Vie 19.07.2013
soy

ENTREVISTA

Loca política

Vida y obras de un concejal marica en pueblo chico. Gaucho desde el mate a la camisa floreada, Rubén Cobos, conocido por todos en El Bolsón como Cobitos, hace política desde la carroza del orgullo y enfrenta hoy los reclamos de una población que se resiste a que se vulneren sus recursos naturales.

› Por Simón Mas

Rubén Cobos me recibe una mañana de julio de esas en que llueve parejo por días enteros. El secretario alista el mate amargo y nos deja a solas. Mi riguroso negro desentona con el mate forrado en cuero y sus flores multicolores. El Concejo Deliberante de El Bolsón es una casa chica de paredes blancas y baño con bañera en la calle Roca. Acá en la Patagonia, Roca siempre se asegura una calle, cuando no un monumento. En tanta tristeza y monotonía desentona su mínimo despacho con algo de camp, artificio y exageración.

“Cuando llegué a este lugar era un ámbito oscuro, hosco, sucio, ahumado, lo cambié todo.” Piso flotante en vez de alfombra gastada. Violeta, verde y rosa para las paredes y en el rincón una ikebana de flores secas. De casa trajo su bandera argentina bordada, un Cristo que ni miro y un retrato suyo que colgó entre alguno que otro certificado y un calendario chino. Vistió la ventana con un visillo de crochet puesto con chinches. Bajo el vidrio del escritorio que ocupa todo, ordenó su vida en fotos. Con su familia, sentado bajo los árboles un típico domingo en el campo. Muy Evo, en colores pastel y chaqueta bordada, el día que prestó juramento. Varias en las que está bailando folklore, siempre impecable. Y en una grande me descubro acompañándolo de marinerito en una carroza de globos multicolores, junto a Sancineto de rojo shocking.

El día que lo entrevisto viste sencillo. Bombachas de campo en una tela gruesa de una trama desconocida. Camisa azul con interior floreado al tono en puños y solapa. Un pañuelo hindú caprichosamente combinado. Cinco o seis anillos de plata con piedras engarzadas en sus manos. Su sombrero y el poncho esperan en un perchero, junto a la capa de la Reina Nacional del Lúpulo completamente bordada en dorado. Es un paisano con demasiado glamour. Para romper el hielo bromeo si esta mañana vino de capa y contesta con ese tono tan nuestro que tenemos las locas: “Yo soy muy reina acá, me lo gané”. Lo confirmo monarca en la pulcritud de sus botas lustradas y ese bambolearse plumífero con el que camina. O compartiendo lo alto de una carroza donde va envuelto en capas de brillosas chalinas, con una mano agarrado fuerte y la otra arriba, bien alto, saludando lejos con una flor rosa de papel crepé.

Fue a una escuela donde la mayoría de los veintipico de alumnos eran parientes. Para llegar recorrían diariamente cinco kilómetros a caballo. Despliega verborrágico infinidad de anécdotas de inviernos, trineos, maestras copadas y de las otras, como cualquier otro niño, pero destaca que no fue fácil. Todavía siente las miradas, incluso algunas alusiones o sobreentendidos que lo lastimaban. Niño marica de la zona rural es el sexto de siete hermanos. Cobitos, como le decían, no era digno de portar el apellido de sus abuelos pioneros que llegaron a la zona desde Chile, a principio de siglo pasado, a trabajar la tierra y criar animales. A sus doce años vinieron unas misiones religiosas a proponerles a sus padres llevarlo para cura: “Qué buen chico, Rubencito”, y él cree que hubiera partido, porque quería ser alguien importante, pero su padre lo retuvo sabiamente: “Vas a ser alguien muy importante igual, sin ser cura”.

Dice que “nació” a los 13 años y enseguida se fue de su casa buscando poder hacer vivible “su” vida. Habla siempre de “mi condición”, cuando habla de aquel púber que se sentía tan extraño, y creía ser el único varón que gustaba de varones. Y confirma: “Me sentía marginado, apuntado con el dedo. Por aquel entonces esto era algo que se escondía en la casa y que no lo podías hablar con nadie”.

Su familia siempre estuvo de su lado. Después del breve autoexilio en otra ciudad grande del sur, volvió a sus pagos a cuidar a sus padres grandes y se hizo cargo del campo familiar. Por esos años –reconoce– algo había cambiado en la zona “con la gran migración de toda esta gente nueva que denominaban hippies. Se empezó a ver a todo el mundo fumando marihuana abiertamente y con ellos vino una liberación en el vestirse y mostrarse cada cual como es”.

“Servicio militar: ¿Qué es eso?” “Saqué número alto, novecientos y pico, me tocaba la Marina y yo quería ir. Imaginate a mí de marinero. ¡Quería volver al medio del campo de blanco y con esa capelina cuadradita!” Lo dice levantando las manos sobre su cabeza. Y se pierde en la odisea del viaje de la cordillera al mar, la revisación, el maltrato de los miliquitos que le decían “Vos no lo vas a hacer, sos muy maricón”. Y me cuenta lo tremendo que era eso de volver con el documento firmado en rojo y lo rápido que se perdía.

En el rol de agente sanitario rural fue desde donde pudo reivindicarse, aunque reconoce que tampoco fue fácil ganarse la confianza de sus pares: “¿Cómo va a poder? No vieron cómo habla, cómo se mueve”. Pero de a poco fue entrando al hogar de cada uno de los pobladores y recorriendo los parajes más lejanos. Sabe, orgulloso, que hablando de igual a igual con sus vecinos pudo cambiar culturas fuertemente arraigadas: erradicar las letrinas, trasladar los partos de las casas al hospital y empezar a hablar de programación familiar. “Salir de El Bolsón y volver a mi pueblo, a mi lugar, para ser alguien en esta comunidad y para poder hacer algo por los que menos tienen, por los que más necesitan. Eso es lo que te hace crecer como persona.”

“La política es un ámbito donde antes no llegábamos y se nos marginaba; yo soy un concejal que se sube a la carroza del festival de la diversidad y lo voy a seguir haciendo.” Empezó militando en el Frente Grande y llegó a ocupar su banca como concejal con “esto de la alianza para la victoria que proponía Alberto” (Weretilneck), otro bolsonero hoy gobernador de la provincia de Río Negro.

Por estos días su figura recobra protagonismo popular. La mansa y tranquila ciudad cordillerana está agitada discutiendo el “desarrollo” en torno de un proyecto de megaloteo para una villa turística vip, junto al centro de deportes invernales del Cerro Perito Moreno. La noche del 26 de mayo más de 130 instituciones y organizaciones sociales nos convocamos espontáneamente a darle nuestro apoyo al intendente Ricardo “Kaleuche” García ante los rumores de que renunciaba bajo presión del gobernador y de sectores de poder económico que están a favor del proyecto que implicaría la urbanización de una zona rural en donde se encuentran las nacientes de agua de gran parte del valle.

Cobos, en sintonía con el intendente y la mayoría de la gente, apuesta al crecimiento del turismo, pero cuestiona: “Las empresas que vienen, ¿por qué no traen el suficiente dinero para poder trabajar y hacer crecer el emprendimiento?”, alegando la pretensión de la empresa concesionaria que quiere imponer el loteo para poder solventar sus inversiones en el esquí. Desconfía de la real intención de usurpación que viene detrás: “Quieren quedarse con las tierras en forma ilegal y a muy bajo costo, les muestran una 4x4 a los antiguos pobladores y ellos entregan sus tierras a las familias que son socios del lago” (se refiere a los testaferros de Hidden Lake, el lago Escondido que nos cercó el magnate inglés Joe Lewis). Y propone el crecimiento de El Bolsón para hospedar a todos los que vengan al cerro, mejorando las vías de acceso.

Actualmente los vecinos nucleados en asamblea y muchas de las organizaciones movilizadas aquella vigilia llevamos adelante un pedido de revocatoria de mandato a tres concejales: Paola Sanna, Beatriz Tejeiro y Raúl García, quienes, en contra de la plataforma electoral por la que fueron elegidos, pretenden condicionar a la comunidad en temas sensibles como la destrucción forestal, la contaminación y el acaparamiento del agua. Como dos de estos panqueques son de su mismo partido lanza: “Hicimos un juramento al asumir y nuestros pares se nos han dado vuelta. Eso no me parece leal. Estoy del lado de la gente que hoy se margina porque no son nativos, porque son hippies, porque son pobres o eligen vivir en el campo cuidando el agua para sus huertas y no para regar una cancha del golf. Esa es la gente que me votó, yo voy a trabajar para ellos”.

Para ir terminando (y porque ya debe haber tres personas esperándolo detrás de la puerta), confiesa que es muy querido, pero “no todo en la vida puede ser lila o color rosado” y dice que su “corazoncito está solo y espera al príncipe azul”. Y mirando el grabador, remata con los ojos llenos de lágrimas: “Hoy me gustaría encontrarme con la gente que me maltrató o me discriminó. Mostrarle lo que soy y hasta dónde he llegado. Dejé mis riñones en el camino. Ya no espero nada más”.

Tanto el personaje político como su relato amanerado combinan algo que me gusta del esteticismo, la sensiblería cursi y la ironía homosexual, detrás de una aparente seriedad que fracasa. Esa seriedad auténtica, que contiene la mezcla adecuada de lo exagerado, lo fantástico, lo apasionado y lo ingenuo.

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