TEATRO
Desde la diversión y el sarcasmo, Rosas en el mar rompe con estructuras teatrales y musicaliza las desventuras de las relaciones posmodernas.
› Por Alejandro Dramis
El afiche de la obra muestra un diario cuya nota de tapa recomienda “Soltarse y sentirse reina”. Los nombres de los actores y las actrices están tachados, y más allá de alguna que otra noticia y del nombre del director, no hay otros datos acerca del espectáculo en cuestión. Minutos antes de comenzar la función todavía seguía sin comprender con qué iba a encontrarme cuando se apagaran las luces. De más está decir que ese diario no es verdadero y que forma parte del diseño publicitario de Rosas en el mar, pero ya sentado en la butaca del teatro creí comprender algo de la relación que tenían esas noticias: la nota de tapa evoca el hit de Thalía “Todos me miran”, y otra de las noticias del afiche, una sobre la cantante española Massiel, rememora el éxito monumental de “La, la, la”, pieza ganadora del Festival de la Canción Eurovisión en los años ’60 y cuyo estribillo decía algo así como que era más fácil encontrar rosas en el mar que hallar un amor que perdure y comprenda la complejidad de los sentimientos.
Entre la incertidumbre y la curiosidad, todo lo que ocurre desde que unx ingresa a la sala forma parte de una cadena de sorpresas. El hecho teatral se reescribe desde su comienzo, se desdobla y se convierte en un espacio de acción y reflexión acerca de la mirada de lxs otrxs sobre unx mismx y, a su vez, de la mirada propia sobre el público circundante. Los límites entre la ficción y la realidad rápidamente se tornan problemáticos, y asaltando la comodidad típica que ofrece al espectador el teatro tradicional, la obra de Emiliano Samar atenta –sin recurrir a fórmulas gastadas o a estrategias conocidas– contra las fronteras de la representación artística y contra los roles estancos de quienes hacen y de quienes observan el espacio escénico. Ya disuelta la división escenario/butacas, en la sala afloran alegóricamente las diversas condiciones de los vínculos sociales, artísticos, amorosos y sexuales que se dan entre los individuos desde una perspectiva tierna y maléfica, absurda y racional; humana, demasiado humana. Redes (anti)sociales, dependencia de supuestos amores enquistados en pantallas de celulares, expectativas depositadas en relaciones incomprendidas e incomprensibles se suman a una serie de situaciones vinculares posmodernas que las letras de las canciones pop muy bien saben retratar, en las cuales los tópicos como la soledad y la búsqueda del afecto a cualquier precio funcionan como un alimento poético en constante crecimiento.
Junto a la original puesta en escena se sucede un puñado de shows musicales dignos del recuerdo de las operetas trash que solían amanecer en los pocos boliches en los que se respiraba diversidad sexual hace un par de décadas atrás, espectáculos jamás carentes –como aquí tampoco– de plumas, purpurina y movimientos pélvicos de un erotismo impostado por la genial exageración de sus intérpretes, una reivindicación de la estética kitsch como vía de expresión de los deseos más hondos. La relación entre la condición humana, el amor y la música pop vuelve una y otra vez a iluminar los corazones apagados (y también a apagar los encendidos) igual que en aquella acertadísima pregunta que se hace John Cusack al comienzo de Alta Fidelidad: “¿Escucho música pop porque soy miserable, o soy miserable porque escucho música pop?”. Imposibilitado de dar una respuesta, tampoco de Rosas en el mar queda mucho por decir acá, dado que forma parte de esos espectáculos que hay que ir a ver y experimentar en carne propia.
Domingos a las 21, NoAvestruz Espacio de Cultura, Humboldt 1857
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