MI MUNDO MARGUERITE CIEN CUMPLE 100 AñOS
Los últimos años de Marguerite Duras y sus últimos trabajos estuvieron marcados por la presencia, compañía, tormento y sombra de Yann Andréa, su amante homosexual. Entre la perdición y la pérdida, más sobre el misterio del amor.
› Por Walter Romero
“Uno nunca está a la altura de su propio amor. Como si el amor no nos perteneciera”, eso dice Yann Andréa que le dijo, una y otra vez, su compañera, una tal Marguerite Duras, nacida como Marguerite Donnadieu. Con gestos que fantasean un patronímico o una identidad, o que miman el tortuoso ritornello de ciertas escenas de la literatura durasiana –Yann Andréa, nacido como Yann Lemée, también supo ser para Marguerite y, Marguerite mediante, uno y otro–. Poco quedará, al final de este amoroso periplo, del tímido estudiante de filosofía que supo acercarse a Duras luego de las muchas “transformaciones” a las que ella lo “sometió”, pero cierto anonadamiento supo permanecer en quien fue actor de sus films, repetidor de su estilo literario, personaje de ficción o, simplemente, su partenaire. Acaso ella supo ver en él lo inefable de esos seres masculinos que portan “una oscuridad de naturaleza femenina”. En el libro-testimonio que se conoció en español como Ese amor (Tusquets, 2000), este hombre, bautizado por ella como Yann Andréa y nacido en Guingamp en 1952, le cuenta a un lector –con mucho de voyeur– cómo fue esa historia turbulenta y apasionada que sostuvieron por más de dieciséis años desde el tórrido verano de 1980 hasta el 3 de marzo de 1996 en que Duras murió.
La mujer ya célebre y tenaz, alcohólica y genial, y el varón inquieto y homosexual –y nulo para todo (al decir de ella); acaso como un novísimo “hombre sin atributos”– intentarán el duro oficio de acompañarse y reconfigurar eso siempre escurridizo: “Amor. ¿Qué amor? No se sabe. No hay que saberlo. No debemos nombrarlo”. “Together”, dice Yann Andréa que Marguerite le decía. “Porque no sabemos amar, no sabemos estar simplemente ahí con alguien.” Y luego de estas palabras, con tono de apotegma, salían a pasear por Orly, en esa hora en que ya no hay aviones: “Yo seré para usted un tema de amor”, dice Yann Andréa que le dijo Marguerite. Y agregó: “Un amor como el que pudiera aparecer en un libro escrito por mí”.
Casi sin tutearla, con cierto resquemor en la proximidad de sus cuerpos –en esa convivencia compleja que llevaron durante muchos años–, Yann Andréa se reconocía en los juegos durasianos y teatrales de pura proxémica, que lo hacían alejarse o desaparecer mientras ella escribía (“en las cámaras oscuras de la escritura”), saber ronronearle como un gato cuando estaba traspasada, o acercársele con cuidado, imitando acaso las relaciones de sus personajes literarios, movidos por la autora como en un tinglado de delicado equilibrio, donde vínculos imposibles de parejas o tríos inestables juegan a representar escenas de recidivas composiciones y descomposiciones.
Luego de pedirle que le firmara un libro en un cine de arte de Caen, Yann Andréa se anima. Y acaso en la única acción definitiva que cambiará su vida, le pide también una dirección para escribirle. Ella accede, a pesar de saber de los peligros que esto conlleva, y a ciertos chantajes a los que estuvo expuesta por este gesto, más de una vez. El le enviará –como en la crónica de un amor no anunciado– cartas que durarán años y que nunca tendrán respuesta. Hasta que, un día perdido de 1980, ella le manda El hombre sentado en el pasillo. Y él, claro, lo lee, y nada entiende. Y deja de escribir, y ella casi enloquece. Poco tiempo después, él recibe Navire Night y Les mains negatives, y ocurre de nuevo lo mismo: esa escritura lo embota, y ya no le escribe. Hasta que ocurre un milagro. Ahora será Duras quien le mande una esquela donde le cuenta –tratándolo casi como a un viejo conocido– sus dificultades con el alcohol (“Bebemos para olvidar lo insoportable”), la confesión de que leyó sus cartas y, en diminuta grafía, una serie de números. El, entonces, la llama.
El 29 de julio de 1980, Yann Andréa, siempre pobre y sin dinero –o con el poco dinero que le había quedado de sostenerle a Marguerite conversaciones y llamadas carísimas que duraban horas, en una especie de “orgasmo negro”–- tomará un autobús a Trouville para verla. El destino –que en esta historia es más literario que nunca– los unirá en una suite del Riches Noires, suspendida sobre el océano Atlántico, donde un tal Marcel Proust supo instalarse antes de reinar en el Grand Hotel de Cabourg.
La amistad se sella en un paseo en el Peugeot 404 de Duras, y en la primera –“La vie en rose”– de muchas canciones que entonarán como dos adolescentes de sesenta y seis y veintisiete años. “Capri, c’est fini”, “Blue Moon” o “A la claire fontaine” serán parte del repertorio compartido con algunos tangos inolvidables que el argentino Carlos Alessio escribió para los films de la escritora. Y la historia vuelve a repetirse. Sólo la primera noche ambos dicen “amarse”. Después ella se sumirá de nuevo en el alcohol y él correrá detrás de los guapos camareros contratados para la estación balnearia, para esa canícula toda durasiana, en ese hotel de lujo.
Ya desde el principio ella le quita –a este joven gay destinado a su vida– el apellido paterno (“hay que hacer esa borradura”), le mantiene el de pila, y le añade –al final– el nombre (Andréa) de su madre. Ese fue el primero de una serie de “bautizos”. Más tarde le enseñará a conducir, después a beber y, en el proceso de esta educación, “el muchacho nulo” sabrá, sin embargo, volverse muchos e inolvidables otros que atraviesan de manera deslumbrante la galaxia durasiana: el niño de ojos grises, el hombre atlántico, Yann Andréa Steiner, los ojos azules pelo negro, el mal de la muerte, el “otro” amante o el mismísimo Nadie.
Después ella lo convence de rodar el film Agatha, una historia de amor adélfico en el que Yann hará uno de los papeles. Y éste conocerá el cine y los rigores del mandoneo, gestos que soporta con paciencia hasta el “bálsamo final”: “Usted, Yann, con esa cara de nada, o que nunca sabe nada, ha estado realmente magnífico”. En esos vaivenes, ambos se convencen de algo que no es. “No hay nada que comprender.” Y Marguerite se asegura, en voz alta, que sólo a ella le podía tocar un tipo así. Una noche en que Marguerite cree no soportarlo más, lo echa con una nota en la maleta de despedida: “Adiós, Yann, para siempre”. Pero él no se deja vencer, y vuelve a “su tema” y, desaprensivamente, arremete. Cuando al día siguiente él regresa, ella le abre la puerta y le dice: “Usted no tiene dignidad”.
Avanzando así, a tientas, en “ese amor” de idas y vueltas, entre amagues y decisiones, o como de una aporía a otra, ambos se vuelven los amantes clochards. El amor entre Yann y Marguerite parece ser el experimento real de un amor durasiano, de ese amor que precisa estar siempre enviscado, plagado de sorpresas y accidentes, de indigencias y suciedades, de dudas y alarmas. Y Yann Andréa lo sabe, o lo aprende: “Con Duras no hay final”.
Cuando ella murió, Yann Andréa estuvo tentado de colocar un libro dentro del ataúd, pero al final prefirió guardárselo. ¿Su título? El amor. Marguerite Duras le dedicó a su último amante cinco libros: L’Eté 80, L’homme atlantique, Emily L., El mal de la muerte y el impactante Ojos azules, pelo negro: “Es la historia de amor, el más grande y más terrorífico que me haya sido dado escribir. Lo sé. Uno lo sabe por sí mismo. Se trata de un amor que no es nombrado en las novelas y que tampoco lo es por quienes lo viven (...). Se trata de un amor perdido. Perdido como perdición”, dice Marguerite, acaso refiriéndose a su amor por un desconocido que se le volvió inevitable, un tal Yann Andréa.
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