TEATRO
Bien distinto a lo que ocurre en verdaderos dark rooms, en los cuales si la palabra aflora es como indicación para satisfacer rápido y mejor a la anónima media naranja del momento, en la obra de Martín Marcou el protagonismo viene dado por el discurso y los cuerpos que se encuentran y se preocupan por su soledad más que por calentarse entre ellos.
› Por Facundo R. Soto
Doce personas caminan por la oscuridad, deseándose; se provocan, pero no hablan. Inquietan al espectador. No por la silueta difusa que se mueve, ni por el volumen que ocupan en el espacio. Es lo que tienen para decir, que no dicen en el dark room (esa sala laberíntica donde los cuerpos se chocan para satisfacerse como caníbales), pero la obra de Martín Marcou (Hombres en celo, Lame vulva, entre otras) y Juan Crespo (dramaturgo y periodista, autor de Sri Lanka) hace hablar a esos cuerpos, decir quiénes son y qué buscan, aunque ellos no lo sepan. No es la descripción del camino que hacen como autómatas en tránsito, en yire, sino que los perfora y se mete en la psicología de cada personaje hasta que aflora qué es lo que lo llevó a cada uno hasta ese lugar. Un alemán que se siente solo porque su pareja está lejos. Un cuarentón que fracasó en los lugares gays. Un casado culposo y adicto a los hombres. Un oficinista al que le viene bien lo que sea. Un hombre maduro que sueña con volver a ser deseado. Un chongo que todos quieren comerse. Un chico que se mete por primera vez, son algunos de los personajes que se pierden en la oscuridad. Cuerpos que se despersonalizan en un lugar donde el tiempo se eterniza y el choque produce desencuentros.
–Me pasó algo muy particular. Cuando me separo de mi pareja, con la cual conviví siete años, voy a una fiesta con Juan y después él me dice que se va a un dark room. Yo le digo que nunca había ido, porque no me había llamado la atención. Entro, hago los yires habitués para conocer los espacios, los gabinetes. En un momento paso por el túnel y cuando entro al laberinto una persona me agarra y me empieza a besar de manera apasionada. Con el chabón estábamos en un momento de mucha pasión, y a la vez muy familiarizado uno con el otro. Era raro. La cosa es que el chabón en pleno beso, y en pleno idilio, me dice que vayamos a la luz, así nos conocemos y charlamos. Salgo. Nos miramos y era mi ex.
–Pensé en los estímulos, la relación, el encuentro con el otro, el deseo. Pensé que yo, a lo mejor, me había separado porque en los últimos seis meses no tuvimos prácticamente relaciones sexuales. Sin embargo, en la oscuridad se resignificó ese deseo en otro espacio, en otro contexto, que en la oscuridad me generó otras representaciones. Leí eso como una despedida de los cuerpos, porque después no volvimos. Yo soy perversamente monogámico, que no es mejor ni peor que otra cosa; simplemente es una elección, me pasó eso. Y de ahí salieron varias preguntas.
–Esa pregunta, medio maniquea, me apareció con los debates con amigos que tenía sobre esa práctica; lo que me pasaba a mí con eso, cuáles eran mis prejuicios sobre el tema. La obra no da ningún tipo de respuesta a la pregunta, porque no correspondería. La libertad del deseo es personal; yo respeto a ultranza la posición de cada uno. Mucha gente me decía: ¿para qué te vas a meter en el cogedero de los putos? Y mi respuesta era otra pregunta: ¿por qué no? Si son lugares con presencia del colectivo gay. Además, porque el tema sirve para abrir otras preguntas...
–Yo no tengo ninguna relación con la religión, soy agnóstico. Es un espacio muy particular, de cruces, donde va un cartonero y se cruza con un bancario... Un espacio donde confluyen sexo y capitalismo, porque las personas pagan para tener sexo. ¿Por qué encerrarse a coger? No desde un lugar moral sino desde la pregunta de querer saber por qué se paga para ir a encerrarse. El signo del capitalismo está ahí presente todo el tiempo.
–Tal cual, como fundamentalismo del sexo como bandera. Hay algo del orden de la compulsión que me parece sugerente y la pregunta es: ¿qué busca la persona? Porque decir que sólo van a buscar sexo es simplista. En ese sentido tendría que mostrar cuerpos desnudos y sexo (mucha gente quiere ver eso). Pero tomé otro camino. Mi posición es que ninguna persona que pisa un dark room sale ilesa, para bien o para mal, sale absolutamente modificado. Siempre salís con una marca (la que sea, la que fuere), pero hay algo que se impregna en el cuerpo y en la psiquis que hace que te determine de alguna manera. La relación que uno genera, una vez que entró, aunque no vuelva más, es como una huella indeleble.
–Yo entiendo que es un lugar de tránsito, pero también hay un orden que se genera, que tiene su propio ritmo. Hay un ritual que crea un lenguaje. Hay algo de la mirada sobre el espacio donde uno se tiene que perder. Fijate cómo son estos lugares: son laberintos, lugares callados, donde los cuerpos son los que hablan. Hay gente a la que le encanta, que tiene una práctica que lo toma como su hábitat y se convierten en habitués. Está bueno pensar en la gente joven que descubre estos lugares, qué pasa con los que van siempre, con la vejez, con el tema del HIV.
–Hay un completo desencuentro entre las personas. No creo que haya que responsabilizar a la época porque la soledad existe desde siempre. El tema es cómo se relacionan las personas atravesadas por las variables de su tiempo. Las personas no se encuentran, se desencuentran, quizás ahora más que nunca, y no hay relato.
Cosas que tengo que decirte antes de ponerme de rodillas. Dark rooms
Lunes a las 21, teatro La Comedia, Rodríguez Peña 1062
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