LIBROS I
Marginalidad, violencia y sexualidad exportada desde Brasil: Cuentos negreros, de Marcelino Freire.
› Por Laura Cabezas y Lucila Carzoglio
“¿Eh, blanquito zarpado? Acá nadie es esclavo de nadie, ¿está?”, advierte el narrador en el canto que inaugura Cuentos negreros, del escritor brasileño Marcelino Freire. Y así, desde el vamos, la opresión se plantea como cuestión fundamental del libro. No tanto para denunciarla sino más bien para hacerla carne-cuerponegro-centro.
La tapa y contratapa, en este sentido, se transforman en prólogo. La imagen desnuda de un hombre-color-esclavo y el código de barras funcionando como taparrabos juegan con la compra y venta de un cuerpo-texto negro, pero que bien podría ser mujer, homosexual, ladrón o prostituta. ¿Opresor u oprimido?, se le pregunta al lector que consume sexo y letra en el clin caja.
Este contrapunto adelanta un procedimiento. Si lo que uno paga es la pija del negro, los relatos venden abolicionismo. Los personajes de Freire habitan el margen y desde ese continente oscuro des-montan el sistema dominante. Bocas de gronchos, chorros y chongos putean desesperados, haciendo de su grito canto. Lo que se escucha es violencia y sojuzgamiento, pero también una lengua popular que maneja la cadencia de los ancestros del nordeste de Brasil. Freire retoma una forma de contar cuya sonoridad semeja canción, poniendo su escritura al servicio de la oralidad. Al hacerlo, deja hablar en primera persona esa tierra de pobreza.
La voz, entonces, se transforma en resistencia. Un saber minoritario en el que, mediante forma y contenido, se explota el paradigma normativo de la personalidad social. Analfabetos que no quieren aprender a escribir, mujeres que prefieren prostituirse a soportar la vida conyugal, hombres que venderían su riñón para evitar la miseria del estómago, se pronuncian para desestabilizar el discurso progre.
Y en esa materialidad áspera, la homosexualidad deviene afecto. “Corazón”, “Mis amigos coloridos” y “Mi negro de estimación” hablan de cuerpos deseantes. Gozan, gimen, lloran, pero sobre todo quieren. A pesar de que el tono amoral y barroso se mantiene, en este margen hay lugar para el sentimentalismo. “Ay, ¡qué bajón! Este corazón de mierda. Los putos tendrían que nacer vacíos. En el pecho, una pavita Sadia. Sí, debería ser así”, dice Celio en el Canto VIII, mientras Roberto Carlos suena de fondo.
Despegándose del mero reviente, estos cuentos innovan con melodrama. Los encuentros furtivos o el rito de iniciación son motivos de añoranza e idealización para estos bichas. El ensueño sirve, así, para resquebrajar el cuerpo como puro sexo. Si en “Corazón” prima el lamento y en “Los amigos coloridos” el recuerdo de los primeros amores, “Mi negro de estimación” alude a la dominación erótica.
El esquema sadomasoquista, sin embargo, vacila en la pareja. Mientras el amo juega al esclavo, el sumiso se adueña de la palabra y azota: “Le pongo una especie de bozal. Para que no me deje tan rápido. Mi negro me obedece y me respeta. Por increíble que parezca, incluso cuando me pone en cuatro, me lastima, me ata al caño de la cama. Cuando me latiguea”. La dupla víctima y victimario se desdibuja y la estimación revela su tensión lingüística original: aprecio, consideración, pero también mascota, animal doméstico.
Haciendo del margen centro, del amo esclavo, Freire agrieta las relaciones de poder y perturba las definiciones estancas. La pregunta de la portada se reitera: vos, ¿opresor u oprimido?
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