Sáb 19.04.2014
soy

Cuidados especiales

› Por Diana Sacayán

Las cosas transcurren en el centro de salud mental de manera abrumadoramente rutinarias: desayuno, medicación, algún que otro taller de manualidades, almuerzo, merienda, cena, un cigarrillo, medicación.

Pero, mirándola bien esta noche se vuelve particular al sintonizar un programa recordatorio del Potro Rodrigo en la TV; de pronto Susana saca a Lautaro a bailar y se mezclan en un paso de cuarteto con el que contagian a otr*s internos; el lugar toma ritmo y color alegre fuera de las patologías y la medicalización, fuera también de ver cómo pasa caminando tristemente una anciana de puntas de pie hacia el salón principal.

Hay momentos en que pensar en los problemas del mundo exterior abruma de tal manera que hace temblar las piernas, y hay otros en que aparece el amor y la mano tendida: la energía de Daniela y la jovial alegría de Nicolás, que son motor para transcurrir mis días más liviana y alegre. El mate circula como circula la vida, con más o menos expectativas. Siempre hay un hombro donde ahogar las penas.

La costumbre de no mirar lo que ocurre dentro de las instituciones de reclusión, recuperación y otras cosas hace suponer que la rutina no se corta con nada. Error. Una noche se armó una conversación en el patio, una ronda fuera de las lentes de las cámaras que todo lo miran... bueno, casi todo. Esa noche, Laura tomó un lugar protagónico en la charla, no sé de qué manera, pero cuando llegó ese momento hubo lugar para hablar de amor y desamor, sexualidad y sexo, y vino la sorpresa ante el resto. Una joven se declaró bisexual y de inmediato se dirigió a Laura diciéndole: “Vos me gustás”. Y acto seguido le pidió un beso y, ni lerda ni perezosa, se fue hacia ella y se transaron en un beso escandaloso ante los ojos de una enfermera apostada en la puerta. Espantada gritó “¡todos adentro!” y fueron encerrados sólo por un beso, un simple beso.

Pero como más aventura no podía faltar en este relato, Laura fue tramándola con el joven Nicolás: histeriqueo va, histeriquito viene, se convirtieron en inseparables y fueron creando también el ambiente para momentos eróticos bizarros como el de aquella noche de domingo en el comedor, cuando los demás comensales se concentraban en un sabroso menú de pastas con salsa y ella, discretísima, metía su mano por debajo de la mesa tocándole a Nicolás con suavidad su rodilla izquierda. El asintió con una sonrisa de oreja a oreja y permitió que –pantalón por medio– su mano tomara todo su miembro y sobara lentamente. Todo esto sin la más mínima sospecha de los presentes. El se acercó a su oreja y le dijo: “No soy de madera”. Pero la aventura fue más allá una tarde en la antesala de visita; ella lo halagó diciéndole “te ves bien, afeitado”, él contestó “vos también estás linda”, y le dio un suave beso en los labios. Tampoco faltaron momentos de ternura como aquel en que la mano solidaria de la trava le preparó paños fríos cuando estuvo con fiebre. Y ahora conserva la memoria trava el recuerdo de esa frase casi de regalo: “gracias por cuidarme, te quiero”.

Cuestión es que Nicolás se fue de alta a las dos semanas, la historia de amor continuó porque cuando Laura salió se encontraron en la ruidosa Buenos Aires, almorzaron en un prestigioso restaurante y luego marcharon juntos por el Día Internacional de la Mujer, gritaron consignas, saltaron y se tomaron fotos parece que la historia entre Nicolás y Laura no tiene fin. Pero queda una pregunta: ¿por qué a las travas nos sale siempre el alma maternal?

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