Vie 04.10.2013
soy

Lazos de sangre

Lina Meruane, escritora y académica chilena, acaba de presentar en el FILBA su libro Viajes virales, la crisis del contagio global en la escritura del sida (Ed. Siglo XXI): un mapa de textos latinoamericanos producidos entre los ochenta y los primeros años de este siglo, donde la relación con el virus aparece como uno de los aglutinadores de una comunidad donde el género femenino brilla por su exclusión. La patria donde regresar los restos, el lugar del extranjero como portador del mal, la virtualidad como coartada son algunos de los tópicos claves del recorrido.

› Por María Moreno

Lina Meruane se mueve sin límites por un archivo mayor que el de la Biblioteca de Babel: el de la sangre, esa red anterior a la cibernética, percibida como un mar interior donde ríos y meandros hicieron soñar a Shakespeare mucho antes de que Claude Bernard difundiera la existencia de la hematología geográfica. La sangre es capaz de enlazar antiguas y modernas cartografías. Por la sangre cada hombre es original y al mismo tiempo sus moléculas –las de la hemoglobina, la de las enzimas y las de los grupos de glóbulos– se transmiten inmutables de generación en generación. La sangre pura y elocuente de John Donne es sobre todo elocuente. Un pinchazo devela al padre biológico, descubre al asesino, permite un diagnóstico. ¿Es Lina Meruane una científica? Definitivamente no, es una escritora que escribe sobre políticas de la enfermedad a través de una obra que se desliza entre ensayos y novelas. Acaba de publicar Viajes virales, la crisis del contagio global en la escritura del sida, un mapa de textos mayores latinoamericanos como Colibrí, El Cristo de la Jacob, Pájaros de la playa, de Severo Sarduy, Antes que anochezca y El color del verano, de Reinaldo Arenas, Flores y Salón de belleza, de Mario Bellatin, La ansiedad, de Daniel Link, y Un año sin amor, de Pablo Pérez, donde recorre y ordena las distintas formas en que la comunidad gay se ha construido a lo largo de la historia contemporánea a través de sus invenciones literarias, alegorías políticas, solidaridades en resistencia.

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–Yo viniendo de una enfermedad propia sentí mucha identificación con estos discursos. Un amigo, en el momento en que se enfermó de sida me dijo: “Ahora sé como tú lo que es vivir con una sentencia de muerte”. ¡Me lo decía a mí! Porque soy diabética. Fue un momento muy perturbador. Hay mucha analogía entre diabetes y sida. Porque es una condición con la que se puede vivir pero es una condición degenerativa. Si no te cuidas te vas a quedar ciega, si no te cuidas te van a cortar una pierna, si no te cuidas vas a tener un infarto. O sea: “Si no te cuidas vas a ser castigado con algo horrible”. Fue una situación de espejo cuando esta persona tan querida y cercana me dijo: “Ya sé lo que es vivir como tú”. Ahí empieza a escribirse el libro.

Juntos

–Hay un tema que atraviesa todo, Viajes virales, que es la construcción de la comunidad. La construcción de la comunidad en el afuera, en el exilio, como los casos de Arenas, de Sarduy y de Copi, la construcción de la comunidad por exclusión –por ejemplo la de las mujeres–, la construcción de la comunidad por la unión ante la necesidad de reivindicación del cuidado ciudadano. Y lo que me parece sintomático, y es que en el último momento la comunidad ya no es presencial sino virtual. Es en un afuera pero en donde ya está instalado un miedo al otro como peligroso.

Néstor Perlongher decía que el fin de fiesta de mediados de los ochenta no era a causa del sida sino a causa de una economía propia de todo exceso, el reflujo. Lo virtual no sería a causa del terror, sino algo mucho más complejo, nuevas formas de goce que además estimulan, facilitan encuentros...

–Yo hablo de los textos. Estos narradores vienen de quince años de tragedia. El miedo sigue funcionando y la tecnología permite una solución intermedia, que es una vinculación con el otro que no signifique riesgo. Hay un momento muy lindo en el libro de Pablo Pérez que habla del “golpe eléctrico”, la llamada del teléfono, el sonido del mail que entra...

La tecnología satisface el voyeurismo sin tener que yirar, en lugar de esperar encontrar el objeto. Con Roberto Jacoby hablábamos de una “orientación sexual casting”.

–Pero sigo viendo, sobre todo, en la narrativa argentina seropositiva las secuelas del miedo y la tecnología permite baypassearlo. También leo un deseo de estar con otro, una nostalgia de la libertad del momento anterior al sida. Por eso me gusta el título La ansiedad, de Daniel Link. ¿Voy a poder tener amor?, ¿voy a poder tener sexo? La tecnología permite resolver esa ansiedad.

Señalás en el libro la exclusión de los transfundidos.

–¿Por qué los gays se tenían que hacer responsables de todos los demás? De todos los sufrimientos ajenos. Con el de ellos ya era bastante. Salió hace poco un documental, How To Survive a Plague, sobre el grupo de los Act Up, en donde lo latinoamericano directamente no existe. Me daba rabia pero al mismo tiempo pensaba que era sobre la comunidad neoyorquina, que sólo se veía a sí misma a causa del enorme duelo. Además no eran los políticos, eran los involucrados.

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En cambio, los textos de Pedro Lemebel, largamente analizados por Lina, son rabiosamente latinoamericanos: invierten la sanción conservadora sobre el cuerpo gay como infeccioso más allá del sida: de goce desviado y sin límite, de otredad anti-Nación y desperdicio para defenderla. Para Lemebel, el contagio vino del Norte, de donde los putos y locas se llaman gays, la peste es la vuelta cíclica del opresor con casco y carabelas que, cruz en mano, atravesó con sus lanzas a los pueblos originarios. Ni luego de haber perdido por lo menos cuatro implantes mamarios, según sus propias declaraciones, debido a los gastos de un cáncer, depone el filo de los stilettos.

Chorear la feminidad

Durante la década del ochenta, en Argentina existió una identificación de algunos narradores, poetas y teóricos con una posición femenina en la escritura: “La literatura consiste en volverse mujer de un modo u otro”. “Suplantamos a nuestra madres para creernos mujeres”, había declarado en un suplemento literario el narrador César Aira. Los términos de Néstor Perlongher, más allá de mamar en el neobarroco lezamesco, parecen extraídos del costurero materno y una de las voces dominantes de sus primeros libros era la parodia de la maestra normal. Y toda la jerga teórica de traducción, con sus fluidos, carnavaladas, goces, estertores y “devenir mujer-Deleuze-Guatari” simulaban trazar en el aire la curva de la histórica de Charcot. Una feminidad estereotipada y burlesca devenía herramienta literaria. Las narraciones seropositivas analizadas por Lina Meruane obliteran la feminidad.

–La ausencia de la mujer no es exclusiva del sida. La exclusión venía y reaparece en el enfermedad como otro síntoma del mismo problema. Entonces, cuando investigaba, no encontraba evidencia, no encontraba objeto alguno sobre el cual anclar la lectura de lo femenino. Está mal visto criticar a la comunidad gay, pero sólo tenía mucha evidencia de textos masculinos. Y eso que no estaba en un lugar quejoso, feminista sin pruebas. La lectura de lo femenino estaba construida a partir de la lectura del cuerpo travesti. Nunca vi a las mujeres en estos libros más que en el lugar de la madre piadosa, la enfermera, la amiga. No hay registro de la mujer enferma y no hay ningún nivel de empatía con ese cuerpo. La trágica aparición en la trama del síndrome tendrá la forma de la prostituta victimaria o su opuesto, la víctima inocente de un desvarío ajeno.

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En la novela Muérdele el corazón, de Lydia Cacho, Soledad, contagiada por su marido, convierte la homofobia hacia los gays y travestis seropositivos para constituir la consolidación de su ser “normal”, que no quisiera que sus hijos fueran gays.

En La nada cotidiana, de Zoe Valdez, una “gusana” refugiada en Madrid justifica tal vez su declinante juventud, que la volvería poco deseable, quejándose por correspondencia a una amiga de la recalcitrante gaycitud de una mayoría masculina, de la calentura que le provoca una película porno con lesbianas de tetas enormes que le hacen mojar el blúmer y venirse pero parece que luego el blúmer se le seca por la falta de uso de preservativo entre mujeres, podría hacer que le contagiaran sida. Lina Meruane encuentra la figura de la mujer enferma o enfermable en estos dos textos tan conservadores en su posición política como en su estética.

–La única excepción era Marta Dillon, alguien que se atreve a pensar el cuerpo femenino desde otro lugar. No trabajó la tuberculosis, pero la pobre costurerita que dio aquel mal paso es una figura negativa. Las metáforas se van reciclando pero también van quedando. En la Argentina, en las narrativas de la tuberculosis, por un lado está la figura sagrada del elegido pero también está la de la costurerita en donde la tuberculosis está impregnada de pecado, transgresión sexual y contaminación.

–No hay imagen literaria de la mujer deseante ni en la costurerita ni en la prostituta ni en la mujer que supuestamente se contagia del marido bisexual. A excepción de los textos de Marta.

–Además que ella trabaja mucho la escena del sexo. Ella nunca renuncia, o por lo menos su narradora nunca renuncia. Me pareció un texto extraordinario en muchos sentidos.

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Si Lina Meruane hubiera trabajado más exhaustivamente Vivir con virus se hubiera encontrado con una “epidemia” de géneros, un artefacto notable que publicado originariamente en un medio en “contaminación” con la escritura periodística, combina el bando informativo, la denuncia política, el diario íntimo y el relato popular –lenguaje romántico, estampas costumbristas, autobiografía ejemplar–, la teoría crítica –de la enfermedad, del deseo– en una suerte de novela total latinoamericana con su genealogía materna de desaparición y muerte.

Alrededor del lecho

Sangre en el ojos es un texto brillante, adjetivo que se vuelve irrespetuoso puesto que se trata de una experiencia de oscuridad, de ceguera que se ignora si es o no definitiva, narrado desde una ficción de autoescopia que se vuelve alucinación, con un final que vira la novela a teatro de la crueldad y en donde el amor cuesta o podría costar literalmente un ojo de la cara.

–En la escritura del enfermo generalmente hay un yo muy poderoso que cuenta su drama, entonces mi pregunta era ¿cómo construir el afuera? ¿Hace falta construir desde el afuera? Porque el afuera se puede convertir en una caja de resonancias, como por ejemplo en los textos de Sarduy, que está escribiendo desde el hospital, con el pulmón hecho pedazos, sobre su internación, pero al mismo tiempo escribe para reflexionar sobre la guerra en el Golfo Pérsico. Hay un afuera en donde la destrucción del mundo se convierte en la destrucción del mundo adentro. Porque uno de los riesgos de la escritura de la enfermedad es que se convierta en un texto totalmente egocéntrico. Desarticulaciones, de Sylvia Molloy, es un texto cerrado pero no es tanto un texto sobre el Alzheimer como un texto sobre la memoria. Sobre el terror de la narradora de perderse a sí misma, de perder lo que hay de suyo en la memoria de la amiga. Como si dijera: si esta otra pierde la memoria se pierde todo lo que hay entre ella y yo. En esa angustia se construye el texto. Entonces, la exclusión del afuera es muy coherente con el proyecto Desarticulaciones.

También hay una narradora que reinterpreta la merma como invención. Describe cómo la amiga ha olvidado su pasado pero sigue traduciendo del inglés al español o le pregunta por la gata, y entonces ella dice algo así como que le está preguntando por la gatidad, una noción filosófica.

–En donde la memoria no está, está la invención y eso es interesante justo en una autora que reivindica la autobiografía. La invención es una de las liberaciones que produce la enfermedad. En Reinaldo Arenas la invención genera una función explicativa: “Fidel Castro me obligó a salir, entonces me enfermé. O sea, yo no me enfermé por promiscuo, me enfermé porque me tuve que exiliar”. En la última performance que vi de Pedro Lemebel, él le dio una vuelta a su cáncer. Su lectura fue sobre todo sobre el momento político chileno. Y todas las imágenes que mostró fueron muy de performance oral. Chicos gritando, arengando, marchas en donde la multitud vociferaba y cantaba “a 40 años del golpe el golpe lo damos nosotros”. Era una escena construida alrededor de momentos de gritar. Gritar, como volvió a hacerlo en este FILBA, para reclamarle a la Liz Taylor por qué no manda la esmeralda que va a salvar a los enfermos de sida. El afuera se constituía en la voz que el propio narrador está perdiendo porque tiene un empecinamiento en seguir hablando a pesar de que ya no tiene cuerdas vocales. Pedro no le iba a permitir a la enfermedad que le quitara la posibilidad de seguir gritando. Hablaba con una ronquera profunda y un esfuerzo total. Y el afuera de la protesta subrayaba muchísimo la enfermedad. Y la enfermedad, el afuera. Era impactante no en lo sentimental sino en lo político. Una enfermedad es muy potente políticamente.

¿Sublima algo la escritura?

–No encontré en estos escritores de Viajes virales discursos del tipo sublimador. Arenas también dice: “Lo único que me queda es gritar”. Y yo creo que para Arenas la escritura entera equivale a gritar. Hay un poder en el caso de la gente que tuvo sida de enunciar y de enunciar a voz en cuello, eso no la hace sentir mejor, pero le da la posibilidad de incidir en el plano político. El grito logró acallar otras voces. Las de la mayoría moral.

Ahora hay un corpus. Personalmente yo no creo que uno escriba y se quede liberado, contento. Aunque hay una antropología médica que habla de la necesidad para los enfermos de un discurso para recuperar el control. Y hay discursos de mujeres enfermas de cáncer impregnados de la mística de la salvación.

¿Qué relación hay entre este libro y Sangre en el ojo?

–Yo empecé a escribir Sangre en el ojo para una antología que sacó Eterna cadencia que se llama Excesos del cuerpo. Pienso que Sangre en el ojo, este libro y Fruta podrida son como una trilogía involuntaria (estoy robándole palabras a Levrero), las tres puntas de un diamante en donde escribí sobre políticas de la enfermedad.

Estábamos hablando del poder de la escritura. En Sangre en el ojo, en donde la enfermedad no es el sida, pero en donde la narradora escribe, renuncia a la escritura.

–Hay algo de autobiografía ahí pero también siento distancia con lo que cree y piensa ese personaje. En Fruta podrida, la resistencia a la enfermedad está dada por la elección de la muerte. En Sangre en el ojo, el personaje lo que quiere es la supervivencia a la muerte, cueste lo que cueste. Y hay una especie de pacto con ella misma de no escribir hasta que mejore. Y con una especie de convicción. “Voy a volver a tener un ojo y ahí voy a escribir.” Como sea. Y eso lleva a ese final: “La escritura es lo que más importa y sea como fuere voy a recuperar la vista”.

Curarse para la escritura, no por curarse en sí.

–Es algo medio perverso. Es jugar con la idea de que el libro se pudo escribir porque el personaje recupera el ojo.

Algo que le cuesta un ojo de la cara al amado. No hay legislación sobre eso. No sé si se puede donar un ojo.

–No existe y a mí me parece interesante que no exista. Alguien me dijo: “No se le puede pedir al otro el ojo”. Y yo le dije: “Si se le puede pedir el riñón, ¿por qué no se le puede pedir el ojo?”. Porque ¿viste que el ojo es sagrado? Porque el ojo es un pedazo de cerebro. Yo te veo el cerebro a través de tus ojos. Entonces te puedo robar un pedazo de cabeza. Tenés dos riñones, entonces me podés regalar uno. Entonces, ¿por qué no me podés regalar un ojo?

Pero Ignacio lo da todo. Encima Lucina le pide un ojo.

–Hay que buscar esa pregunta sobre el amor. Mido tu amor en términos de sacrificio. Literalmente.

* * *

Ya sé que el sujeto del enunciado no es el sujeto de la enunciación, que la narradora no es lo mismo que la autora etc., etc., etc. Pero tu novio, ahora, ¿es tuerto?

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