están fuera del alcance de cualquiera de ellos deciden “hacer una vaquita”. Marcelo conseguirá tres inversores más, ¡uno de ellos de origen húngaro, como el invitado! Una vez Arpad en el país, será uno, y sólo uno, de los seis apostadores el que tendrá una sesión íntima con él. Lo decidirá un sorteo que se realizará el día de la llegada, prevista para dentro de un mes. En el transcurso de esas cuatro semanas de preparativos se pelean, se disputan las acciones, es decir que alguno de ellos querrá tener doble o triple chance, trabajarán sin descanso hasta lograr reunir el 50 por ciento para complementar lo que ya se depositó, como adelanto, en una cuenta del Chase Manhattan Bank a nombre de Miklos. Resumiendo: el viajero desciende del avión ¡padeciendo parotiditis! (que no es otra cosa que las vulgares paperas). No admitido en el hotel, por razones sanitarias, se instala en el PH de Atilio y Javier. Allí los seis timberos del sexo lo cuidarán con cariño maternal, o de geishas, hasta su total mejoría y un poco más. Ninguno corre peligro de contagio, pues los que no padecieron paperas en su infancia están vacunados. Ya con la salud recuperada, y los testículos en su tamaño natural, ninguno terminará yendo a la cama con Arpad. Sí nacerá una amistad entrañable entre los siete. El visitante parte feliz, transformado.
FIN
A partir del punto final comenzaron nuestras conjeturas. Las positivas: “Sería una comedia divertida, distinta.” “A un tipo así, claro que le interesará la propuesta.” “Esta vez no se lo tratará como a un cacho de carne, será el centro de una trama divertida.” “Puede que le guste la idea.” “Sería un nuevo punto de partida para él.” “Una autoparodia.” Las conjeturas negativas, las paralizantes: “¡Otro guión más!”. “Ya tenemos dos escritos y nada hicimos para promoverlos.” “Ni siquiera contactamos a un productor para proponerle esta síntesis.” “¿Qué vamos a ofrecerle a Arpad?” “Pensará que somos dos delirantes.” “Es poco serio.” “Llamarlo sería un paso en falso.” No lo hicimos.
Teníamos su número de teléfono. Era sencillo descolgar el receptor, marcar cero luego el prefijo de Nueva York y el 917 346-9464 o enviar un e-mail. ¡Demasiado delirio para un solo día! Tendríamos que conformarnos con haber concluido la limpieza y realizado uno de nuestros frecuentes –y sin consecuencias– ejercicios de escritura. Por lo pronto, al día siguiente lo elemental sería hacer un registro de nuestro argumento. Simultáneamente lo traduciríamos al inglés, tampoco era cuestión, si lo solicitaba, de enviárselo en castellano –¡menos profesional aún para nuestra imagen!–. Dos días nos llevó reescribir, más mal que bien, la síntesis en el idioma de Shakespeare. Seguramente había errores gramaticales, pero llegamos a la conclusión de que se entendía bien y la calidad literaria no importaba demasiado, pues suponíamos que el inglés del húngaro tendría casi las mismas deficiencias que el nuestro.
Apenas media hora nos retuvo el trámite en el Registro de la Propiedad Intelectual.
De vuelta a casa, el poderoso imán de Google nos sentó frente a la computadora. En Wikipedia el tiempo de verbo de la biografía de Arpad Miklos había cambiado. El “is” (es) se había transformado en “was” (fue) y luego, entre paréntesis, 11 de septiembre de 1967 y la fecha del día anterior, 3 de febrero del 2013. En su departamento de lower East Side ¡Arpad Miklos, de 45 años, había sido encontrado muerto! Suicidio con pastillas. ¿Lucidez? ¿Cobardía? ¿Desesperación? ¿Valentía? En una nota, sin especificar las razones de su dramática decisión, dejaba instrucciones precisas sobre el destino de su cuerpo. Ese cuerpo de virginidad pública (su filmografía lo demuestra) que había sido objeto de tantos deseos. Recordé una escena de Subida al cielo, un film de Buñuel: el padre mira a su hijita muerta en un blanco cajón y murmura: “¿Verdad que era muy chula mi nena? Qué lástima que se la tenga que comer la tierra”.
No mucho más aportaban las escuetas crónicas de publicaciones casi marginales, salvo el dato de que Arpad estaba muy involucrado en la causa gay y contribuía para obras benéficas. Un amigo cercano expresó que sabía que estaba deprimido, pero no imaginaba que hasta el grado de quitarse la vida. También observó que era “un hueso duro de roer” y que nunca quería demostrar su natural melancolía disfrazándola de euforia. Era cierto, esa sonrisa magnética que me había capturado distraía de sus ojos algo más que tristones.
Suceden al impacto de la noticia una serie de autorreproches. Ingenuos algunos, sensatos los menos, omnipotentes los más: “Si lo hubiésemos llamado ese mismo día”... “Quizá nuestra propuesta insólita lo habría distraído de su terrible decisión”... “Su vida se hubiese salvado”... “Hubiéramos disipado tan negros pensamientos”... “Las pastillas asesinas habrían terminado yéndose por el inodoro”... “Podríamos haberle hecho entender que veíamos en él algo más que un objeto sexual”... “El diálogo hubiese sido entre artistas, no entre cliente y prostituto”... “Nuestra historia lo mostraba de una forma diferente, humana”... “Podríamos... Podríamos... Podríamos”. No pudimos. Perdón.
En vida Arpad Miklos ya era en los círculos porno gay una leyenda. Sueño de muchos y pesadilla de uno, él mismo. Muerto se lo llora. ¡Suicidio!, terrible destino para alguien esforzado en “ser agradable”, para un inmigrante que fue tras el sueño americano y en sus diez años en la Gran Manza-na seguramente se enfrentó a la pesadilla. Dramático desenlace para un generador de alegría que no encontró la propia. Triste conclusión para un incitador de fantasías al que se le agotaron las suyas. Se acabaron para él las acabadas forzadas o fingidas en el resguardo de un preservativo.
Arpad, apareciste frágil y pornográfico en mi mundo sin pornografía (de la tuya), acaparaste mi atención, me elegiste a mí para enviarme un SOS reclamando ayuda. Lo recibí pero no supe interpretarlo a tiempo. La soga que me pedías que te arrojara para salvarte quedó enrollada en mis manos y me pesa. Corta relación, de sólo una semana, la nuestra. Que descanses en paz, breve y eterno amigo.
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