COLE PORTER
El 15 de octubre se cumplen 50 años de su muerte. Aún hoy, las comedias musicales, las películas y tanto las veladas románticas como las bizarras tienen música de Cole Porter. Siguiendo la modalidad de muchas de las letras de sus canciones –concebidas como listas de adjetivos o cosas–, su vida misma podría resumirse en cuatro ítem: componer, viajar, fumar y fornicar.
› Por Kado Kostzer
Nacido en 1891 en Peru, Indiana, tuvo cuna de oro y fue alimentado con cuchara de plata. Su infancia transcurrió sobreprotegido por su madre, una loca por la música, a la que le dedicó su primera canción. Ingresó a la ilustre Universidad de Yale, donde no salió con el título de abogado, contradiciendo el deseo de su riquísimo abuelo materno. La parisina Schola Cantorum –con el propósito de convertirse en compositor de música culta– fue su siguiente intento, que tampoco duró mucho. La comunicatividad del mundo del espectáculo y las melodías pegadizas con letras intencionadas pudieron más que las solemnes salas de concierto.
En 1919, en una fiesta en el Hotel Ritz de París (¿dónde si no?), conoció a Linda Lee Thomas, elegante compatriota hija de banquero. Mujer con pasado (14 años mayor que Cole), la alegre divorciada había sufrido violencia de género por su abusivo marido, un millonario célebre por ser el primer conductor en la historia que mató a un transeúnte con su coche. La separación la dejó aun más adinerada y libre para vivir los alocados ’20 en la Ciudad Luz, donde la café society la tuvo como figura descollante.
El casamiento del abiertamente gay Cole y la aparentemente asexuada (sin ganas de ser molestada) Linda no causó sorpresa en su selecto círculo. Era frecuente que los homosexuales concretaran matrimonios –no sin amor, pero sí sin sexo– como tapadera y pasaporte social. Instalados a todo lujo (porque les daba el cuero) en el 13 de la rue Monsieur, los Porter trasladaban su rumbosa vida en los veranos al Palacio Razzonico, sobre el Gran Canal de Venecia, que alquilaban a... ¡5 mil dólares mensuales de la época!
Sus legendarias fiestas incluían a ociosos nobles, empeñosos plebeyos (con fama y dinero), al Ballet de Monte Carlo en pleno y especialmente contratado, 50 guapos gondoleros y cocaína a discreción. Socialmente eran un dúo perfecto que duró 34 años. La tilinga Linda –que menospreciaba a Broadway y a los judíos que abundaban en el show business– le abrió al rico granjero Cole las puertas del gran mundo, pero a la vez se esforzó –sin éxito– en impedirle acceder a las del mundo del teatro.
No había crucero exótico que no contara entre sus pasajeros con la pareja y su séquito de amigos de alta sociedad –homosexuales y lesbianas casados–, además de personal de servicio (incluido un siempre útil masajista). Fotografías de entonces muestran a los viajeros en Río, y no es extraño que hayan pasado por Buenos Aires. Monty Woolley –conocido de Cole de la época de Yale– era su cómplice en incursiones por lupanares y prostíbulos masculinos de insólitas geografías. El ocurrente actor y director contaba que en una de las habituales cacerías desde su coche divisaron un apetecible uniformado. “¿Ustedes chupan pijas?”, preguntó el descarado marine. A lo que Woolley respondió: “Bueno, ya que nos ahorraste los preámbulos, subí y vayamos directamente al grano”.
La fabulosa carrera de Cole Porter en el terreno de la comedia musical –tanto teatral como cinematográfica– arranca con el regreso a su país, en 1929. Instalados en departamentos separados del piso 41 de las torres Waldorf de Nueva York, se inicia una década de notable esplendor creativo para Cole y de singular brillo social para su petulante esposa, generadora de la frase “very Linda Porterish” (muy Linda Porter), como se definía a una mujer vestida con estilo.
La existencia de Cole estuvo colmada de acontecimientos sociales con gente célebre, fina y encantadora. Nubarrones negros, sin embargo, enturbiaron el champagne, oscurecieron los sofisticados salones, llenaron de zozobra los aristocráticos yates. En 1937, durante una cabalgata, sus dos piernas fueron severamente dañadas al ser aplastadas al caer del caballo. Cole se ufanaba diciendo que escribió la letra de “At Long Last Love” mientras esperaba ser auxiliado. Desde el fatal (pero chic) accidente se acostumbró, a regañadientes, a convivir con el dolor físico. A lo largo de más de veinte años, ambas extremidades fueron sometidas a una treintena de operaciones. Otro tropiezo, más íntimo, menos espectacular –entonces vergonzante e indigno de las crónicas sociales–, fue igualmente dramático. Un frío papel salido de un laboratorio clínico consignaba que la prueba serológica para la sífilis, VDRL, daba positiva. Sin embargo, nada de esto le impidió enriquecer con musicales de gran éxito –y uno que otro fracaso– las carteleras de Broadway, además de pasar temporadas en Hollywood cuando la industria necesitó –y le pagó bien– maravillosas canciones para Fred Astaire, Judy Garland, Eleanor Powell, Ginger Rogers y Gene Kelly...
Salvo Chopin, ningún otro músico fue objeto de dos films (amén de las adaptaciones de sus éxitos de Broadway) que “reflejaran” su vida y exaltaran su obra. Noche y día (Night and Day) en 1946 y casi seis décadas después, en 2004, De-Lovely. La primera es un anacronismo filmado por el mítico director de Casablanca, Michael Curtiz. En casi dos horas, el elegante Cary Grant y la condenada a los compositores gay, Alexis Smith (fue también “gran amor” de Gershwin en otra “biografía” hollywoodense), alternan en suntuosos interiores, asisten a sofisticados cócteles, viajan en deslumbrantes coches y en cada estreno ella le regala una lujosa caja de tesoros grabada: ¡una cigarrera! Dato absolutamente cierto, ya que la pareja hacía del fumar un verdadero culto. Además de ricos y mundanos, el film los muestra altruistas: él combate en la Primera Guerra Mundial, siendo herido en una pierna durante un bombardeo (mentira); y ella, muy maternal, colabora en un orfanato (nada más inexacto). De la doble vida del compositor ni se habla: ¡era 1946! Ambos retratados estaban vivos entonces y dieron su visto bueno al guión que prudentemente se anunciaba como “basado en la carrera de Cole Porter”. Después de una proyección, el compositor comentó: “Si sobreviví a esto, quiere decir que soy inmortal”. De todos modos, la película rescata para la posteridad a la legendaria Mary Martin –estrella del teatro– en su creación de “My Heart Belongs to Daddy”, que ella estrenara en 1938. Más tarde, Marilyn Monroe –con calzas negras y suéter “gordo” en un pionero caño– inmortalizó el tema en La adorable pecadora. A raíz del éxito del film, nuestra pizpireta Mariquita Gallegos, emulando a MM, la cantó (traducida como “Mi corazón pertenece a papi”) en shows televisivos.
El film más reciente, con Kevin Kline en el rol de Porter, no soslaya la homosexualidad del compositor –la época lo exigía–, pero también incurre en lugares comunes e inexactitudes. En ambos tributos, Linda –más joven que él– es la impulsora en la carrera de su marido, además de musa inspiradora (nada menos cierto). Quedan como aportes novedosos las personales versiones de “Let’s do it” por Alanis Morisette, “Ev’ry Time We Say Goodbye” por Natalie Cole y especialmente “It’s De-Lovely” por Robbie Williams.
El público argentino conoció cuatro de las contribuciones de Porter al teatro musical. En 1963, Kiss me Kate –su obra maestra con La fierecilla domada shakespeareana como pretexto–, por la Compañía Ana María Campoy–José Cibrián (una sinfonía de borlas, obra del vestuarista Bergara Leumann) con grandes canciones: “So in Love”, “Where Thine that Special Face”, “Wunderbar”... deficientemente cantadas. El musical fue ¿preservado? en un long-play (para ser escuchado dos veces: la primera y la última) con arreglos orquestales del maestro Lucio Milena que resultan hoy más anticuados que los originales de 1948. También en 1963 se estrenó un éxito de una década antes, “Can-Can”, evocativa del París de la belle époque con tres perdurables números: el melodioso “C’est Magnifique”, el filosófico “Live and Let Live” (“Vive y deja vivir”) y la más bella canción jamás dedicada a una ciudad, “I Love Paris”, que María Concepción César interpretaba con sugestión. En 1989, Daniel Mañas produjo y dirigió Alta sociedad con la fugaz Susana Traverso en el rol que Grace Kelly hiciera en el film de la MGM. Apenas la temporada pasada se montó Anything Goes / Vale todo con las vivaces actuaciones de Florencia Peña, Diego Ramos y Enrique Pinti. Clásico de los clásicos de 1934, y plena de canciones que tuvieron luego existencia propia: “I Get a Kick Out of you”, “All Through the Night”, “You’re the Top”... En las cuatro producciones, los traductores, unas veces más eficazmente que otras, hicieron lo que pudieron para recrear el ingenio de las letras (ardua tarea, pues me tocó plasmar al castellano “You’re the Top” que Claudio Segovia incluyó en Las mil y una Nachas de 1976).
Fiel al cigarrillo, en 1954 Linda inmoló su vida –enfisema de por medio– en un altar de humo. Dos años atrás había muerto la nonagenaria y adorada madre de Cole. Antes de finalizar la década sobrevino la amputación de su ulcerada y ya irrecuperable pierna derecha. Halló refugio para su ostracismo en su nuevo departamento en otro piso del Waldorf. A veces, y a modo de consuelo, el compositor descomponía ex profeso algún artefacto doméstico y así llamaba a un técnico que le gustaba para que le hiciera el service. En los inviernos neoyorquinos, la soleada California, con sus muchachos siempre listos, lo tuvieron al borde de piscinas turquesas. Herido en su hedonismo, deprimido y arrastrando una prótesis ortopédica, Porter no componía desde 1958. Atrás habían quedado los all-male parties, donde numerosos y nada desprevenidos marines gozaban del alcohol y los estimulantes. Según el lenguaraz Scotty Bowers, autor de Servicio completo, en sus tiempos orgiásticos Cole podía efectuar hasta quince felaciones sin solución de continuidad (práctica, que es de suponer, sustituía momentáneamente al habitual cigarrillo), mientras exigía del dador toda suerte de humillantes epítetos.
En 1964, el lugar vacío entre las tumbas de mamá Porter y Linda –que lo estaba esperando en el cementerio Mount Hope de Peru– fue ocupado. A los 73 años, el 15 de octubre, en una lujosa casa de reposo de Santa Mónica, los riñones y los maltratados pulmones le dijeron: “¡Stop the music!”. En la lista de hombres –casados o no– con los que mantuvo relaciones más o menos prolongadas figuran (sin orden de aparición) el coreógrafo Nelson Barclift; Jack Cassidy, un actorzuelo que lo hizo sufrir; Ed Tauch, snob arquitecto; Boris Kochno, poeta ruso; Howard Sturges, niño bien, incansable compañero de viajes; John Wilson, director teatral... y decenas de anónimos gigolós, escorts, taxi-boys, o como se los quiera llamar, traficantes de furtivos placeres. Sin embargo, los que siempre lo recordarán serán los hijos, nietos y bisnietos de Ray Kelly, otro de sus amantes, que reciben el 50 por ciento de los cuantiosos derechos de autor que aún generan sus más de 800 canciones y 20 comedias musicales. El otro 50 por ciento va a parar a las cuentas bancarias de los descendientes de James Omar (conocido como J.O.), un amigo de su infancia en Indiana que nunca se explicó el porqué de semejante legado.
Según encuestas, entre las treinta más grandes canciones norteamericanas, cinco son de Cole Porter. Sus ya clásicos temas son infaltables en el repertorio de grandes estilistas como Sinatra, Lena Horne, Nat King Cole, Peggy Lee, Ella Fitzgerald, Tony Bennett, Mabel Mercer, Crosby, Dinah Washington, llegando a Rod Stewart y Michael Bublé.... Varias generaciones de melómanos, de las más dispares culturas, llevan bajo la piel el patrimonio sentimental de tantas melodías y palabras entrañables. No es poco.
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