La biografía que escribió Emmanuel Carrère sobre Limonov (el polémico y reaccionario autor de El poeta ruso prefiere a los negros grandes) puede ser leída como una radiografía sobre los estragos, las promesas de esplendor y las violencias de los últimos años de Rusia, que ahora incluyen a la homosexualidad como punto de fuga. ¿Quién es peor, Putin o su acérrimo enemigo, homosexual y reaccionario? Todos estos personajes tienen algo que decir sobre lo que pasa en Rusia hoy. Y no sólo allí.
› Por Walter Romero
El más famoso de los poemas políticos del siglo XX es ruso, le costó la vida al poeta Osip Mandelstam, y fue transcripto en una hoja color verde mucho tiempo después de ser escrito y memorizado una y otra vez en la mente de su autor. Cuando la policía entró en su domicilio, en 1934, el papel donde habían quedado registrados los versos no fue encontrado, pero todos sabían que el poeta y su esposa habían entonado esas líneas para denunciar la tortura y el atropello. En la Rusia postsoviética y capitalista de hoy, sus versos iniciales –Valéry decía que los primeros versos son dictados por Dios– se comparten en improvisados mitines gays de la fría Moscú: “Vivimos sin sentir el país a nuestros pies, nuestras palabras no retumban ni a diez pasos...”.
El “régimen” de Putin, en el desmadre del postcomunismo, ha recrudecido en estos días el estigma contra los homosexuales al prohibir cualquier tipo de propaganda o publicidad que “aliente sus orientaciones”; ya lo decía Didier Eribon: “La identidad asignada a un individuo a través de la estigmatización no es, pues, más que el producto de una expulsión; más allá de la frontera que separa lo normal y lo patológico, de todo lo que la sociedad considera negativo”. La matrioshka Rus(i)a deja ver, otra vez, su costado más impune; poco interesada en “las libertades formales”, le importa mucho más que “todos” puedan enriquecerse. Por un millón y medio de avivados, hay ciento cincuenta millones de “remolones que se hundieron en la miseria”. Los precios aumentan, pero no los salarios; un shopping de lujo frente a la Plaza Roja “arde” a pocos metros de la marmórea tumba de Lenin. La lógica del mercado ha reemplazado a la dictadura del proletariado. ¿Qué se ve hoy en Moscú? “Se ve desfilar a procesiones heterogéneas de jubilados reducidos a la mendicidad, militares que ya no cobran su salario, nacionalistas enloquecidos por la liquidación del imperio, comunistas que lloran la época de la igualdad de la pobreza, personas desorientadas porque ya no comprenden nada de la historia... ¿Cómo saber, en efecto, dónde está el bien y el mal, quiénes son los héroes y quiénes los traidores, cuando todos los años se sigue celebrando la Fiesta de la Revolución y al mismo tiempo se repite que aquella revolución fue un crimen y una catástrofe?” Quien plantea esto es Emmanuel Carrère, el autor francés que ha escrito una suerte de “biografía oblicua y novelada” del escritor Eduard Limonov y es el que agrega: “Que la vida humana tenga poco valor entra dentro de la tradición rusa”. Limonov (Ed. Anagrama) se abre con un inquietante epígrafe que deja a las claras que, en verdad, la trayectoria de su protagonista no será otra cosa que el “derrotero” de Rusia a partir de esa compleja bisagra aún no superada que fue la caída y descomposición de la URSS: “El que quiera restaurar el comunismo, no tiene cabeza; el que no lo eche de menos, no tiene corazón”. ¿El autor de la cita? Vladimir Putin.
Limonov es el mayúsculo pretexto para que el propio Carrère se interpele a sí mismo, se interrogue en torno de su cercana relación con el mundo ruso –su propia madre, Hélène Carrère d’Encausse, es una de las historiadoras más eminentes sobre ese país y predijo de modo oracular su derrumbe– y, lo que no es poco, nos ayude a nosotros a tratar de entender qué es ese conglomerado estepario y lejano de naciones y lenguas. El personaje elegido parece salido de una novela de aventuras, pero existe en realidad; y, con tono seco y antilírico, su vida es narrada a modo de un espejo deformante donde ver las incongruencias y sinuosas concavidades del mundo ruso y su trato con la otredad propia y ajena. Carrère pone de manifiesto las imposibilidades de comprender cabalmente las situaciones inverosímiles que atraviesan la historia rusa. Escurridizo y complejo, hecho a golpe de situaciones espasmódicas o “de efecto”, Limonov es el poeta proleta y narrador rufianesco –muy arltiano por cierto– que conformó los círculos disidentes y clandestinos de la Unión Soviética. Su vida –y el libro de Carrère– se estructura en estaciones de un via crucis bizarro: Ucrania, Moscú, Nueva York, París, de nuevo Moscú, Sarajevo, la Moscú postsoviética, la cárcel y la actualidad moscovita, con el maldito –y adorado– Putin a la cabeza. En Nueva York supo vivir como vagabundo, chapero e incipiente escritor; en París, junto a la bella cantante y escritora Natacha Medvedeva (que amenizaba las noches de Champs Elysées), alcanzó a rodearse de la inteligentzia gala, para luego saltar, acaso en un devenir maquínico y fulgurante de autoconstrucción, como personaje y como escritor –podríamos decir que Limonov es su propia obra (tortuosa) de arte–, a los Balcanes, donde no dudó en apoyar la causa serbia, disparar sobre Sarajevo, y regresar –no justamente como el hijo pródigo– a la Rusia postsoviet para fundar un engendro de partido político prontamente prohibido. ¿Sus referentes ideológicos? Un confuso panteón que “contiene” a Lenin, Mussolini, Mishima, Leni Riefenstahl, Wagner, el Che Guevara, Rosa Luxemburgo, Charles Manson y Georges Dumézil, entre otros.
¿Por qué Rusia contra los colectivos Lgtb? Hay personajes que pueden explicar toda una nación, o al menos sus contradicciones. Limonov (nacido en 1943) encarna hoy ese ambiguo casillero; con su aura seductora, su alteridad disidente, sus tentaciones filofascistas, su brillante anticonformismo de polícroma estirpe, su sospecha de tráfico de armas à la Rimbaud y de tentativa de golpe en Kazajstán, su estela glam y su vil coqueteo con genocidas y criminales de guerra, su clandestinidad moscovita (que lo hace dormir en domicilios distintos y bien protegido por caucásicos y fornidos skinheads), su aire de malhechor empedernido, su nombre en la lista de los “enemigos de Rusia”, su leyenda en la cárcel de Lefortovo –una suerte de Alcatraz rusa– donde nunca se quejó y donde a su salida fue ovacionado por guardias y presos, agigantan una figura que Carrère se ha encargado de subir a los pedestales, suerte de “manipulación” literaria o de dispositivo –como llamó Saer– a la forma en que Sartre “elevó a los altares” al ladrón, homosexual y genio literario Jean Genet, que odió y padeció “esa vil operación”. Sartre había prometido escribir un breve prefacio a las obras completas de Genet, pero su libro terminó siendo el prólogo más largo del mundo, y tanto Genet, su objeto de estudio, como su biógrafo y “analista” quedaron prendados y obsesionados uno al otro. Carrère, reinventando en cierta forma este dispositivo, pero en clave post-postmoderna, escribe su novela más larga, sin privarse de interrumpir el relato, cada vez que puede y siente, para preguntarse acerca del porqué de su crápula criatura: “Tardé cuatro años en escribir el libro y pasé de la fascinación al fastidio muchas veces. Pero siempre pensé que ésa no era mala mezcla para un motor de un libro. Con Limonov pasas momentos en que le Borestimas y otros en que sólo sientes hostilidad, es rey y mendigo a la vez. Un perdedor y un héroe. Los héroes que ganan mucho dinero y no tienen alma de perdedores, no son héroes verdaderos. Realmente no sé si es un héroe de verdad, pero creo que su idea siempre fue ser uno de ellos, a pesar de que en su vida hay mucha confusión”.
Edichka, como lo llamaba su madre, creyó desde siempre que los únicos hombres dignos de llamarse así eran los militares; a Limonov lo pueden, por una relación paterna no resuelta, las botas, los uniformes y las pistolas. Casi a modo de reflejo difuso, en este último verano caucásico, Putin se ha mostrado en fotografías por doquier en una autocelebración de sus dotes corporales y deportivas con que el Kremlin difunde una veta –una versión voraz y macha– del hombre fuerte de Rusia. Las imágenes que dieron vuelta al mundo muestran al jefe en cazadora, con botas bucaneras pescando en la región de Tuva, bajando en batiscafo al fondo del Mar Báltico, o dándole de comer a un reno a pecho descubierto; las imágenes, siempre en tono casual y milico, no disgustarían a Limonov, y construyen una idea de jefe político activo, fuerte y aguerrido en cuya fisicalidad reside la potencia de su liderazgo. Rusia es inmensa, y si bien es sabido que en los grandes conglomerados esa panoplia no escapa a la ironía, pasando el cerco urbano –en la deep Rusia, en la gublinka–, Putin es visto poco menos que como una figura pop y central, que garantiza la fuerza que se cree inherente a su dura estirpe. Limonov adora la imaginería pánica del vivac: los cuerpos torturados, las gargantas degolladas, los soldados transformados en despojos humanos; Limonov “se siente a gusto al atardecer cerca de los braseros donde hombres mal afeitados se calientan las manos hinchadas, con las uñas negras”: ya de niño soñaba con los barracones que la vida en principio le negó y que luego le ofreció a medias, a través de su amistad con dictadores de variada estofa. En última instancia, el ruso considera que la vida civil, en su monotonía, es tan atroz como la guerra que, al menos, ofrece ciertos espectáculos coloridos. ¿Su lema de vida? “Mientras seas malo no te has convertido en un animalito doméstico.”
En el rango de amplitud de la experiencia de vida de Limonov, hay un episodio sicaresco de los ’80, y ambientado –comme il faut– en NYC, donde Limonov sobrevivió como taxi-boy, mayordomo (con cama adentro) o tenue –según como se mire– gigoló, que el escritor “cuenta” en varios de sus libros, desde el iniciático y polémico El poeta ruso prefiere a los negros grandes. Este volumen –que integra la ya larga lista de más de cincuenta libros– cuenta sus andanzas americanas y describe, sin ahorrar filigranas (brutales) escenas de sexo. Habiendo huido de los órganos soviéticos, se entrena con miembros que puedan ayudarlo a vivir mejor, y que hagan palidecer al mítico y obsesivo instrumento ruso, el más grande que se conozca, propiedad del oscuro monje, curandero y consejero del último zar, el gran Rasputin, quien falleció ahogado y a quien castraron para conservar su inmensa verga morena en una mezcla (supuesta) de vodka y formol. El libro vio la luz en Rusia recién en 1990, catorce años después de haber sido escrito, y con un título que apareció incompleto en la tapa y con puntos suspensivos por haber sido calificado de “sucio libelo con vocabulario no normativo”. En sus espermáticas páginas, será el mismo Limonov quien borronee su yo en mil avatares (¿reales?) para volatilizarse en la “interfaz” entre el que firma y el que narra, o viceversa. Una torturada relación con su novia Yelena, de bellos rasgos tártaros, que llegaba a preferir más los dildos que sus varoniles encantos, empujaron a Limonov a pensar que un coño –así dice la traducción española del libro del francés– acaso sea cosa mejor que una polla. A la edad crucial de 33 años, y con Manhattan como telón de fondo, Limonov decide que desearía que lo tratasen como una mujer, y que acaso para conseguir algunas cosas es mejor ser presa que cazador –como el gallardo Putin–, al menos para lograr algunos objetivos que de otra forma son esquivos. “Necesito ser Yelena en lugar de Yelena”, se dice, y así empieza su maratónica carrera de chongo ruso en NYC después de iniciarse con un negro suculento entre los sombras del Central Park, y que perfeccionará en París, ya sin tanto sexo y a modo de “encantador de maricas chic”. Los polvos nada heteronormales de Limonov serán más bien una praxis para alcanzar otros fines; la homosexualidad es una categoría que adopta y que le divierte; su recia disciplina rusa lo lleva a soportar y gozar de que un negro lo encule, pero dice, se autoconvence: “Para el amor, no hay nada como las chicas”. Limonov se “entromete” así –no será el primero ni el último– en el jet-set de la Gran Manzana a golpe de maricas ricas, ascendiendo a través de ellas, trepando, y aferrándose a la vida con la desesperación de no morir como un desconocido. La homosexualidad –acaso también para Rusia– no es fin, ni sustancia ni esencia, sino mero medio: en Limonov, para ascender y “codearse”; en Rusia, para pervertir y enajenar a la población, a los jóvenes o a los niños, como dicen los adláteres de Putin, como si la madre rusa –torturadora y sangrienta– fuera santa, pura, virgen.
Desde su nada tierna infancia en una granja ucraniana, la madre de Limonov le despertó el gusto por las cosas refinadas y lo inició en el culto bovarista por las pilchas, vistiéndolo con modelitos alemanes comprados en mercadillos de segunda mano, donde le inoculó un dandismo prematuro: nada mejor que un provinciano para convertirse en dandy. Años más tarde, Limonov –el labriego que supo dar el mal paso– será el personaje recordado no sólo por su escritura, mediante la cual intentó salvarse de un destino regionalista, sino porque, durante más de diez años, además de escribir poemas, se ganó la vida como sastre, y terminó siendo uno muy bueno a partir del pedido de unos vaqueros con pata de elefante que hicieron furor, vendidos a veinte rublos. No sólo de bohemia vive el hombre y, si como dijo Stalin –que mandó matar a unos cuantos– los escritores son esos “ingenieros” del alma, Limonov creyó siempre en el traje, en las apariencias, en las formas exteriores y en el cincelado del cuerpo –aun hoy a sus setenta años–, como una forma de contrarrestar su feroz filosofía con fondo de balalaika. La idea fundante es huir de la tribu de los fracasados, porque la humanidad se divide “en fuertes y en débiles, en ganadores y perdedores, en VIPs y en don nadies”.
Esta se desprende no sólo de su propia existencia sino de la forma en que los personajes de sus obras –nunca enteramente autobiografías, ni tampoco ficcionales– deja en claro que hay que forjarse una piel de elefante para sobrevivir en este mundo; algunos de sus títulos parecen orientar su ética: Diario de un fracasado, Historia de un servidor, Retrato de un bandido adolescente o la imponente Historia de un canalla. ¿Su ideario? Lección número uno y fundamental: en la vida de todos y cada uno existe un capitán Levitín; es decir, cada uno tiene un personaje mediocre e intrigante que ha trabajado mucho menos y peor que uno, pero que prospera mucho más y nos humilla cada vez que asciende. Lección número dos: cada cual está destinado en la vida a encontrar a cierto número de personas y ese número es fijo; si las desperdicias, estás sonado. Lección número tres: es mejor entender pronto que la vida es injusta y los hombres, desiguales; los hay más o menos hermosos, más o menos dotados, más o menos armados para la lucha. Lección número cuatro: si el amor es lo único que importa en este mundo, siempre hay uno que da y otro que recibe: la cosa nunca es pareja. Lección número cinco: en la vida es muy duro ir solo, hay que tener una banda o, en su defecto, elegir muy bien el bando. Lección número seis: hay que construirse siempre una estrategia de vida sobre el presupuesto de la animosidad del prójimo; es la única visión realista de las cosas, “la mejor protección” contra esa animosidad “es ser valiente y vigilante, y estar dispuesto a matar”.
Limonov odia a Putin y se le opuso férreamente, pero los (supuestos) extremos se tocan y, en el medio, la desolación –de los colectivos y, sobre todo, de los jóvenes, que acaban de descubrir su deseo– avanza. La historia de la relación compleja entre Rusia y el amor entre hombres es vieja, pero se funda y refunda una y otra vez en la leyenda que reza que el lejano 6 de noviembre de 1893, el famoso compositor Piotr Ilich Chaikovski –nadie más ruso que él, acaso nadie más representativo de los insondables y profundos recovecos del alma rusa– se suicidó bebiendo agua emponzoñada después de que un Tribunal de Honor le acusara de “seducción del hijo de un noble”. Chaikovski, cuya homosexualidad era pública y sabida, se habría suicidado por el escándalo social que esto habría causado; hay fuentes que invalidan esta leyenda, pero lo historia corre como el agua llena de cólera.
Como dice Carrère: “Putin es un apparatchik agarrado al poder y Limonov es lo contrario, nunca ha tenido el menor poder. Pero creo realmente que si lo tuviera, haría como Putin o peor: metería en la cárcel a sus enemigos y los fusilaría. Los dos comparten la nostalgia de comunismo, y nuestra visión del mundo, la democracia, los derechos humanos, la casa común, todo eso les produce risa”. Muchas veces, los extraños devaneos de la política (no sólo postsoviética) pueden unir a personajes disímiles, pero no tanto. Putin se refleja en Limonov y Limonov en Putin, y sobre ellos, se refleja la patria rusa. En el cruce real y simbólico de fuerzas que Limonov encarna, en 1994, a su regreso a Moscú, fundó el partido de los Nasbols, un rejunte nacionalista y bolchevique, que declara unir la extrema derecha y la extrema izquierda; un poco de fascismo y otro poco de anarquía enlazados para luchar así contra el “nuevo orden” y contra esa entelequia llamada democracia. Cercano al paroxismo, Limonov declarará alentando “sumar voluntades”: “Ser gay y ser junky –léase esta voz como la definición de un estilo de vida alternativo, especial o que designa una manera poco común de vivir– es una buena manera de ser un buen nacional bolchevique”.
Los abusos, el clima hostil, la homofobia fragrante, el aliento a las redadas “en captura de los inmorales y en protección de los niños”, con cierta anuencia o con el silencio cómplice de la Iglesia Ortodoxa y sus patriarcas, no son más que la demostración de las serias dificultades de la gigantesca Rusia por conseguir una democracia plena. Distintas asociaciones en favor de los derechos humanos han alzado con firmeza su voz –como el poema de Mandelstam– para advertirle al gobierno que hay garantías violentadas. ¡Pobre Rusia!
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