ES MI MUNDO > EXCLUSIVO: ROBERTO PIAZZA ANTICIPA DETALLES DE LA BODA DEL AñO
Tres pares de anillos diferentes, siete madrinas, mil invitados, 50 policías de seguridad y tantos tragos, tanta comida y tanto glamour como para opacar la corte del rey Sol. ¿La noche de bodas? Pura ternura, los novios dormirán cucharita.
› Por Julián Gorodischer
El hombrecito que abre es de una amabilidad ostentosa, y uno se siente como en casa aunque esté en el palazzo de Roberto Piazza, donde también funciona su atelier de vestidos. Por estos días, el modisto se prepara para lo que considera un “gran evento internacional”, el casamiento con Walter Vázquez, su pareja desde hace nueve años. Para que resuene, tramita obsesivamente la presencia de Cristina Fernández de Kirchner, a la que sueña en primera fila durante la ceremonia y fuera del lugar, la discoteca Amerika, “una vez que empiece el puterío”.
“Tenemos 50 policías de seguridad privada. El dark room está totalmente cerrado. Cuando digo puterío, lo uso como código de diversión, de transexuales que van a hacer show. De Adabel Guerrero que va a hacer un baile erótico, de la negra Figueroa que va a hacer caño (y es la mejor especialista que hay en la Argentina)”, se ve obligado a aclarar. Walter, aportando palabritas y rellenando discurso con datos como un eximio agente de prensa, dice que “hasta la llegada de Moria hay que hacer un break y hasta ese momento la gente se va a encontrar con nuestras amigas modelos con máscaras venecianas, un mimo haciendo de Pierrot, un hombre colgado en tela, como un submundo del Cirque du Soleil”.
Roberto Piazza: –En todas las barras vas a tener comida y champagne libre, cócteles, fernet. Lo que se te ocurra lo podés pedir. Tenés comidas de todas las razas. Querés jabalí, lo tenés. ¿Querés ciervo? ¿Una pizza? Tenés una pizza.
El diálogo transcurre en tránsito por el pequeño castillo, despojado, menos barroco que el preconcepto, sorprendentemente minimalista en el caso del interior de la heladera en la que se destaca sólo un vaso con líquido amarillo y un plato de acelga con arroz que Roberto define como “un asco que sólo puede comer un perro”. Luego le cambia el humor al encontrarse con el vestido de la madrina, de una de las siete en realidad, Doña Rosa, madre de Walter, “que representa también a la mamá de Roberto –dice el novio–, que anda volando por ahí, y a todas las madres que pueden entender un amor distinto”.
Roberto: –Ella no quería que se le viera lo clásico de las señoras, la piel del bracito. Las mujeres tienen esas cosas raras, y yo las conozco. El vestido de María José Lubertino es un fuego, de alta costura que no lo tiene nadie, lo más de lo más que se pueda llegar a pensar...
Roberto: –Y... No, le queda, le queda... Pensé, a ver Rosa... (distracción). ¿Qué pasa Mario? ¿Quién está llamando?
Mario: –Se cortó, porque está cargando el celular.
Roberto: –¡No! Se corta porque no llegás (ruido de pasos: Mario vuelve a la planta baja). Y eso –sigue el modisto– descansa sobre el cuerpo de Rosa. ¿Qué podíamos hacer para que Doña Rosa estuviera contenta? “No te quiero encorsetar, ni desnudar, ni que hagas papelones que muchas mujeres harían”, le dije. Te hago un vestido negro, recto, porque el negro aclara. Como una camiseta entera...
Walter: –¡Una túnica sobre un vestido!
Walter se ilumina cuando el tema es una madre a la que describe como “una mujer de muy buena figura a la que le encanta peinarse”. Roberto dice que “al morir mi vieja, el cordón se rompió y nunca más. Nunca intimé demasiado con la familia”.
La boda, como candado para evitar futuras crisis, pero no como transición a un sistema menos flexible sin casas separadas, ni fantasías con terceros. De hecho, uno de los planes para la luna de miel en Buzios es abrir la pareja, cosa que –dicen– nunca hicieron más que “con látex”, según informa Walter. No hace tanto se separaron por “cuestiones del carácter de Roberto” (que a las nueve de la noche es común que pida a su novio que se vaya a su casa de Olivos), pero siguieron con Walter a cargo de la sección bijouterie.
Walter: –Fue la comezón del séptimo año.
Roberto: –Pero te puedo asegurar que Marilyn Monroe no somos.
Walter insiste en que se refería a que “la crisis fue una cuestión de tiempo, y se superó”. El recuerdo de la crisis incluye la mención a citas secretas que volvían a unirlos en la cama (a la que en segundos nos desplazaremos). “Pasaban semanas y fifábamos, porque me agarraba una calentura...” Pero Walter corrige: “No, no era una calentura solamente”.
Roberto: –Los tres, ¿querés? ¿Te animás? Entramos en terreno peligroso, Página/12, ¿eh? Mario, ¿quién llamó recién?
Roberto: –Bueno, adelante, sacate la ropa, ponete cómodo.
La visita al “nidito” obliga a la aclaración de que esa cama no es compartida por la pareja. Walter es siempre un invitado. El argumento para las camas separadas (“como Patricia Sosa”, que abrirá la gala en Amerika) es que “la casa se carga mucho con las clientas. Y si son las nueve, mejor andate”, dice Roberto. “A mí no me gusta pensar de a dos. Soy totalmente egocentrista porque los artistas somos así.” La cruz y el Cristo junto a su enorme retrato, todos presidiendo la cama, llevan a Roberto a recordar a “un amigo gay que tenía a la Virgen al lado de la cama y la tapaba con un trapo para coger”. El no lo hace porque “Cristo también cogía”. Ninguna noche de lujuria es planificada como desenlace para la bacanal. Un sueño tranquilo, esta vez juntos, a lo sumo en cucharita, asoma como una realidad mucho más probable. “Al otro día es martes y yo tengo que llamar al banco. Todos los días llamo.”
Roberto: –Para ver si está al descubierto.
Hasta mitad de la fiesta se dedicará al trabajo de ser anfitrión, pero después empezará a tomar alcohol, con mesura, para no terminar en “un pedo morboso”. ¿Y eso? “Me pongo en pedo y cogemos todos juntos.” Walter corrige en el acto: “Tampoco hablemos de un libertinaje. Estamos juntos y entendemos que somos machos y con deseos. Pero no metemos a cualquiera.”
Roberto: –En Buzios, si se da la joda, ahí sí. Pero no un negro. A él le calientan los negros. A mí me gustan los rubios de ojos claros.
El cajón de la ropa anterior, penúltima escala de esta avant première exclusiva para Soy, sorprende con muchísimos calzoncillos muy chiquitos de la firma Narciso, con detalles –se supone– sensuales, como tener agujeritos que transparentan los genitales o dejan una parte del cachete al aire. “Tenemos de todo para esa noche. Esto es lycra con un transfer de plata”, indica Roberto, contradiciendo lo anterior. “Yo me voy a poner este blanco con agujeritos. Es un culotte, ropa erótica”, señala Walter. Roberto aprovecha la situación para hacer escuela entre los lectores de Página/12 a los que imagina mal asesorados: “El boxer se usa chiquitito, ¿escucharon? Como promociona Armani con David Beckham”.
Roberto: –Esto es todo mío.
Walter: –La otra noche vine y teníamos ganas de jugar y me puse uno de él.
Roberto: –A mí me recontracalientan los boxers apretados blancos y negros. Antes me gustaba el slip, pero el boxer cortito me mata. Ropa interior femenina nunca, es la cosa menos erótica que puede llegar a haber. El hombre es sexualidad, necesita la garcha, las gambas y el culo. Lo femenino es femenino, no hay con qué darle. Vos podés ser gay y no ser una mujerona.
¿Y tanto collar entonces? “El dueño del adorno es el hombre; el hombre se lo donó a la mujer en la Revolución Industrial. Pero el hombre era el que usaba los tacos y las pestañas postizas. De adorno tengo hasta lo que no tengo.”
Los días previos a una boda exigen la presencia de clichés y ritualismos que se instalan a toda hora, cosas que no por trilladas y repetidas, por iguales a las de otros miles en este mismo momento, pierden encanto para Roberto y para Walter, abocados a completar listas de casamiento, ensayar una palabras para dedicarle al otro y, claro, decidir un par de anillos, que en este caso son de plata y brillantes. El recuerdo de cómo se conocieron los lleva a la barra del pub gay Sitges, y desata una discusión. Walter dice que fue Roberto el que se le insinuó. “Vos te acercaste –le responde el novio–. Me diste la tarjeta vos. ¿Ahora me vas a decir que te chupé la pija en la barra también?” Walter admite: “Estuvimos histeriqueándonos dos horas; me gustó su sonrisa, su picardía. Le dije: ‘No me podía ir sin saludarte y darte mi número’”.
Roberto: –Darte un beso, me dijiste. Y yo quería garchármelo.
Sin saberse bien por qué, los novios y el cronista completan el tour frente a la heladera, a pesar de no tener directa relación con la fiesta del lunes próximo. Está vacía, y en cambio aquello será un banquete con “mesas para todas las etnias y barra libre”. Pero la parada sirve para conocer cierta desconfianza de Roberto en el personal que trabaja en la casa (“si la cocinera me cocina, me envenena”), pero sobre todo un gesto amoroso que se repite todas las tardes. “Sucede que –dice Roberto– Walter es una cucaracha: come, come, come”, pero Roberto se olvida de la ingesta porque se pasa todo el día entre las clientas y la contadora. Entonces, el leal marido (inminente) cruza todos los días y le compra “el quesito que le gusta, el postrecito Ser o el budín dietético” que sabe que “le encanta”. La dureza inicial de Roberto Piazza parece ablandarse cuando recuerda ese gesto que se repite diariamente, y hay un ligero quiebre en el tono antes marcial. “Todo lo que yo logre –revela finalmente sus votos– lo voy a compartir con él.”
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