MI MUNDO
Con DNI flamante en el bolso y con bikini por primera vez en una playa pública, la activista trans Claudia Vázquez Haro disfruta de las famosas merecidas vacaciones. La acompaña su amigo Flavio Rapisardi, quien, atento a todo bicho que camina, también pudo registrar reacciones, miradas, fisgoneos y otras actitudes en estas postales argentinas.
› Por Flavio Rapisardi
El peronismo democratizó las vacaciones. Con obras públicas al comienzo y con acuerdos sindicales después: Mar del Plata, Córdoba y Chapadmalal recibieron a l*s cabecitas que junto con l*s migrantes limítrofes son el borde actual del racismo literal y nacional. En esos tiempos, la aristocracia criolla porteña y de las provincias huyó de Mar del Plata ante millones de trabajador*s que llevaban sus heladeritas al lado del mar.
Y así, l*s huelebosta —al decir del sagaz Domingo Sarmiento— comenzaron su peregrinaje, su diáspora de exceso y descarte. Entre estos destinos aparece la Villa Gesell “originaria”: tan rubia, con casas de té, techo a dos aguas, pinos y arces que la hacen atractiva para los que no llegan (por piné económico, claro está) a Punta del Este o Miami, otra tierra de rubias, pero esta vez tan Koleston: Susana Giménez, su perla de muestrario.
Otra democratización, la de los avances de estos diez años en materia de diversidad sexogenérica, que también lleva el sello peronista (al que colaboró la militancia onegeril y la “autoría” socialista), re-habilitó con signo diverso la presencia de “otros” cuerpos en las playas, en las que a las panzas que descansan sobre muslos o rodillas, cuerpos esculturales y otros en su otoño inevitable, se suman las trans en bikinis, trikinis o enterizas que no ocultan ese borde que las conforma, como a tod*s nosotr*s, figurado por líneas anoréxicas, gimnásticas, atracones o reagrupamiento azaroso de grasas producto de antirretrovirales.
Con Claudia Vásquez Haro, dirigente de Otrans Falgbt, compartimos una semana en el coqueto Barrio Norte de Villa Gesell. ¡Tierra complicada, lo parió! Ningún vecino dudó en cerrar con ruido ensordecedor su puerta cuando escuchamos el discurso de la Presidenta y que, además, nos valió que luego nos quitaran sus saludos. Pero antes y después de eso no dejaron de fisgonear: mirada oblicua, dudosa, deseosa y recriminatoria, a su modo, guardada, hipócrita y altanera mediopelística. Cada vez que íbamos a la playa, nunca una familia entera miraba colectivamente, sino por turnos. Sobre todo los padres cabeza de familia que, cuando sus mujeres iban por choclos, churros o bijouterie vendida por golondrinas de otras tierras o del “sur” de la Villa, miraban desacreditados (sic) cómo su deseo fluía sin retén sobre esas curvas tan marcadas y tan competentes en el mercado libidinoso. Cada tanto había algún desagradable chistido, ese de sacarse comida entre los dientes, frente a un gritito o jueguito, siempre en femenino, que hacíamos en la playa, lo que parecía molestarles su paz: avívense clasemedieros, nosotr*s queremos divertirnos y les molesta la diversión de un*s extrañ*s en sus mapas culturales previsibles y que siempre están desigualados por relaciones como la melanina, la procedencia, la identidad de género, entre otras.
MANDIBULAS CAIDAS,TETAS ARRIBA
¿Qué pasaba por esas cabezas con ese repiquetear de lengua y paladar? ¿Qué dudas se dibujaron en esas dilatadas pupilas que muchas veces iban acompañadas con una leve caída de mandíbula? Hace rato que mi psicoanalista me convenció de que no hay nada menos productivo y más obturador que preguntarse por el deseo ajeno. Pero es imposible no simbolizar esa pretensión de frontera en un espacio liberado entre la tierra y el mar, en esa orilla donde cuerpos blancos monja buscan no sólo curtirse para elevar su status por los dos siguientes meses, sino también como esa línea límite supuestamente relajante en la que lejos del traje, el maletín y/o el escritorio, seres de 4 x 4, ajenos al círculo aristocrático local, que parece que en el invierno se entrega a desmanes domésticos y públicos según Saccomanno, se codean con una población que no controlan y con la que saben deberán convivir al menos 15 días. En esas jornadas de consumo, l*s locales parecen no sorprenderse: en sus coquetos restaurantes donde nos englutimos bagna caudas, risottos de lo más sofisticados y miles de combinaciones postreriles que se coronaban con la frase “frutos del bosque”, nuestra presencia fue “aceptada” (sí, en la línea de la tolerancia) al ritmo de salsa cubana bailada hasta por añej*s vistantes que se movían con cuerpos sostenidos por silla en forma de bastón. Había perplejidad en el ambiente, miradas cruzadas en familias tipo tan zapato náutico y remera sellada, sobre todo por el corazón de brillantina que Claudia eligió para cubrir sus partes superiores. El capital, en apariencia, homogeiniza, pero que le cuesta no hay dudas: bailamos entre nosotr*s, no hubo cabeceo de alguna mesa hacia la nuestra. Y no lo creímos por démodé sino porque sí ocurría entre otras.
Sólo hubo un personaje entrañable que no torció su mirada ni chistó sus dientes, una diosa teutona, poeta y artesana, descendiente de suizos, escoceses, alemanes e italianos del norte: Valeria Arnould, que apenas nos vio entrar se declaró “gay friendly” sin previo aviso, nos atrapó con su sorna a las familias “miranda” (miran y andan) que preguntan por precios y todo les parece caro, y que ella despachaba diciendo que nos estaba atendiendo a nosotr*s, amig*s alemanes que la estábamos visitando. En esa casa de artesanías custodiada por las cenizas de su abuela —que según Valeria “le rompe el culo a Evita” por lo linda—, no hubo lugar para miradas oblicuas ni explicaciones innecesarias. Apelando a Lacan y a su diáspora hippie-europea setento-ochentista, Valeria hoy amadraza a una chica afro, hija de su ex marido, que se pasea entre llamadores de ángeles, alfombras y hamacas paraguayas con un meneo gatuno y pelo sortija que también provocaba el cotilleo chongo o las miradas furtivas del componente masculino heterosexual de las familias clasemedieras: claro, la melanina también habilita operaciones invasoras en una geografía de orígenes europeos.
Esa ciudad de orillas (¿oriller*s?) como nos cuenta el libro Cámara Gesell, de Guillermo Saccomanno, no sólo es un espacio de visitantes acalorad*s, sino también territorio fijo e invernal de desmanes locales privados y públicos que quizá sea lo que les permite llegar al verano con mayores cuotas de interés y asepsia ante el “común” dinero circulante que esperan acaparar, para 10 meses restantes, bajo la forma de la sonrisa de molde sin importar supuestas identidades.
En ese contraste, y bajo lo que Juan Forn denomina “el estado mental Gesell” que nos relajó piel y mirada, nos ubicamos bajo una sombrilla con Doña Margarita, la madre de Claudia, una militante del APRA que supo poner en jaque, a fuerza de militancia, su ciudad de origen, Moti, al norte de Perú; libros con títulos que competían con la ficción que abundaba y que tenía sólo un nombre en portada y una tablet que juntó más de 400 fotos de poses varias. En ese escenario Claudia estrenó su bikini por primera vez en una playa pública con DNI adecuado y con posibilidad de casarse, que no implican, por supuesto, terminar con el fisgoneo y la exclusión que cierra puertas del “vivir juntos” mostrando escasa muñeca en puertazos literales y en los fisgoneos/chistidos más elípticos (parece que trans con bikinis y mariconeadas costeras habilitan odios menos explícitos al producido por una Presidenta hilvanando significantes), que sí permitió poner en discusión y atragantar la legitimidad no de presencias sino de la abyección con la que la debilidad del odio regulador hace carroña para poder parapetarse.
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