TEORIA EN PRACTICA
Teresa de Lauretis es una de las teóricas más osadas del pensamiento feminista contemporáneo. Lesbiana, italiana (aunque vive en California) y políglota, también activista y docente, su obra es vasta y por demás audaz (que no se la cite lo suficiente es mero gesto egoísta de sus contemporánexs): intervino en el campo de los estudios cinematográficos, semióticos, filosóficos, psicoanalíticos y literarios, e irrumpió en la reflexión crítica con categorías que produjeron sismos en los estudios de género. El próximo martes dará una conferencia en el Centro Cultural de la Cooperación.
› Por Laura Arnés
Casi todxs lxs que circulamos por el ambiente escuchamos hablar alguna vez de Judith Butler, de sus aportes acerca de que el género no es natural sino una construcción performática, una ficción reguladora que actúa sobre los cuerpos y que se instituye a partir de la repetición gestual y discursiva. Sin embargo, fue De Lauretis quien, en un artículo renovador del pensamiento feminista, insistió en que pensar el género como diferencia sexual (la mujer como “otro” del hombre) mantenía la teoría feminista atada a dicotomías patriarcales universalizantes. Fue ella quien, resituando un concepto foucaultiano fundante –el de “tecnologías del yo”–, propuso el término “tecnologías del género” para evidenciar que, como la sexualidad, el género tampoco es propiedad natural de los cuerpos sino el conjunto de efectos producidos por complejas tecnologías políticas como el cine, la literatura, la familia, las teorías, las políticas de Estado, las instituciones, etc. Así, el “género” es para esta autora el producto y el proceso de representación y autorrepresentación de esos modelos jerarquizados de masculinidad y feminidad difundidos por las formas culturales hegemónicas de cada época que todxs repetimos o, incluso, de las que nos desviamos (afirmando o negando, siempre se reconoce la norma, que salirse del sistema es imposible). En otras palabras: el género sería –para ella– un sistema de significados predicados e inscriptos sobre la (falaz) dicotomía conceptual de dos sexos biológicos. Pero De Lauretis afortunadamente no se queda ahí: su golpe maestro fue igualar “género” con “ideología” (Althusser). Prueben reemplazar los términos: la sustitución funciona cada vez.
Mucho pensó De Lauretis sobre las condiciones y posibilidades de(l) ser feminista (creo que es Elizabeth Grosz es quien mejor retoma sus reflexiones). Fue hace un par de décadas, es cierto, pero volver a leerla en profundidad nos haría mucho bien. A partir de su discusión con otras teóricas, llegó a la conclusión de que el “sujeto feminista” es quien rechaza, no puede ser sino un sujeto en proceso de definición constante: no hay a priori posible que señale “lo feminista” (la mirada siempre tiene que ser situada, localizada. La universalidad es imposible). Pero, además, el sujeto feminista es muy consciente de estar siempre dentro y fuera de la ideología del género: “siempre será en-gendrado allí”. Es decir, “en otra parte”. Esa es su paradoja. Así, para el sujeto feminista, habitar la contradicción, tensionar la negatividad crítica de la teoría y la positividad afirmativa de sus políticas es no sólo condición histórica de existencia sino la condición teórica de su posibilidad. Pero hay otro detalle: para De Lauretis “es a través del feminismo que la identidad lesbiana puede ser asumida, hacerse discurso y articularse en concepto político”.
En “Sujetos excéntricos” De Lauretis sostuvo, y en esto seguía a Monique Wittig, que el término “lesbiana” no se refiere, sencillamente, a una mujer lesbiana. Es, en cambio, el término conceptual y teórico de una forma de conciencia feminista que sólo puede existir en el “aquí y ahora”, una posición “excéntrica” alcanzada por medio de prácticas de desplazamiento político y personal a través de los límites de las identidades sociosexuales, y entre cuerpos y discursos. Pero –como es su costumbre– De Lauretis no se quedó allí. En 1994, retoma a Freud para reflexionar en torno del lesbianismo desde otro ángulo. Seguirá sosteniendo que “lesbianismo” es una estructuración particular de un deseo que potencia al sujeto sexuado mujer y que representa la posibilidad de acceso a una sexualidad no recuperable por una economía libidinal falocéntrica. Es decir que no sólo sería autónoma respecto del varón, sino que implicaría una producción diferente de referentes y de significados. Pero, además, va a reconocer que la identidad sexual no es ni innata ni simplemente adquirida, sino dinámicamente (re)estructurada por formas de la fantasía –privadas y públicas, conscientes o inconscientes– que están culturalmente a disposición y son históricamente específicas. Es en este punto que se enfoca en lo que llama “teoría negativa de la sexualidad freudiana” en busca de un modelo formal de “deseo perverso” que dé cuenta de las representaciones del lesbianismo en las ficciones culturales.
Aunque en general no se lo diga, fue De Lauretis quien acuñó el concepto “teoría queer” en una conferencia que dictó en la Universidad de Santa Cruz, California, en 1990. Su intención era reinventar los términos en que se pensaba lo sexual. Era una apuesta, sobre todo, política. La palabra “queer” circulaba en las calles desde los ochenta y fue un gesto deliberadamente disruptivo y escandaloso juntarlo con el “alto” concepto de “teoría”. Sus objetivos, como nota David Halperin, eran, básicamente, dos. En primer lugar, procuraba crear un sistema que permitiese dejar de pensar las sexualidades disidentes como algo marginal en relación con una forma de la sexualidad (la heterosexualidad) estable y dominante, frente a la cual podía ser definida por oposición u homología. Esto implicaba que las “homosexualidades” no debían ser vistas como transgresoras o desviadas o como el “estilo de vida opcional” que el pluralismo norteamericano defendía, sino que podían ser reconceptualizadas como formas socioculturales emergentes con términos propios. En segundo lugar, buscaba poner en evidencia los presupuestos heterosexuales y generizados que sostiene toda la teoría y la enseñanza en los circuitos académicos.
Esta propuesta, evidentemente, permitió reabrir la discusión relativa a la relación entre género y sexualidad que había tenido cierto auge en décadas anteriores, inauguró mayores posibilidades para los estudios trans-género y aquellos relativos a sexualidades SM y BDSM, y habilitó la visibilidad de expresiones no normativas del género y la sexualidad.
Sin embargo, sólo tres años después de haber propuesto el nuevo término, De Lauretis se retracta y retorna, insistentemente, al término “lesbiana”. A su criterio, la teoría queer se había convertido, rápidamente, en una “criatura conceptualmente vacua, funcional a políticas editoriales”. Llamativamente, dice, la teoría que proponía abrazar lo “anormal”, que sostenía fundamentos radicales (anti-identitarios y anti-asimilacionistas) había sido absorbida por la academia y el mercado como nunca lo habían sido los Estudios Gay/Lésbicos (supuestamente liberales y serviles al statu quo). Pero, además, sospechosamente, “queer” se auspiciaba a sí mismo como una suerte de concepto más avanzado, superador no sólo de los estudios gay/lésbicos sino, también, del feminismo. Gesto que, claramente, no podía aceptar. Y, sin embargo, el debate sigue hoy estando acá. Sobre la mesa.
Sus libros fundamentales son Alice Doesn’t: Feminism, Semiotics, Cinema (1984) –traducido como Alicia ya no, 1992–; Technologies of Gender: Essays on Theory, Film, and Fiction (1987) –traducción parcial en Mora, Nº 2, 1996– y The Practice of Love: Lesbian Sexuality and Perverse Desire (1994), el último gran relato, que cruza psicoanálisis y feminismo lesbiano.
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