LIBROS II
El personaje de Los inmortales, de Claudio Zeiger (Emecé), impone un recorrido de Buenos Aires con la literatura y la historia a cuestas.
› Por Daniel Gigena
El narrador de uno de los relatos del nuevo libro de Claudio Zeiger se pregunta, ante una dedicatoria que encuentra en un viejo ejemplar de Capsicum (“Nuestros héroes no tienen tumbas porque son inmortales”), si quien escribió esa línea (Gustavo Mariani, “autor maldito” fallecido a consecuencia del VIH en 2008) se referiría a los desaparecidos, a la trascendencia, al canon literario o, literalmente, a la inmortalidad. Esas cuestiones entrelazadas, la gloria y la muerte, el dolor y la literatura, incluso “lo irrisorio de los huesos ilustres”, se diseminan en los textos –ficciones, ensayos, esbozos autobiográficos y una autobiografía en tercera persona– de Los inmortales.
Una voz singular, estabilizada por la percepción perpleja del paso del tiempo, cuenta un paseo nocturno de padre e hijo por la “calle” Corrientes. Ese viaje acotado por el espacio –bajan desde Pueyrredón, pero no cruzan la 9 de Julio– se duplica en el tiempo. “Citas furtivas, militancia y soberbia”: en la frase conviven, separadas, tres instancias de una educación sentimental que compartieron aquellos que fueron jóvenes durante la época (uno no sabe si llamada así con cinismo o con ingenuidad) de la “recuperación de la democracia”, cuando las citas entre varones homosexuales sólo podían ser furtivas. “¿Curtí Corrientes en esos años de telefónico, cuando trabajaba de noche, hasta la madrugada, o volvería después, cuando aquellos años bizarros y vitales, quizá transcurridos en mi última escuela de vida, empezaron a quedar atrás?” Que un libro se inicie con una despedida doble –del padre y, definitivamente, de la juventud–, con una especie de réquiem verbal figurado en una caminata de dos adultos, predispone a cierta clase de lectura: aquella en la que el lector descifra signos como quien profana huesos, reliquias, exvotos de un pasado compartido, pero transformado (desacralizado, dado que en eso consiste cualquier profanación) por el filtro de la literatura: “Y volvería a Corrientes, cambiado por la literatura”.
En “La última generación”, por una asociación libre, esa voz que es y no es la de Zeiger construye una serie paterna que incluye a su padre (podría no haberlo incluido), a Alfredo Alcón y a algunos intelectuales del grupo Contorno: Carlos Correas, Oscar Masotta, Juan José Sebreli (hay otra serie fraterna con los “hermanos mayores”, los desaparecidos). En las imágenes de los jóvenes intelectuales marxistas, convertidos luego en comentarista patricio de los acontecimientos sociales (Sebreli), en personaje arltiano subyugado por la traición y el rencor de clase (como algunos avatares de Correas) o en un advenedizo de la cultura que no pierde su aire provinciano (Masotta), late la potencia apagada de un momento histórico último. En esa evocación de una amistad, callado, el deseo sexual se disfraza. ¿De qué? De militancia política y vagabundeo por la ciudad, de teorías del compromiso y versiones liberales de la historia, de mudanzas y rondas por bares que jalonan episodios donde lo callado asoma, en general, de manera poco suave.
Una de las ficciones –ubicadas en una ambigua sección llamada “Intermedios”– retoma al personaje homosexual de El juguete rabioso, cómplice, hasta un punto, y consuelo de Silvio Astier, a quien éste traiciona, en parte porque era él único vínculo genuino que había podido forjar y destruir. ¿Qué función ocupa ese texto injertado de una travesti tarotista que, en la mitad de Los inmortales, declara: “Me vuelvo viejo. Me vuelvo vieja”? Tal vez la de resignificar la historia con el padre –como si aún la homosexualidad fuera una especie de traición al mandato de la especie transmitido por la figura paterna–, de la amistad herida entre las jóvenes promesas de la intelectualidad antiperonista, y también de la historia autobiográfica “del otro” (no ya uno mismo como otro sino la tercera persona de ese relato, ese otro que encarna el pasaporte a una identidad posible). “Pero la tensión que todavía mantengo con las vidas de los otros se ancla en una incertidumbre acerca de mi raíz existencial.” La autobiografía del Gato, un huérfano criado en los hoteles del Ministerio de Bienestar Social en Embalse, fulminado años más tarde por la epidemia de sida en esa década ya muerta por el libro (la de los años ’80, la de la efervescente calle Corrientes, la del comunismo como vía revolucionaria y la de la primavera alfonsinista), guarda una clave de la escritura que Zeiger perfecciona libro a libro y que cualquier lectura (tan incierta como ésta) procura encontrar o, se podría decir también en este caso, desenterrar.
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