› Por Alejandro Ros
Alejandro era el fuego, el desborde, el demonio. Arrasaba todas las convenciones a su paso. Nunca olvidaré cómo entraba a escena en el Parakultural en los ’80, rodando por las escaleras, poniendo el cuerpo, lastimándose, inmolándose por el arte. Siempre pidiendo poronga a diestra y siniestra con su vozarrón penetrante, sus aros gigantes, el maquillaje corrido, vistiendo ropas de mujer que nunca daban femenino. Trabajé con él y con Tortonese haciendo el programa de La moribunda en Morocco. No era un papelito: era una bolsita de plástico que contenía una plancha de ácidos, 4 estampitas, una bolsa de pelos de la muertita, una pastilla que adentro tenía la foto de ellas, una bananita Dolca.
El velorio de Urda fue un aburrimiento, los vivos no estuvimos a la altura de la moribunda, estuve a punto de empujar torpemente el cajón para invocar su espíritu.
¡Ni vodka había!
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