Si el personaje gay es de asistencia obligatoria en la oferta mediática de hoy, también es verdad que su sola presencia no es garantía de éxito. El gay tapado o aquel que se resiste a las categorizaciones parece ser la apuesta de Farsantes para atraer el morbo y para sacar más trapitos del closet.
› Por Alejandro Modarelli
En un cuento de Jorge Asís, los homosexuales controlan todo, un paranoico se pregunta si Jorge Luis Borges “también se la come”. Porque, con tantos éxitos urbi et orbi, el prócer literario ciego debía ser homosexual; no podía “darse el lujo de, además, no ser invertido”. Y, viendo a la distancia el suceso mediático de la homosexualidad –minoritaria en apariencia pero fuente inagotable de tragedias, realities, comedias y series as folk–, el paranoico de Asís (como un amigo de mi padre, que opinaba algo por el estilo) tiene fantasmas suficientes para llenar sus alucinadas noches frente al televisor.
Hay que empezar diciendo que Farsantes, la nueva y bien armada tira de El Trece, acompaña los debates sociales à la page –va desde la farsa de la maquinaria judicial a la violencia de género, y de ahí a otra farsa, oculta bajo las sábanas de las identidades sexuales– pero que a diferencia de otros productos colegas de la televisión abierta, encuentra intersticios por donde huir de lo remanido.
¿Cómo sostener en una serie la homosexualidad como garantía de “lo espinoso” después de que en un programa de chimentos de la tarde Ricardo Fort presentara en sociedad su nueva adquisición provinciana, como si se tratase de un bebé recién nacido? O, cuando los partidos políticos se disputan ofrecimientos de lugares en la lista a locas de reciente cuño activista. Porque, digamos, parecería, según los medios, que de seguir así terminaremos quizá, como el gay de Little Britain, defendiendo a los gritos nuestra singularidad contra el desgaste narrativo frente las cámaras.
Los guionistas de Farsantes se preguntan cómo mantener la velocidad de un auto que se está quedando sin combustible. Y, al menos por el momento, creen haber conseguido la fórmula. Al pensar “las miserias sexuales ocultas” de sus personajes principales –el abogado genial que encarna Julio Chávez y el dulce chileno Benjamín Vicuña– superan en estas primeras entregas la dicotomía heterosexual/homosexual. Pero no lo hacen al precio de incorporar como otros autores las identidades inestables, a tono con una épica de época, sino más bien –abro la cuestión y por tanto las respuestas– como el regreso a aquel universo masculino de corte mediterráneo y barrial, el de las amistades particulares entre chongos que nos llega de la antigüedad, y que por los azares de la historia en Occidente se fue frustrando cuando la familia bien constituida y monogámica le ganó en legitimidad a la vida afectiva intensa (y en ocasiones, si cabía, erótica) entre dos varones (casados como Dios manda). Ya decía algo por el estilo Michel Foucault en un ensayo de su última época, De la amistad como modo de vida, adelantando acaso sin buscarlo su hartazgo por el dispositivo de híper-representación de la homosexualidad bajo el modelo gay as folk, desde los setenta hasta hoy.
Para ilustrar el argumento, digamos que Julio Chávez en Farsantes es un chongo casado con un hijo de veinte que parece que cada tanto se enciende con la carne de muchacho. Como un pedagogo ateniense, la va de maestro filósofo a la usanza porteña y enamora a algún discípulo. Acá el pupilo es Vicuña, que está por casarse aunque tiene sus dudas sobre las ventajas del matrimonio. (Ay, confesaré que me viene a la cabeza el recuerdo de mi padre cuando decidió complementar la psiquiatría con la pintura, y estaba tan inquieto con un modelo que por poco no nos matamos una tarde en el auto cuando –aturdido– lo divisó pelando músculos sobre una bicicleta.)
Hay una frase que la mujer del personaje que hace Chávez le dice a la novia del discípulo Vicuña: “Si no nos ayudamos entre nosotras en un mundo de hombres...”. O sea, como en un banquete platónico corte conurbano bonaerense, el debate es entre el gineceo y el gimnasio. Todavía no se sabe si hay vencedores y vencidos. La intentona de los autores, si bien no es una revolución en el modo de representar la homosexualidad, parece interesante. Se habrán dado cuenta, ellos, de que la exhibición del gay actual ya no es garantía de éxito. Buscan mudar la cuestión a un campo de batalla de vieja estirpe, resucitar un antiguo teatro en el que de un lado se seducen entre machos, y del otro (por ahora no aparecen las lesbianas) velan armas las esposas engañadas, que siguen amando ciegamente, como todos, en un acto de fe. Un último dato para espectadores fieles: leo al cierre de esta columna que en un próximo capítulo habrá sexo entre maestro y alumno, y que después de eso –vaya a saberse por qué– Benjamín Vicuña abandonará la tira. Y habrá, por tanto, que seguir hurgando en el gimnasio para entretener a Julio Chávez.
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