Vie 28.02.2014
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CINE Y SIDA

Mamita querida

Con Philomena, el director Stephen Frears narra la conmovedora y larga búsqueda de una madre, denuncia a la Iglesia Católica y, aunque parezca no hablar del “asunto”, se erige como uno de los más grandes activistas y retratistas cinematográficos de la homosexualidad masculina en la segunda mitad del siglo XX.

› Por Adrián Melo

¿Qué tiene de gay una película que denuncia los delitos de unas monjas irlandesas, que entre 1950 y 1970 se apropiaron de los hijos de madres solteras —alrededor de 60 mil— y los vendieron a familias norteamericanas, a la vez que acusaban a las progenitoras biológicas de indignas y pecadoras?

Voy a defender la idea de que pueden pensarse las películas Mi hermosa lavandería (1985), Susurros en tus oídos (1987) y la recientemente estrenada en la Argentina, Philomena, como una trilogía en la que el director Stephen Frears aborda diferentes maneras en que los gays vivieron sus existencias en distintos momentos y en diferentes ámbitos desde la década del ’60 en adelante. Y también pueden ser emblemáticas de las resistencias del arte a los prejuicios sociales y a la homofobia.

Porque el cine de Frears siempre rompió esquemas y estereotipos en el campo de las diversidades sexuales. En Mi hermosa lavandería, al presentar una historia de amor gay entre un ambicioso y algo inmoral paquistaní que vive en Londres y un racista convencido, politeñido y violento interpretado por Daniel Day-Lewis y lograr que los amantes resulten encantadores y las escenas de amor, provocadoras y bellas para su época. En un clima de tensiones raciales, y en el marco del conservadurismo de Margaret Thatcher, la tragedia parece ceñirse sobre la pareja durante todo el film. Sin embargo, alejándose de esa regla pocas veces violada hasta el momento que auguraba desenlaces fatales para los gays en sus ficciones como pago por el placer y el pecado, el amor triunfaba y los amantes tenían un final feliz.

En Abrete de orejas, o Susurros en tus oídos como se conoció en la Argentina (Prick Up your Ears), narra la vida del dramaturgo inglés estrella de la década del ’60, Joe Orton, no haciendo hincapié en su tragedia final —la muerte a martillazos en la cabeza a manos de su amante— sino rescatando al Orton de los Diarios que celebraba el cuerpo y los genitales. Frears no canta al Orton del madero sino al que vivía y se mostraba con Halliwell en épocas represivas con la misma naturalidad que la de un matrimonio heterosexual, sin excusas ni explicaciones, al que anduvo en los bajos fondos buscando carne proletaria y que se deleitaba en las sábanas, en los baños públicos y en los cuerpos adolescentes de Marruecos. “Para interpretar a Orton simplemente tienes que pensar en pijas”, declaró el actor Gary Oldman a propósito de su rol.

Tanto Mi hermosa lavandería como Susurros en tus oídos fueron capaces de evitar el tema del sida en un momento en que el campo de la militancia gay parecía exigirlo. Pero quizá justamente la militancia consistió en celebrar el cuerpo y en mostrar las provocadoras escenas eróticas que alegran sendas películas; en mostrar, retomando al Pasolini de la Trilogía de la vida, al sexo como alegría y subversión en momentos en que aparecía en el imaginario social como metáfora de la oscuridad y del pecado.

El manifiesto sexual de Philomena

Esta es una película tan gay como Mi hermosa lavandería o como Susurros porque el cine gay no es una cuestión de que el tema o el argumento principal sea una historia gay sino que es una categoría política relacionada con la militancia. Y Philomena es una película militante. Ya no es la década del ’80, y probablemente para Frears ya no resulta interesante ni tiene nada de subversivo el hecho de mostrar escenas de sexo gay. Porque ahora eso lo hacen los films más tontos y superficiales. El sexo gay se ha banalizado, parafraseando nuevamente a Pasolini, perdió parte de la fuerza revolucionaria que tenía antaño.

Pero sí resulta militante y subversivo retomar ciertas cuestiones que hicieron a las políticas sociales de la década del ’80 con respecto a los homosexuales y al sida, porque suele volver peligrosamente en oleadas neoconservadoras.

Con la historia de Michael Hess o Anthony Lee —narrada de soslayo a través de videos caseros que tienen una estética con tufillo republicano, que no dista mucho de los videos tan yanquis que ilustraban la vida del protagonista gay del film Philadelphia—, Frears está narrando la historia de una generación: la de los gays que nacieron entre las décadas del ’50 o del ’60, que vivieron su vida con una máscara, ocultando sus sexualidades y sus placeres, que tuvieron que casarse o buscarse una “pantalla” para no ser discriminados en sus trabajos o en sus ámbitos vitales, que gozaron de parte de la revolución sexual de los ’60 y de los ’70, que creyeron en el sueño americano y que luego perdieron sus bellos cuerpos, a sus amantes, a sus amigos y sus vidas en esa especie de apocalipsis de una comunidad (no quiero apelar a la figura religiosa, pero imagino que así debió haber sido vivenciado) que fue la epidemia del sida, mientras los gobiernos republicanos de Reagan y Bush les daban la espalda (no se puede dejar de rememorar el gesto criminal de Reagan de evitar la palabra “sida” durante siete años de su gestión y no emprender ninguna política pública sistemática contra la enfermedad).

También refleja algunas de las maneras en que la idea del pecado y de la culpa inculcada por la Iglesia moldeó la vida de generaciones de gays. En ese sentido, la vida de Philomena y la de su hijo actúan en espejo. Y es la adorable Philomena la que expresa más claramente la contradicción de pensar como algo pecaminoso un momento tan alegre y placentero como el que ella vivió con el hermoso joven del parque de diversiones con el que tuvo sexo casual.

Y finalmente la película es gay porque Philomena es la madre que todo gay quisiera tener. Y no sólo por estar genialmente interpretada por Judi Dench, que ya era icono gay como jefa de James Bond y en sus múltiples actuaciones en el rol de la reina Victoria, sino porque Philomena acepta naturalmente la homosexualidad de su hijo, desconcertando a quienes esperaban otra reacción de una mujer que sigue conservando su fe en la Iglesia Católica. “Siempre lo supe. Era demasiado sensible. Y cuando vi su foto en enteritos, no me quedó la menor duda.” Sin excusas ni explicaciones.

Es consolador pensar que, en sus últimos años, en su identificación con la madre biológica a la que sólo conoció durante tres años, pero que no cesó de buscar, desencantado del sueño republicano y conservador con el que quiso conformar a su padre adoptivo, a Anthony le quedó un doble orgullo. Orgullo de ser gay y orgullo de ser irlandés. Ese extraño orgullo de pertenecer a las razas vencidas o a las razas malditas.

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