A LA VISTA
Desde los ’80 hasta acá han cambiado muchas cosas en relación con el VIH, en general para bien. Hay preguntas difíciles que persisten pero, también, pluralidad de respuestas. Lo que es inadmisible es que en la Argentina de hoy haya dificultades para conseguir la medicación antirretroviral.
› Por Gustavo Pecoraro
“¿Cómo le digo ahora a mi novio que me dio positivo?”
Así –directa– fue la pregunta que E. me formulaba por teléfono. Un interrogante que tiene muchas respuestas, que vaya a saber por qué E. sentía que yo conocía. Seguramente su confianza estaba en ese amigo en común que le “recomendó” que me contactara. O en que alguna vez dije algo que le pareció tal vez tranquilizador. Cuando tuve a E. enfrente, café de por medio, me abordó una profunda melancolía. Presumo que desde la inocencia me contó que había practicado sexo sin protección.
“¿Que cómo se lo decís?” Esa delgada línea que separa la responsabilidad del morbo es precisamente tan delgada que no se ve fácil. Coger sin forros es una opción válida –discutible o no, es válida–, pero hoy por hoy la información sobre la prevención está tan extendida que quien lo haga sabrá y tendrá que asumir que la transmisión del VIH puede estar presente en la mayoría de los casos. Los acuerdos sexuales son eso: acuerdos. Y no me creo quién para pontificar sobre los deseos de las demás personas, para eso ya tenemos a la Iglesia, que dicho sea de paso ordena no usar forros. La evolución en materia médica, preventiva, comunicacional e incluso en recursos que brinda el Estado, hace que vivir con VIH no suene tan pesado como hace 20 años. Lo que habría que pensar más detenidamente es si eso ha llevado a que no se hable de VIH y sida, o si el imaginario social lo ha relegado como preocupación. E. me hizo contemplar mi propia experiencia. Un espejo distorsionado porque nos separan dos décadas, pero un reflejo claro de –casi– la misma praxis. De los rechazos del pasado a las felices parejas serodiscordantes del presente. De las luchas por el bienestar a las políticas de bienestar.
De la pandemia y las muertes a un futuro esperanzador, aunque tarde un poco más de lo que algunos creen.
Valga decir y repetir, para dejarlo bien claro y que no se le olvide a nadie, que la vida de una persona viviendo con VIH es la misma vida de alegrías y tristezas que la de cualquiera. Una vida que tendrá las mismas oportunidades o dejará de tenerlas por factores que poco tienen que ver con este virus. Salir del lugar de la víctima es una excelente receta terapéutica. Otra, derribar el silencio que muchas veces se mezcla con la culpa y el miedo al rechazo. No quisiera pasar por alto las circunstancias sociales que también son un elemento a considerar en el bienestar de la salud de las personas viviendo con VIH (ver recuadro). Pero si bien las diferencias socioeconómicas pesan en cuanto al acceso a la salud, a la contención, e incluso a una adecuada atención en los centros asistenciales, lo micro, que está muy ligado a la actitud personal, es más o menos igualitario para todas y todos. El VIH nos iguala y también nos diferencia. Invariablemente es más fácil de escribir esto en un paper del Conicet que corporizarlo en una sala de hospital donde la fila del laboratorio tiene un solo sentido y la formamos todos por igual.
En materia sexual y de relaciones, cierto es que siento como una especie de afinidad de membresía cuando estoy delante de alguien que comparte conmigo esta situación de vivir con VIH. Un deseo quizá más liberador. Pero también es muy reconfortante poder compartir sexo, vida o amorío con otra persona que no convive con el VIH. La confianza y el compañerismo pueden tener una nueva forma para brillar. De todos modos, lo que para mí resultó no necesariamente debe o puede resultar para los demás. Al decidir conversar con E., lo hice desde el lugar de compartir una vivencia. Sólo en una cosa actué como una especie de consejero: él dudaba de cuándo hablar con su madre, con la que vive (pensaba que no era el momento aún), que sería muy pesado de sobrellevar. Si había sido tan determinado en coger sin forros, tendría que serlo para compartir con sus afectos (en este caso la persona con la que convive) lo que debería enfrentar de acá en adelante. Liberar el secreto.
Una madrugada de febrero de 1992 entré al Hospital Muñiz para ver por última vez –en otra despedida sabida– a uno de mis mejores amigos de esos años: Ricardo Demonte. Me acompañaba Carlos Jáuregui, que siempre la jugaba de más valiente. Recuerdo que nos quedamos sentados por un rato en el pasto de esas calles que rodean a los distintos pabellones del hospital. Carlos fumó y decidió entrar primero. Cuando volvió, no podía contener las lágrimas y dijo: “Está muy mal, gordo. Tenés que despedirte”. Crucé aterrado ese pasillo largo y lleno de tubos de oxígeno que llegaba a la sala 17, donde alojaban a “los enfermos de sida”; a los costados, mamparas de vidrio separaban otras camas con otros cuerpos que me dejaron grabados en la memoria el ruido de un respirador artificial de un hombre de edad indescifrable, y el olor a agonía que reinaba en el silencio de esas paredes sucias y descascaradas.
Ricardo estaba flaquísimo, todo doblado del dolor, medio vestido entre una sábana blanca y un pañal de adulto, con la cara manchada de Kaposi. Había mucho miedo en su cara, también mucho cansancio. No podía creer verlo así. Ricardo había sido mi compañero del MAS, “mi cuadro político” que dirigía el equipo de militantes en el Frente de Artistas donde yo activaba por aquellos años. Tenía dos hijas del matrimonio con su compañera de toda la vida, y había logrado hacer su salida del armario junto a mí, y acompañando ese proceso se hizo amigo de Carlos y el grupo de maricas que pasamos por la CHA y GaysDC, y que habíamos recalado en la casa de la calle Paraná. Le habíamos puesto el apodo de Peluquita, no recuerdo bien por qué, pero él estaba tan feliz con “ser gay” que poco le importaba. Pero ahora Peluquita se moría y yo no sabía qué hacer.
Lo único que se me ocurrió fue masajearle las piernas escuálidas, darle un poco de mimos. Se durmió plácidamente. Al otro día acompañé sus restos hasta el cementerio de la Chacarita, hasta un nicho al que nunca más visité.
La muerte de mi amigo Ricardo, así como la de otros amigos como Pablo, Remi, Roberto y Carlos Jáuregui, o como la de algunos de mis primeros novios Fabián, Jorge o Roberto, son parte de un pasado horrendo que tuvimos que afrontar como colectivo, como sociedad y fundamentalmente como putos. Algunos de los cuales también somos personas viviendo con HIV. ¿Cómo contar la sensación de besar la frente fría de aquel al que tantas veces besaste en la boca? La muerte integra mi relato, como la muerte integra la praxis generacional de miles de homosexuales que rondan los 40 y más, que pasamos el peor momento de la pandemia como pudimos. Medicamentos que no llegaban, médicos que no sabían, análisis que experimentaban, gobiernos que negaban, personas que discriminaban y en el medio los putos muriendo. Hasta que desapareció el estigma del “cáncer rosa” o “peste rosa” pasaron unos años, y en el medio los putos muriendo. Llorábamos, teníamos miedo, nos juntábamos, y en el medio los putos muriendo.Morimos, pero también resistimos.
En ese resistir, lo subjetivo se impone cotidianamente en cómo construimos nuestras vidas. Y ya hay suficientes factores sociales que lo vuelven impuro. Burocracia, dolores, angustias, discriminaciones, maltratos, silencios, muertes. Podríamos incluir todas esas cosas en el combo de lo inevitable de “la vida misma”. Sin embargo, también existe como opción la resistencia –algo a lo que me atrevería llamar “un tesoro”, aunque suene bastante cursi– que depende única y exclusivamente de cada persona, y que nos fortalecerá a cada paso. Y seremos felices y viviremos resistiendo.
Que no es mucho más que sobrevivir.
O al menos una buena receta sobre vivir.
Agregado fuera de planes
Después de entregar esta nota fui a buscar a mi obra social (DOSUBA) la autorización anual para retirar mi medicación y ya me dijeron que no entregarían Ritonavir por el momento, ni saben cuándo. Voy a plantear reclamos...
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