La fiesta travesti tiene sus ritmos, sus colores y su historia. En los malos tiempos como en tiempos mejores sigue siendo un espacio de solidaridad, resistencia y furia. En estos recuerdos salteños, a pesar del final anunciado con interrupción policial y corridas, al baile nadie lo para.
› Por Lohana Berkins
La fiesta para nosotras siempre estuvo cargada de sentido: como espacio de resistencia y diversión al mismo tiempo. Ni el pintor más avezado podría retratar la belleza de nuestras fiestas, sobre todo las salteñas. Muchas veces caseras, muchas veces en ocasión de un cumpleaños. Y si no había homenajeada ese sábado, se inventaban los motivos. Las fiestas de La Negra Estela eran muy populosas, para alquilar balcones. Me acuerdo con especial cariño de las fiestas de La Gorda Pocha. Eran muy convocantes y a su casa concurríamos travestis jóvenes, viejas, con nombre y otras todavía “en el closet”. Pero no solamente travas. Si algo caracterizaba aquellas fiestas era el esmero en la decoración y el brillo tercermundistas. Te ponías tu mejor traje o te mandabas a hacer algo con una modista. La entrada de la casa de La Gorda Pocha se volvía pasarela de barrio. Colores chillones, flores artificiales... el buen gusto sin dudas pasaba por otros lados. Eso sí: abundante comida, vino, infaltables empanadas. “Los cortinados”, como les decíamos a los grandes telones de tafeta que poníamos en las paredes, eran de gran relevancia. Eran una manera de darle glamour a la noche y de tapar la pobreza de los lugares donde organizábamos las fiestas. Las hacíamos nosotras a las cortinas: comprábamos metros de la tela más barata del mercado y cualquier marica cual Rosa de Lejos le daba forma con la máquina de coser.
Lo gracioso y lo lindo era que no se trataba de fiestas exclusivamente para travas, cada una venía con su comadre, tía, sobrina, vecina, la peluquera, la modista. Las señoras del barrio también se lucían allí, se ponían sus modelitos. Algunas travas venían con sus maridos. Y no podían faltar los chongos. Era obligatorio que cada chongo invitara a tres o cuatro amigos para tener para elegir. A la orden del día estaban las escenas de celos, los amores tan intensos como breves, las estrategias de levante, que en verdad no requería tanta planificación sino que era bastante directo. Al chongo se lo elegía sin mucha vuelta. Cuando se tomaba un vaso de vino, a sus ojos todas nosotras éramos Angelina Jolie. Los chongos se peleaban por nosotras, la sed de conquista era absoluta. Muchas veces pasaba que un grupo de chongos de otro barrio se querían sumar y ahí se armaba tremenda batahola que terminaba en drama. Entonces las travitas jóvenes aprendían uno de los primeros tips de supervivencia: “el pico de botella”. Te corrías el modelito, te sacabas los tacos, agarrabas del pico alguna botella vacía de vino barato, le rompías la base con firmeza contra el piso y te quedabas, cual arma, con el pico en tu mano. Podías usarla para defenderte o para defender a tu chongo. Lo mismo cuando explotaba alguna interna entre nosotras (“que aquella marica me dijo esto o lo otro”). Se aprovechaban ciertas etapas de la borrachera generalizada para armar rosca y cobrar facturas. Siempre alguna exaltada por el alcohol se ponía agresiva o llorona. Entonces, aparecía La Divina Valeria y lanzaba su tan oportuna frase de consuelo “dejala, que se desaugue”. Luego, la bronca pasaba y seguíamos bailando, dando vuelta una y otra vez el mismo casete, hasta altas horas de la madrugada. Hasta que alguna vocecilla gritara “¡La cana, marica!”. Y ahí corríamos despavoridas, trepábamos a los techos, nos escondíamos debajo de la cama, no quedaba ninguna. Muchas, acompañadas por el chongo, corríamos de la mano de ese amante furtivo. La Gorda Pocha corría hacia la puerta y trataba de discutir con los policías para hacer tiempo. La verdad es que si nos agarraban, era un problema porque todas contábamos con frondosos prontuarios. Incluso las señoras del barrio salían a retener a la policía. Se quejaban: “No puede ser que caigan así, si es el cumple de la Fulanita...”. Eso nos daba tiempo para escapar, aunque algunas ebrias no podían subirse a los muros. A ésas había que cargarlas. Nos escondíamos en los lugares más desopilantes. Me he llegado a esconder por idea propia o de alguna amiga en una cloaca y hasta una vez debajo de un tractor. Creí que ahí abajo iba a poder estar a salvo hasta que escuché la voz de un uniformado que me decía: “¿Qué? ¿Se volvió mecánico ahora?”.
Estaba también la casa de una familia relacionada con la policía donde también hacíamos grandes fiestas, los Cuenca. Ahí obviamente nunca caía la policía, pero te esperaban a dos cuadras para agarrarte a la salida. No faltaban en plena noche nuestros shows. Espectáculos con mucha producción. Había imitaciones de Lola Flores, alguna que hacía un numerito con “El barco velero” de la Pantoja. Las maricas se desmayaban. Me acuerdo de que una vez una trava cayó con una gran corona y se atrevió a hacer una imitación de Evita. Se armó un escándalo. Las señoras del lugar se pusieron muy mal, como locas: que nos habíamos ido de la raya, que se nos fue la mano, que era casi una profanación. Podíamos hacer cualquier payasada pero con Evita no. A unas cuadras de la casa de los Cuenca, había un lugar donde confluíamos nosotras con muchas mujeres en situación de prostitución del barrio El Bajo. Había mucho baile mixto. Algunas travas iban con el marido y se armaba un lío bárbaro porque el marido de una miraba a otra caderear. Y de vuelta: pico de botella.
En Salta los boliches aparecieron muchos años después que en Buenos Aires. Allí la cosa se ponía más selectiva. Según el boliche, claro. En algunos sólo dejaban entrar a 3 o 4 travas, las más lindas. Los lugares de verdadera cofradía eran las fiestas que organizábamos nosotras. Los sábados eran momentos de encuentro y de esparcimiento obligatorio, después de haber estado toda la semana sin poder ver a tus amigas o para compensar tanto trabajo y tanta lucha contra las durezas de la vida. Era muy importante la socialización. Nos encontrábamos y las bromas corrían a granel. Bailábamos horas y horas. Imaginate cómo te quedaban los pies después de bailar varias horas con tacos sobre el piso de tierra. Sabíamos que por bailar podíamos terminar presas, pero no nos importaba nada. Cada trava tenía su gracia, su paso, su chiste y era el momento de sacar a relucir todo. Al grito de “suelo, marica”, todas nos teníamos que tirar al piso. Era un modo de bailar y reír como si el mundo se acabara. Toda la belleza y todo el disfrute estaban puestos allí y no importaba nada más. Además, a diferencia de lo que ocurría en el boliche, no había distinción de clase social. La señora de barrio o de clase media bailaba con la marica de clase baja. A nuestras fiestas venían las tortas bomberas. Siempre se movían en grupete. Rompían la pista. Y en los boliches siguieron haciendo cofradía con nosotras porque no querían bailar con hombres. El boliche terminó siendo una cosa más para travas jóvenes y había menos mezcla en todos los sentidos. Allí no se veían tantos lazos de solidaridad como en nuestras fiestas, en las que se mezclaba todo con todo, la trava con nombre y la trava sin nombre. En el boliche se perdían los códigos de comunidad y terminabas hablando un código general. Si al boliche voy y grito “¡la cana, marica!”, no creo que nadie reaccione. La fiesta era un ritual, era todo. Te estrenabas modelito, pero a la media hora ya habías perdido los zapatos y estabas tirada con una tinaja en el fondo. En el boliche aparecía la impronta del anonimato, del histeriqueo, de la vidriera. En la fiesta todo fluía. Te gustaba un chongo y bastaba con un “¡venga para acá!”. Daba lugar a que sucedieran las cosas más desopilantes. Me acuerdo de que una vez estábamos recién arrancando la noche en la casa de La Gorda Pocha y de inmediato cae la policía. Nos agarran y nos llevan detenidas en batallón. Pero en el camino una se acuerda y grita: “¡El locro!”. Claro, había quedado en la casa, recién hecho, calentito y no lo habíamos ni probado. Media vuelta. Lo volvimos a buscar y llegamos a la comisaría con el locro.
Las huidas en sí eran también parte de la fiesta. El relato de la fiesta del día posterior incluía esa adrenalina, dónde se escondió una y otra. Y casi nunca (salvo que termináramos todas en cana) significaban el fin del festejo. Cuando la cosa se calmaba y la policía se había ido, volvíamos al ruedo. Volvíamos a tomar el lugar, a recalentar la comida que sobró y siga el baile.
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