TEATRO
Meyerhold, el espectáculo-total que monta Silvio Lang invocando al actor y puestista ruso, recrea aquellas técnicas circenses y futuristas en clave criolla y queer.
› Por Walter Romero
Lo que llamaríamos función se ha vuelto genial ensayo abierto. Con actores que se vuelven músicos, acróbatas, cantores y malabaristas, la metamorfosis de lo raro y de lo grotesco hace, de este show futurista, un ejercicio “biomecánico” de salvación. No es Meyerhold un mero pretexto, sino, de alguna manera, la festividad de un teatro que —abrevando también en nuestros géneros telúricos— se despoja mediante tangos travestis y otras cosas de varias teorías de interpretación teatral. “Sentir es hacer”, diría Stanislavski; Meyerhold –pasado por el filtro del pampeano Silvio Lang– invoca, más bien, que “hacer es sentir”.
En la celebración del primer aniversario de la revolución bolchevique se produjo el estreno de Mistero bufo, de Mayakovski, el mayor exponente del futurismo literario. El joven Mayakovski tenía apenas veinticinco años y había recibido de Andreyeva, la mujer de Gorki, el mandato de escribir una revista satírica de actualidad. En la mítica noche del 28, de un octubre como ahora pero de 1918, y a las ocho de la noche, como ocurre ahora en las representaciones del ciclo del Cultural San Martín, Mayakovski ofreció una lectura a la que asistió Vsevolod Meyerhold, en ese entonces a cargo de los teatros de Petrogrado. Mistero bufo fue un escándalo vanguardista e irreverente del Diluvio Universal y del Arca de Noé. Tal como cuenta Solomon Volkov, Meyerhold se encargaría de la puesta y Malevich haría los decorados sobre la base de destruir para siempre “la fealdad de las formas reales”. Para Meyerhold conocer a Mayakovsi fue lo mejor que le puedo pasar: a ambos la revolución de octubre les “había ofrecido una vía de escape de un callejón sin salida intelectual”.
Ya en su época, las innovaciones y los préstamos que Meyerhold tomaría de los géneros populares restalló en la cara de los conservadores; en este caso, Lang se nutre del sainete porteño y del travestismo a mansalva para ver qué ocurre, para ver a qué comisario del pensamiento soviético-porteño le salta la chaveta y se le despierta la abominación y el insulto. El epítome de la noche aflora en Meyerhold, en una versión marxista de “La muchacha del circo”, coreado por las masas actantes, con bandera roja flameante en una suerte de Libertad cirquera guiando al pueblo. Hay que reivindicar a esa muchacha proletaria que se cae del trapecio, y allí saldrá un coro popular en su rescate. El tango ejemplar de Manuel Romero –cuya teatralidad innata está corrida hacia una interpretación de los vaivenes revolucionarios de la Historia– se vuelve himno de “La Internacional” proletaria del teatro, que en esta escena salva a la joven plebeya y, en la siguiente, hace muy bien en enterrar –aunque sea por un rato largo– a los sabihondos, a los patrones o a los doctores Dapertutto, con látigo en mano, que se la saben lunga y que profieren sin decir nada. La obra –sin guías visibles, salvo en la emergencia de distintos personajes que toman la escena por asalto– tiene sus momentos de propaganda (y cruda ideología) teatral en voces que creemos son las Meyerhold, pero que están siendo camufladas, en la “teoría travesti” de Silvio Lang, por las ideas de un Rancière o de un Badiou, que reclama que el teatro vuelva a ser un espectáculo popular, gratuito, sostenido por el Estado y en busca de esos espectadores que nunca jamás han ido al teatro. Si para desmantelar la burguesía debemos apelar a lo queer, la operación es más que bienvenida. Es el teórico y dramaturgo Alain Badiou, desde hace rato el filósofo del momento, quien sostiene que migrantes, travestis y proletarios de nuestras capitales son los personajes que nuestro teatro contemporáneo aún está esperando. ¡Basta de formas pánicas y sangre y dolor! ¡Más teatro de ferias y más comedia política en los sportivos y teatros de la ciudad!
Meyerhold era, sin embargo, el hijo de un patrón-propietario de una muy buena destilería de vodka y un luterano de provincias que se convirtió a los iconos de la ortodoxia rusa. Nada mejor que la fe de los conversos y de los hijos de los patroncitos para armar la revolución. En pocos años se volvió la estrella fulgurante del Teatro de Arte de Moscú que, desde su fundación misma, en 1898, estuvo a cargo de Stanislavski y de Nemirovich-Danchenko. Después vendrá su famosa discusión con Stanislavski, para convertirse, entonces, en el adalid de un teatro, en principio, con sesgo más simbolista. En 1908, para sorpresa de muchos, lo nombraron director de los teatros imperiales: el Alexandrinsky y el Marynsky, cargo este último que se le volvió dificilísimo, cuando en 1918 se afilió al Partido Bolchevique.
La “muerte del patrón” o de los “maestros de ceremonia” que quieren dirigir nuestra sensibilidad está asumida por Lang, en una reescritura de I pagliacci de Fellini, en la representación de un cortejo fúnebre y festivo que le da sepultura cirquera a todo el teatro costumbrista que hay que rasgar, hasta que salga esa vívida pus que Meyerhold necesitaba, y que el puestista argentino reivindica con operaciones de camuflaje. En esta obra el conchero dorado y sudado à la Perlongher puede ser el centro neurálgico del batir de un tambor peroncho, porque es ahí y ahora donde las identidades se cruzan y donde el cuerpo del actor ya no es uno sino muchos, distintos y diferentes. Uno reconoce entonces las melodías de un medley gay con reformulaciones y reflexión teatral incluidos. La mariconada –diría Lang, que revisita a Meyerhold– es una operación del pensamiento pero, sobre todo, de la acción. Las canciones que aquí desfilan, en este Meyerhold en clave de music-hall trash, desandan los nunca previsibles recorridos pop para cobrar una nueva “materialidad”. “La balada triste de trompeta” que cita a Estela Raval –cantándole a su Rome(r)o– parece ahora escrita para esta suerte de ópera rota; el “Yo soy aquél” del Raphael –y su apotegma “quién sabe nadie”– se vuelve el canto proleta de un Gravoche de barricada; un genial rosario de tangos –felizmente bañados de sabor marica, como diría Pepe Cibrián– desnuda las corazas viriles del tango y lo vuelven “puro teatro”: sus jalones son el tango-proclame de Liber Lamarque en “Maldito tango”, el circuito orillero de una pebeta a quien se le da por draguear, en “De mi barrio”; el texto inefable de “Loca”: “Loca me llaman mis amigos,/que sólo son testigos/de mi liviano amor./Loca,/¿qué saben lo que siento,/ni qué remordimiento /se oculta en mi interior?”; la representación untuosa y zalamera de la Bella Otero o la apoteosis carnavalesca con mulato descomunal de casi dos metros, montado y emplumando comme il faut, entonando a modo de corifeo “liberado” el “O samba e o tango”: su voz era la de un Caetano más gay que lo posible, en su momento más alto de Tropicalia y Flower Power.
Meyerhold es un eslabón crucial en la historia del teatro: montó la que se considera la última obra de la Rusia zarista, estrenada el 25 de febrero de 1917, un día antes de que cayeran los Romanov; su título singular: La mascarada. Y fue el primero en montar una pieza soviética en la celebrada Mistero bufo. En 1920 proclamó “el octubre del teatro” a modo de consigna revolucionaria y en pos de un teatro “sin pausas, psicología o emociones” donde el público –esa masa silenciosa bajo la época imperial– debía despertar y acompañar lo que sucede en las tablas. Toda creación es esfuerzo biomecánico y colectivo, o no es. Su ejemplo más memorable ocurrió cuando en una representación de noviembre de 1920, minutos después de recibir un telegrama que le informaba que el Ejército Rojo había logrado empujar al Ejército Blanco al territorio turco, le hizo leer a un actor, que interpretaba el rol de Mensajero, el histórico “mensaje”. La audiencia se sorprendió, feliz y pasmada, por el experimento de cruce. La realidad y la representación entraban en fricción.
El escenario AB del Cultural San Martín se vuelve campo de batalla donde los cuerpos de los actores (sobreexigidos como Meyerhold quería, con tenaz disciplina rusa) presentan la estampa de un futuro teatral donde las artes se contagian y confunden, como si las Musas decidieran una existencia totalmente mancomunada y orgiástica. Esas cosas pasan sólo en los más gloriosos circos, o en las noches sin fin de un music-hall de estos y muchos otros arrabales. Eros y Thánatos. Los cuerpos de los actores se olfatean, se babean, se enarcan, se menean, fallecen, se disgregan, se distienden, se enlazan, se perforan, se acribillan, se entrechocan. Mucha biomecánica rusa, pero siempre en clave queer y argenta.
Domingo a las 18, jueves a las 20, viernes y sábado a las 20. Centro Cultural General San Martín, Sarmiento 1551
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