El lenguaje del comic, marginal pero penetrador, no sólo ha sido uno de los espacios donde la diversidad sexual supo circular más provocativa y desnuda, sino uno de los que más influencia sigue teniendo en otros lenguajes, como el cine, las películas infantiles de Disney y las series de televisión. Diego Trerotola encuentra gemas tan perversas como increíbles en una librería de Nueva York y Gabriela Cabezón Cámara abre Clítoris, la propuesta argentina donde historietistas y pensamiento queer pretenden hacerle un tajo a la normalidad.
› Por Liliana Viola
Si alguien ahora mismo se aventura por una librería hacia el sector infantil buscando historias que acusen el impacto de la visibilidad lgbti de los últimos años, ¡cuidado!, porque podría caerle como un rayo la maldición de Oscar Wilde: “Hay algo peor que no conseguir lo que deseamos: conseguirlo”, susurra una familia de dos mamás junto a otra de dos papás desde la tapa de un libro con ilustraciones que citan, como calcadas, ese trazo doctrinario de los revolucionarios pero ultraconservadores años ’70. Esta primera respuesta de los genios editoriales y también de los militautores configura un subgénero paliativo, donde lo primero sigue siendo la familia. La diversidad sexual (aunque la transexualidad ni siquiera parecería formar parte de la pregunta) hace rato figura en las series pedagógicas dedicadas a la integración. Nada menos pero nada más. Negros, pobres, pueblos originarios, lo alto, lo bajo, lo gordo, lo flaco y lo feo van ampliando un mundo donde la discapacidad no figura; la neurodiversidad entra modestamente con títulos donde se representan personajes autistas. Estos libros, según un amplio consenso entre especialistas en educación, cumplen una función liberadora (para el personaje representado) e instructiva (para el resto), aunque pertenezcan a ese espacio tan escolar de la bibliografía del buen niñx. Si hay un ogro entonces, no lo serán estos materiales didácticos pero sí la ausencia de otros libros donde el quiebre gráfico y fantasioso supere la inercia del sentido único, un diálogo con otras representaciones, también con las delirantes fábulas patriarcales del siglo XIX, incluidas las de Oscar Wilde, que si bien con final trágico y muchos silencios impulsaban una lectura desviada, donde un príncipe de mármol y una golondrina eran capaces de sentirse atraídos.
En este contexto el trabajo del británico Neil Gaiman, conocidísimo por el libro y la película Coraline, se ubica en el centro más eficaz del procedimiento de apropiación –no confundir con falta de imaginación– de clásicos infantiles para su rectificación según el cinismo que imponen los siglos y los géneros invitados (las de terror, las de vampiros, las de zombies). Gaiman, valga el pedigree, es también el autor del legendario comic The Sandman, donde en un temprano 1989 hacía su aparición The Corintian, un personaje gay que no tiene ojos sino bocas en la cara, que se viste como los dioses y ayuda a otros personajes en problemas de estilo. La ilustración del beso que aparece en la tapa pertenece a su última novela recién editada en Inglaterra, valorada, sobrevalorada y también atacada por las comisiones de padres y madres que ya habían reaccionado mal cuando la autora de Harry Potter decidió aceptar en una entrevista (no en el libro) que Dumbledor era gay. The Sleeper and the Spindle, ilustrada con el más clásico de los trazos por Chris Ridell, presenta a una Blancanieves y a una Bella Durmiente en una aventura de magia negra donde, como en la Maléfica de Disney, se les atribuye a las damas el poder del beso. No hay amor entre chicas, anuncian estafadas las primeras reseñas. ¿Pero quién te quita lo besado? El beso a doble página se intercala en el catálogo de las posibles poses para la imaginación de la infancia. Quienes busquen una reversión decididamente lésbica no tienen mucho más que Ash, la Cenicienta escrita por Malinda Lo, editora del blog americano y dedicado a las damas, After Ellen. Quienes busquen una imagen por fuera del amor romántico no lean la imagen y sigan el conflicto que propone la trama. Gaiman ya lo había hecho en el cuento “Nieve, cristal, manzanas”, donde la que tiene la palabra es la madrastra encerrada en un horno ajusticiada por Blancanieves y no la usa para justificarse sino para exponer con otros detalles la trama de su maldad. Ni celos por la belleza joven ni un príncipe encantado que sirva para solucionar algo. El gesto de la reversión impone un ejercicio queer, una lectura de lo que falta, una búsqueda de errores o prejuicios por los que avanzan las nuevas tramas. La guionista de Maléfica cuenta que para escribir su versión estudió los silencios y las cosas que le hacían ruido en las versiones originales y sobre todo en la vieja Bella Durmiente del mismo Disney. ¿Por qué el hada si es un hada no tiene alas? Será que alguien se las cortó, se respondió Linda Woolverton, quien partió de este punto flojo para reescribir su historia donde ya no hay competencia entre mujeres sino violencia masculina. En este subgénero de la reescritura no hay reemplazo, las dos versiones coexisten y se responden mutuamente. Y allí seguramente resida lo inquietante de estos besos que se imprimen sobre otros besos.
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