MI MUNDO
“¡Viva el cuchillo, el bendito cuchillo!”, aullaba el público en presencia de los castrati. Las primeras divas de la música fueron hombres sometidos a la castración durante la infancia que lograban lo que nadie más podía: un timbre de sacro y andrógino erotismo potenciado por rumores sobre sus extraordinarias capacidades amatorias.
› Por José María Gómez *
Se dice que es el invento más extraordinario de Occidente, la ópera, un “invento” artístico de sabia combinación de música y teatro que se proponía ser la réplica de la tragedia griega, con todo lo que ello implica. Tragedia: terror y piedad pero también fascinación, no en vano se detenía toda Grecia durante las representaciones. La heredera, y que resultó otra cosa afortunadamente, mantuvo la fascinación; no en vano los habitués de todos los teatros líricos del mundo no dejan de concurrir a las funciones, llueva o truene. ¿Qué buscan? o, mejor ¿qué encuentran? Lo que fuere, es muy poderoso y encierra, también, un peligro; se suele advertir que es un camino de ida.
Hubo una época, en que esto que digo era evidente. Una etapa brillante, irrepetible, donde todo lo que significa la ópera estaba expuesto; la pasión, que de eso se trata, tenía nombre y lo que la despertaba estaba allí, como un sueño prohibido: los castrati. Esculturales –el promedio de altura era de un metro noventa–, ambiguos, es decir, contenían todo lo que se pudiera imaginar y, como si fuera poco, cantaban como los dioses. ¿Qué más se podía pedir? Nada, sólo acudir en masa a escucharlos, atreverse a sentir, llorar, desmayarse y gritar, en el colmo de la redundancia: “¡Viva el cuchillo, el bendito cuchillo!”. Herramienta, aquélla, cruel, pero antesala del milagro: la voz, como la de los ángeles.
Estamos a finales del siglo XVI. Una mañana, el papa Pablo IV, mirando con atención a un par de monaguillos que retozaban sobre la alfombra roja y hojeando distraídamente la Biblia, se topa con una epístola del apóstol Pablo a los Corintios: “Las mujeres deben guardar silencio en las iglesias”. Entonces tuvo una idea: desterrar a las mujeres de los coros eclesiásticos. Los niños cantores cantarían sus partes. En la Capilla Sixtina, el Papa y los dignatarios vaticanos se solazaban con la música coral de voces blancas. Se necesitaban niños, muchos niños, para cantar en las iglesias, pero niños que no cambiaran la voz. Ya se conocían los eunucos. Se necesitaba algo diferente. Entonces a alguien se le ocurrió la idea, no totalmente original pero de repente había demanda. Pocos años después, cuando todos sabían lo que se estaba haciendo, el papa Clemente VIII se expidió sobre el asunto, votando en positivo. Lo autorizaba, aclaró, como si hiciera falta, “sólo por la Gloria de Dios”. De repente, todo el mundo andaba con un cuchillo bajo el brazo. Médicos, barberos y cualquiera con algo de habilidad con el cuchillo se sumaba al negocio. Y de novedosa exportación. La bella Italia hizo su aporte. Se calcula en cuatro mil los niños sometidos a la castración. Por cada familia pobre, uno de sus hijos debía ser entregado a la Iglesia o a los mercaderes. Nápoles estuvo entre los mayores proveedores.
El fenómeno
Ahora estamos en los años que van, aproximadamente, desde la mitad del siglo XVII hasta casi todo el siglo XVIII. Al niño se lo adormila con opio o con ron. Tiene entre ocho y doce años. Desnudo, se lo introduce en una tina con agua caliente o leche tibia. El líquido ablanda sus partes pudendas. El barbero corta con mayor o menor habilidad los conductos espermáticos. El pene se mantiene intacto. Con el tiempo los testículos se atrofian y desaparecen. Sin testosterona, la laringe no se desarrollará. Mantendrá una voz infantil. Si la operación se hizo antes de los diez años, crecerá con rasgos femeninos, cuerpo sin vello, pene infantil. Si se realizó alrededor de los doce o más, todo lo contrario. Muchos no sobrevivirán a la intervención. La mayoría de los que sí carecían de verdaderas aptitudes musicales cantarán en los coros solamente. Pero unos pocos, un pequeño porcentaje del total, se convertirán en leyenda. Podían cantar las notas altas de un prepúber con los pulmones de un adulto. El efecto era raro, muy raro, queer. La voz, dúctil y flexible, como la de un niño, sonaba brillante y potente y emergía desde el cuerpo de un adulto que además era alto, de piel pálida y suave, sin barba ni pelos en el cuerpo, con caderas redondeadas y también, como dijo una admiradora obnubilada, con “un bulto igual al de otros hombres”. El sueño del pibe, es decir, de las mujeres que los idolatraban. Estrellas de un firmamento recién inaugurado, el de la ópera y a la que llevaron a su mayor expresión. ¿Qué hubiera sido de este género en ciernes sin la aparición de los castrati?
Caprichosos, intolerantes, autoritarios, “divas”, es decir, divinas y nunca mejor utilizado el término, ya que al decir de todos “cantaban como los dioses”, los castrati fueron las primeras y absolutas divas de la historia de la música. Ya habían dejado atrás los duros años de formación en las escuelas de canto donde los internaban luego de emascularlos. Había que desarrollar los pulmones, aprender a manejar el fiato, o sea, dosificar con maestría el aire mientras se está cantando, improvisar adornos (una serie de notas rápidas alrededor de la nota principal para conseguir mayor expresividad), en definitiva, prepararse para una carrera que tenía no pocos incentivos, entre ellos, salir de la pobreza. Los vestían como ángeles y los enviaban a cantar en los velatorios de los niños. Hacían estragos. Sus voces melodiosas, su aspecto puro e infantil cautivaba al auditorio. “Le voci degli angeli”, decían. Otras veces se organizaban conciertos para los poderosos de la época y entonces aparecían los “protectores” de toda calaña. Algunos de esos niños perdían las alitas en el trámite, pero muchos otros obtuvieron ayuda y contactos para la carrera que se avecinaba. Y llegaba el momento. Ahora todo el mundo estaba a sus pies. No solamente los nobles y los prelados, también los empresarios de teatro. Entiéndase. El fenómeno era inusual. El sonido de sus voces, único; una sugestiva combinación de brillo y potencia que provocaba en el auditorio un efecto mágico, etéreo, extraño e incorpóreo, “como si uno estuviera en el Paraíso”, afirmaban. Uno de ellos, Farinelli, más conocido en la actualidad por la excelente aunque no fidedigna película de Gérard Corbiau (1994), tenía una extensión de tres octavas, podía mantener un sonido durante más de un minuto ampliando y disminuyendo el volumen y, además, era capaz de emitir las notas con gran emotividad. Caían como moscas. Sin embargo, no era, al parecer, solamente la extensión y el volumen la causa de la singularidad. Sin poderlo saber a ciencia cierta pues sólo ha quedado una defectuosa grabación del último de los castrati (Alessandro Moreschi, un artista menor que murió en 1922), era el timbre del sonido –que acarreaba y producía un extraño erotismo– lo que llevó a los castrati al súmmum de la idolatría.
El sexo de los ángeles
Pero hubo algo más. En el cenit de sus carreras en los teatros más afamados del mundo comenzaron a surgir indiscreciones y comentarios sotto voce que daban cuenta de sus capacidades amatorias. Insinuaban que la castración había aumentado el rendimiento sexual de estos hombres, ya que la falta o la disminución de sensaciones en el pene garantizaba una resistencia superior a los demás. De un día para otro, lo que se inició como un rumor se extendió como reguero de pólvora. Y ninguna duquesa quiso perdérselo. Tampoco el duque, para ser precisos. Eso fue el acabose, por usar un término, es decir, se convirtieron en objetos sexuales, algo así como la otra cara de los ángeles. Ya se sabe, la confluencia de ángel y demonio –inocencia y pecado– es poderosa y ejercía sobre sus seguidores una ingente fascinación. Muy vulgarmente, la presencia de “un angelo con il cazzo”, traducido: un ángel con poronga provocaba delirios en la imaginación castigada por la intolerancia y represión sexual religiosa. En la intimidad de los recargados camarines o en los fastuosos dormitorios de una nobleza fanatizada, lxs que se animaban –todavía víctimas del estado sollozante que les causara un sonido sublime y perturbador– podían encontrar bajo los pantalones del castrato una segunda oportunidad en una misma noche de tocar el cielo con las manos. Los castrati aprovecharon la ocasión. Uno de ellos, llamado Consolino, se vestía de mujer y recorría los salones de las fiestas conquistando a las damiselas sin despertar sospechas. Algún otro se fugó con alguna enamorada para escándalo social y represalia policial. Pero todos se divertían. Las cualidades andróginas de los castrati hacían furor en ciertos hombres que se enamoraban perdidamente de ellos. Se suscitaron celos, furiosas enemistades y alguna que otra muerte en represalia. Pero también, como en el caso del mencionado Farinelli –quien casualmente provenía de una familia noble empobrecida–, supo combinar los placeres con una entrega cabal y sincera hacia su arte. Fue tal vez el más grande de los castrati. Imbuido de fuertes convicciones religiosas, fue llamado por la mujer de Felipe V, rey de España (el que fuera duque de Anjou, nieto de Luis XIV y primer rey de la dinastía borbónica en España, para más datos) quien, dado a la melancolía, se mejoraba sensiblemente escuchando a este celebre artista quien cantó, en la antesala del dormitorio del monarca, las mismas canciones durante más de una década. Cargado de riqueza y de honores, Farinelli terminó sus días en su palacio de Bolonia, donde recibió, alguna vez, al propio Mozart.
* Autor de la flamante novela Los Marianitos (Cuenco de Plata).
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