Maiamar Abrodos se luce en su rol de madre todopoderosa en El corso, una obra de teatro que muestra el off de las murgas argentinas.
¿Qué hay detrás del corso, sinónimo de alegría, de barrio y de familia? En esta ocasión, El corso es, sobre todo, esperanza. La misma que trajo a sus protagonistas desde el terruño provinciano, abrazando el sueño de un futuro mejor. Bajo esta trama, tan repetida en tantas familias argentinas, vemos cómo Buenos Aires impacta de un modo muy distinto en cada uno de ellos. Hay quienes se mimetizan y silencian sus raíces del interior, quienes no se acostumbran, quienes no quisieron venir nunca, y quienes se arrepintieron de venir, al comprobar que lo de “Dios está en todos lados, pero atiende en Buenos Aires”, aunque no piensan dejarse ver en la tierra que los vio nacer volviendo derrotados.
La obra, escrita por Manuel Cruz y dirigida por Jesús Gómez, nos invita a ver a quienes están detrás del Rey Momo, en este caso a través de una familia encabezada por la excelencia actoral de Maiamar Abrodos, dejando a la vista la carencia de sentido que tiene el prejuicio de no incluir a personas trans en todo tipo de papeles. El género se vuelve circunstancia. Maiamar llena el escenario con su talento y su físico imponente, del que se vale para encarnar a esta madre campesina y provinciana, de espaldas anchas para soportar vendavales. Maiamar presta al personaje su mirada intensa y penetrante, que tan bien encarna a esta luchadora, plagada de lágrimas secas y penas disimuladas por la urgencia. La resistencia habita en los ojos de la adversidad, de las personas trans, de las madres solas, y de todo aquel que se sintió solo contra el mundo.
En una habitación de hotel con aires de conventillo conviven un abuelo –cuya lucidez quedó en el pueblo, lugar del que nunca quiso salir–, dos hijas adolescentes –lentas para ciertos mandados, y rápidas para otros– su madre y el nuevo novio de ésta, ducho para meter mano en cuanta mujer se le acerque, pero inservible a la hora de colaborar en la economía del hogar, conviven en una habitación, donde huele a pizza horneada en lata de dulce de batata y suena cumbia. La obra encuentra a esta familia en los preparativos previos al corso, viendo el amontonamiento de gente como una chance para juntar unos pesos y tirar unos días. Una escenografía espectacular nos transporta y nos sienta en una de las sillas, que son desiguales, tanto como cada uno de los personajes que apretadamente viven en ese cuadrado abarrotado de cosas, interpretados brillantemente por Laura Palmucci, Carlos Donigian, Maiamar Abrodos, Roberto Giovanetti, Sabrina Gullino y Sara Valero Zelwer.
La brillantez de este grotesco, que pone en evidencia viejos estereotipos repetidos hasta el cansancio, esos de los que deberíamos haber dejado de reír hace rato, recae en que, entre tanta miseria, no hay lugar para las lágrimas, y las risotadas resuenan en la sala cada vez que el texto despunta el saber hacer leña del árbol caído, del cual tanto sabe quien las pasó bravas. Nos permite reír –por no llorar– de un concubino que no diferencia entre las hijas de su propia mujer, o alguna vecina a la hora de tratar de meter mano en algún cuerpo femenino. La sexualidad es, de algún modo, la moneda de cambio. La madre tolera la vagancia y la desfachatez de su pareja, consolándose viéndole un parecido inexistente con el cantante Sergio Denis, y cuando intentan vender entradas o pedir sillas prestadas, vemos cómo la llave al éxito es la turbia relación que tiene el “hombre de la casa” con una de las vecinas, o la actitud y la ropa provocativa que lleva a una de las chicas a vender rápidamente lo que faltaba. En la obra no hay tiempo para proyectar un mañana, se sale del paso y se vive el día a día, tratando de apilar unos pesos para satisfacer la urgencia de hoy.
Miércoles a las 21.30, El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034.
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