Vie 15.11.2013
soy

No eres el único ruso gay

Seguei Diaghilev, Nijinsky, Serge Lifar fueron figuras fulgurantes de los ballets rusos y del mundo entero. Con una estética que abrió los límites de la modernidad y unos escándalos de calzas y bultos, contribuyeron a escribir el lado homo de la historia que hoy se pretende silenciar. Vaya el recuerdo de sus andanzas, como ballet de protesta.

› Por María Moreno

Puede que muchos neófitos ignoren hoy la existencia de Parade, estrenada en 1917 con música de Satie y que fue dirigida en París por Seguei Diaghilev, pero nadie ignora El lago de los cisnes aún en las versiones satíricas que Niní Marshall y Jorge Luz hicieron para el cine nacional. Pero Diaghilev fue el ballet. Hasta tal punto que Proust se preguntaba si habría modernidad sin él, y a cuyo arte le atribuyó un efecto revulsivo semejante al proceso a Dreyfus. Si bien puede decirse que él, Diaghilev, lanzó a todo el mundo –desde Anna Pavlova hasta Igor Stravinsky–, pocos lo reconocieron y sólo le recordaban sus deudas. Su encanto le permitió, a menudo, pagar algunas. Por ejemplo, durante el estreno de Petrushka la función ya llevaba 20 minutos de retraso cuando los cortinados del palco donde esperaba la divina Misia Sert se abrió de improviso. Ahí estaba Diaghilev con la frente perlada de sudor. Se explicó: el sastre estaba harto de que no se le pagara, de no saldar la deuda no entregaría el vestuario. “¿Tienes 4000 francos?”, rogó y Misia –que era una gran amiga– lanzó a su chofer por las calles de París. Unos minutos más tarde el ballet era un éxito.

Que Diaghilev amaba a los muchachos no era ningún secreto. Y que amaba sólo a los muchachos que podía convertir en ángeles, tampoco. Así que cuando supo que un tal Nijinsky había sido expulsado de los Ballets Imperiales por bailar ante la esposa del zar luciendo sus calzas de bailarín que mostraban sólo lo que a las estatuas clásicas se le permite mostrar –un bulto apretado y comprimido, no muy grande, inadmisible tanto para la realeza como en los baños públicos–, lo invitó a integrar su compañía de París. Y como para vengarse del moralismo zarista, lo hizo cubrir de zafiros y esmeraldas, para ser la estrella de Shérézade, cosa que no sucedía desde la época de los emperadores mongoles, y para bailar en Espectro de la rosa, de Stravinsky, lo cubrió de pétalos de seda. Cuando Diaghilev recibió la noticia de que Nijinsky se casaba (con la húngara Ramola Markus y en la Argentina) estaba abriendo y cerrando una sombrilla como una gran loquesa en una terraza de Venecia y a pesar de que la pianista a la que escuchaba le había dicho que traía mala suerte. Se puso histérico. Alguien le sugirió, tal vez con buena voluntad, que no debía tomar el hecho en serio a menos que se pudiera probar que en el equipaje de bodas de Nijinsky hubiera un par de calzoncillos. A Jean Cocteau no le gustaba Nijinsky: lo recuerda como a un mono mongol, alto y con dedos mochos juzgándolo: “¡Ah... Nijinsky, era un simplón, en lo más mínimo inteligente y bastante estúpido. Su cuerpo sabía, sus miembros tenían toda la inteligencia. (...) Cuando inventó su famoso salto en Espectro de la rosa y salía volando de escena, Dimitri, su valet, le echaba agua en la cara escupiéndosela y lo envolvía en toallas calientes”.

INTERMEZZO CON CHISMES

En Mi vida es una fiesta, José Luis de Vilallonga hace el relato del duelo entre el marqués de George de Cuevas, director de una compañía de ballet internacional, y el igualmente famoso bailarín de los Ballets Rusos Serge Lifar. ¿El motivo? Un plagio: el marqués había copiado la coreografía del año anterior de Lifar y encima lo había invitado a verla. Lifar lo acusó en público. El marqués lo abofeteó. Lifar lo retó a duelo. El marqués eligió como padrinos a Vilallonga –no podía negarse, es más, como amigo debía impedir el duelo– y a Jean Marie Le Pen –no podía negarse, le había sacada dinero al marqués para fundar su partido–. Los duelistas les dijeron a los periodistas que se batían por una cuestión de polleras: los periodistas estallaron en carcajadas. El marqués de Cuevas solía viajar por París en litera, precedido por seis pequineses, casi siempre disfrazado de bonzo, de marajá o de obispo –usaba una mitra retocada por Dior–, o de miembro de la orden de San Crisóstomo, en cuyo hábito solía agregar la Legión de Honor que se había otorgado a sí mismo, impaciente por la burocracia del gobierno francés. Lifar ya había dado la nota arrojándose adentro de la sepultura, durante el entierro del coreógrafo Diaghilev. Le Pen pretendía que dos locas se comportaran como hombres de armas tomar y, a su modo, lo hicieron. Al primer rasguño en un brazo de Lifar las dos se abrazaron llorando.

CAOS CHIC

Ser de vanguardia exige imaginación pero más una patota. La consagración de la Primavera, de Igor Stravisnky, estrenada en 1913, había inspirado a Diaghilev un ballet al que el público consideró una declaración de guerra (menos para Victoria Ocampo). En un palco Debussy se había tapado patoteramente los oídos. Nijinsky se había quedado perplejo, Stravinsky, desolado, pero como buen vanguardista, había decidido salir a festejar con Cocteau, Diaghilev y Nijinsky –también perplejo, pero a quien le gustaba el champagne–. Habían recorrido París en coche de caballos bebiendo y tramando el nuevo escándalo.

Cuando estrenó Parade en 1917 y en el teatro Chatelet el público abucheó a Diaghilev y a su compañía al grito de “fuera bolches”, hasta que desde la platea se elevó la defensa del poeta Apollinaire, que provocó un considerable retroceso de los agresores con la venda negra que llevaba en la cabeza –era un herido de guerra, un héroe– y una intimidante cruz de hierro sobre el pecho.

En la década del 20 Diaghilev decidió poner un ballet inglés Romeo y Julieta, de Constant Lambert. Los escenarios de Miró y de Ernst pertenecientes a las huestes surrealistas incitaron a que los camaradas ingresaran a la sala. Breton y Aragon, entonces comunistas, acusaron a la obra de procapitalista. Años más tarde a Diaghilev le colgarían un sambenito contrario: cuando estrenó La danza de acero, de Prokofiev, que mostraba las glorias industriales de la URSS, rusos blancos y millonarios de París lo acusaron de bolchevique. Después de todo, Rusia no le había retirado sus ofertas antes de someterse a la estética del realismo socialista. Un crítico, después de ver Preludio para la siesta de un fauno, acusó a Nijinsky de haber interpretado literalmente los versos de Mallarmé: “Un fauno dormita/ unas ninfas lo embaucan/ un chal olvidado satisface su ensoñación/ el telón desciende para que el poema dé comienzo en la memoria de todos...”. Nijinsky logró gritos y abucheos utilizando el chal como si estuviera haciéndose lo que el pueblo llama “la del mono”. Debussy abandonó la sala diciendo: “Ha interpretado groseramente la palabra ‘satisfacer’”. August Rodin mandó una encendida defensa a los periódicos: Nijinsky era un genio; Diaghilev, otro; el Preludio..., arte, y el que no estuviera de acuerdo, un retrógrado.

Lejos de sus expectativas, el dinero no llegó nunca. El 24 de julio de 1929, Diaghilev dio una última función ante el rey Fuad de Egipto en una velada de gala londinense. Ya estaba muy enfermo. Como Sigmund Freud, que murió de un cáncer de mandíbula y centraba su oficio en las palabras, la enfermedad de Diaghilev se situó en un lugar clave en el cuerpo de los bailarines –el empeine–: era un ántrax maligno. Diaghilev nunca olvidó que en la Argentina se había casado Nijinsky, lugar que quedaba en el fin del mundo –hasta entonces había pensado que era la URSS– y que allí los hombres bailaban abrazados en el barro: esa imagen le hizo quedar picando un proyecto.

* El lago de los cisnes. El clásico de Piotr Tchaikovsky fue el primer ballet que la compañía del Teatro Colón tuvo en repertorio en versión completa. Del 17 al 28 de diciembre la pieza vuelve a escena con la dirección de Hadrián Avila Arzuza. Más información en www.teatrocolon.org.ar

* Buenos Aires Celebra Rusia. El sábado 23, a partir las 12, habrá un homenaje a la colectividad rusa. Av. de Mayo y Bolívar.

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