DOSSIER 30 AñOS DE DEMOCRACIA
Las batallas ganadas y las calles perdidas. El eco de la violencia que todavía resuena en oídos y cuerpos. Las limitaciones y límites que todavía falta arrasar.
› Por Alejandro Modarelli
Treinta años ya de democracia, y aquel planeta de razzias a discotecas y de edictos policiales, comisarías convertidas en segundo techo, cotorreos ociosos y profusión de esperma en teteras superpobladas; de expulsiones paternas y destierros interiores a causa del sida, maternidades heterosexuales como refugio de un deseo frustrado, clandestinidad del amor pero también del sufrimiento, va desapareciendo como imaginario obligado propio y ajeno. Hasta Sandra Mihanovich vuelve a decir, esta vez sin arrepentirse, “Soy lo que soy”, pero no en un afiche de mujer contra mujer que hasta la mamá tuvo que salir a explicar –qué valentía aquella en los ochenta, nacida al calor de una hermosa calentura– sino en un programa donde lo gay y lésbico se permite ya erigir su panteón y pintarlo al agua de rosa cobertura pastel, y por TN. Volver los ojos hacia las dificultades de un gay del ’83 es, para quien escribe, desandar el camino hacia los veinte sin que, no obstante, pueda dejar de sentir de pronto, en un flash back, que las sirenas del patrullero suenan todavía por nosotras.
Treinta años van modificando escenografías y lenguajes. Se descuelgan los cuadros de edictos policiales, se promulgan el matrimonio igualitario y la Ley de Identidad de Género, y los funcionarios aprenden con aprehensión a hacer para la foto la venia a la bandera del arcoiris, que los tiempos obligan para no terminar pareciendo un Putin o un diputado de Uganda. La calle liberal se vacía sin embargo del viejo Eros solidario –el yiro pluralista es ahora una excursión hacia lo desconocido donde se anotan muy pocos– y las esquinas se pueblan de un censor incomensurable, las cámaras de seguridad. Y aunque de día las consignas de libertad y orgullo no encuentran aún en Buenos Aires (ni qué decir en provincias) un barrio de diversidad sexual donde desarchivarse sin temor al señalamiento público, la noche –y la Marcha anual– autorizan multitudes donde los cuerpos apolíneos se insinúan, aunque no muchos cierran trato: el desnudo enciende los ojos a la vez que indica que el camino de acceso está para la mayoría cerrado fuera de la mediación amorosa de una videocam (reestreno de un Eros sobrecodificado que, en la era de las plazas enrejadas, ya no busca sorpresas interclasistas sino la certeza de un clon).
Cambian paisajes identitarios y se los televisa, se revierten anatomías, conductas y códigos civiles, es cierto, y se brinda con razón por cada logro. Pero cada tanto, ay, sobreviene otro desayuno amargo, para recordarnos que desde el ’83, cuando se abría la era alfonsinista donde no se dejó de perseguirnos, nunca pasó un siglo. Justo cuando el corazón de clase media se habitúa a saborear las mieles de las nuevas leyes inclusivas, y el hilo de las tradiciones dentro del universo gltbi se va quebrando –las nuevas generaciones no necesitan hoy para su supervivencia casi nada de la oralidad de las viejas–, el cuerpo nos recuerda que pertenecer al universo minoritario gltbi, y dentro de éste al de la periferia socioeconómica, no deja todavía –¿dejará alguna vez?– de doler, así como si nada. Y no se trata de un dolor infligido pero consensuado, de esos que a veces gustan. Un día amanecemos y en la bandeja de entrada de la rutina democrática nos arrojan el cuerpo de Pepa Gaitán, asesinada en Córdoba por amar a otra mujer, a quien un hombre pensaba su objeto inmutable. Una historia de amor que, bajo la lente del masculinismo, fue un pacto a lo David Lynch, en el que las enamoradas se transformaron en monstruos y había que descabezarlas. Otro día, nos tiran una foto de la cara de Diana Sacayán, la dirigente travesti de La Matanza, embutida a golpes por un transfóbico borracho: en la calle confluyen el verdugo, pero también el policía que desoye después la denuncia y, convertido en su cómplice, ampara el crimen como a un hijo propio.
Como si para el universo gltbi treinta años de democracia nunca acabasen por ser rutina, y a cada victoria jurídica que gracias al activismo le arrancamos al Estado debiera corresponderle el costo de un peaje a precio de violencia. Por eso, no dejemos de estar alertas. Porque una ley escrita siempre estará acompañada por otra ley nocturna, de la que el policía que negó protección a Diana Sacayán, el juez que libera a un homófobo “porque el estilo del vida de la víctima no puede generar certezas”, o el asesino de Pepa Gaitán, son los ejecutores o los vicarios.
Y para quienes, por olvido o rechazo de la historia en común, o por cuestión de privilegios de clase, se crean a salvo en su intimidad inviolable como en una isla de placeres neoliberales, vaya esta imagen de hace algunas semanas: la policía metropolitana irrumpiendo en el local porteño de encuentro y sexo Zoom. Luego de olfatear preservativos y hacer una lista con los nombres de los clientes, la brigada puso por orden de un ex militar funcionario del Gobierno de la Ciudad la faja de clausura. A treinta años de democracia, no hay esfera privada en la que podamos ni debamos recluirnos. Sigamos marcando como los gatos territorios públicos donde derramar el deseo alevoso, construyamos familias críticas del orden biológico y cultural. Discutámosles espacio a los ministros de Educación, que el pendejerío gltbi lo necesita. Desestabilicemos en fin, las reglas represivas dentro de las cuales crecimos. Que eso no lo hará ninguna ley escrita, ni por sí mismo ningún consenso democrático.
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