Vie 19.04.2013
soy

LOS SUBIDOS DE TONO

El verdadero cuento del tío

› Por Fernando Noy

“Tiene algo de bobo ese sobrino tuyo”, escuchabas que le decía a tu tía Lila mientras pensabas, no tío, es que cuando te veo quedo idiotizado por algo rarísimo, todavía incomprensible. Vos no podías imaginar que ese rubicundo niño pueblerino que iba a visitarlos todas las pascuas religiosamente estaba bastante crecidito y ya desde los diez le gustaba espiarte. Solo una vez casi te diste cuenta. Aquella en que no había toallas y salpicando saliste a reclamarlas. “Siempre se olvida de algo esta atolondrada de tu tía” y, para justificar tu presencia tras el ojo de la puerta, inventaste esos falsos deseos de hacer pis, con la mano en el picaporte, que hubieras con tantas ganas corrido hacia su personal canilla, tentáculo chorreando por todos sus costados que parecía tener ojos también mojados entre el matorral de rulos tupidos como un celofán alrededor de los huevos secretos y lamentablemente tan prohibidos.

El tenía razón, especialmente los domingos en que la tía cocinaba bebiendo su Gancia interminable y cantaba feliz protegida por una nube de placer. Es decir, bien servida por tu cuerpo sublime la misma noche anterior que habían pasado como siempre juntos entre suaves jadeos y chirridos de la antigua cama que te alertaban, niño entre los gatos, espiando deslumbrado.

“A esta edad todavía duerme con su oso de peluche” comentaba el tío cuando venía a despertarte para almorzar aquellos ravioles exquisitos, sin darse cuenta de que en realidad de felpa, de satén, de ojos duros ya sin lentejuelas era el vestido o coraza protectora tras la que escondías tu sexo ya usado y abusado por su causa. La llave secreta del placer con la que abrías una alcancía repleta de monedas de espuma, dada vuelta. Experto en disimulos, como todos los amantes prodigios cuando se trata de traficar su propio deseo.

Lila, la tía geminiana, hermosísima, enigmática, hermana menor de tu padre, con su misma dentadura que parecía continuar en el collar de perlas que oías de noche crepitando sobre el piso.

Ellos vivían en una chacra lejos del centro. Madre te dejaba en el tren y cuando llegabas a la estación desde lejos lo veías sonriendo y esperándote. Después de las visitas regresabas con tu tío Nacho tan amable que además había llenado bolsas de mimbre con flores y hortalizas cosechadas por sus recias manos, al mismo tiempo inmensamente delicadas.

Tu tía Lila era bastante vaga, como vos. Dormían siestas interminables en las hamacas paraguayas hasta que el la despertaba a besos. Los tres se sentaban en el corredor cubierto de glicinas azulísimas y de reojo espiabas su short blanco sucio de tierra, un talle o dos menores, y eso que no tenía un gramo de más.

Todo el día transpirando bajo el sol. Ya de noche, para sentarse a la mesa, tía Lila le alcanzaba una simple camiseta de algodón. El se enfrascaba en sus gastados jeans no sin antes sacarse el short en un pase de magia que te dejaba tartamudeando ante las manzanas de sus dorados muslos, ya bañado por segunda vez, con el jopo caído y mirándote con previsible intriga siempre insistiendo en qué parecido eras a tu preciosa tía. Dos gotas de agua. Ella, sexy en extremo, una hembra absoluta. Vos, apenas el aprendiz de onanista muy bien justificado.

Los espiabas. Contemplabas el otro rostro en trance de placer absoluto de tío Nacho bajándole suave e interminablemente las medias de seda y, claro, aprendías cómo calmarte tras tu oso panda cada vez más húmedo a causa del vaiven coleóptero de la mano derecha.

Visión a veces casi insoportable, para colmo reflejada con luz cenital sobre los espejos del enorme placard. Tío Nacho desnudo gozando sobre ella y esos gemidos cada vez más crecientes hasta el borde del grito. Que ya hayan pasado 30 años no le hacen mella al recuerdo de semejante esplendor.

Hace 20 que tía Lila ha muerto y no querés hablar sobre el estúpido, inconcebible accidente que le arrebató la vida porque no podrías continuar con tus recuerdos. A veces las lágrimas impiden escribir, sobre todo tratándose de ella.

Ya tenés casi cuarenta años. Tu tío Nacho debe andar con más de sesenta. Seguramente un guapísimo anciano en la primera etapa aunque ahora sea considerado la oveja negra por toda tu familia. Nunca más trabajó la tierra, se volvió alcohólico y para colmo parece que drogadicto según dicen algunos sin nombrarlo, claro. Aunque también hay muchos que lo comprenden. Nacho no imaginaría nunca que aquella cortadora de césped y la electricidad ... Mejor cambiar de tema.

Su nombre se opacó para siempre. Es más, directamente quedó prohibido hablar de tío Ignacio.

Hace apenas un mes, regresando de Luján, el tren en que volvías se detuvo a causa de un proverbial desperfecto por más de una hora frente a la antigua estación. Llovía torrencialmente. Poseído por un sentimiento incomprensible te subiste a un taxi que pareciera estar esperándote. Enseguida a la antigua casa. Luego de pagar sin esperar el vuelto te abalanzaste con el corazón en la boca sobre el timbre cubierto de moho. Nadie respondió. Ni siquiera ninguno de aquellos gatos por doquier que tanto habías adorado. El ruido de una radio a transitor delataba alguna presencia. Cuando lograste descubir que por supuesto el timbre ya no funcionaba golpeaste y la puerta sin llave se abrió como si alguien te estuviera esperando.

Tío Nacho apareció como un tornado desde el fondo apenas recubierto por una sábana. Cuando logró reconocerte entre la telaraña de sus ojos semidormidos sonrió brevemente y algo como una luz insólita pareció de pronto volverlo a iluminar.

Te señaló el antiguo dormitorio que ahora consideraba un museo ya que él dormía en la piecita del fondo. Sobre el sillón de cuero quiso traer frazadas para vos. De pronto, poseídos por quien sabe qué furia añeja y fabulosa, Nacho ya estaba cabalgando sobre tu cuerpo, cayendo, ambos a la vez, sobre el ajedrez marrón de las baldosas.

Sollozabas por el placer de siglos al fin consumado. Para acallar tus gritos, Nacho te amordazó con sus dedos que sabían a tabaco, alcohol y madreselvas. No se lo contarías a nadie, claro que no. Te lo juro. Hasta que terminaron enroscados sobre el sillón antiguo.

Con absoluto sigilo, a eso de las ocho de la mañana te deslizaste debajo de su cuerpo de algarrobo. Te ibas rumbo a la estación. Mientras pensabas casi en voz alta. No. No te traiciono ex tío. Este domingo vuelvo. Regresaré empapado de Mary Stwart y con las mismas medias caladas sobre mi piel lampiña. Al fin de todo nos merecemos este recíproco consuelo y esta vez sin que nadie no espíe... ¿Verdad, Ignacio?

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