Monstruo seductor, bestia celosa o bellísima indefensa y heterosexual: parece que los medios no saben qué hacer con la tortez, y mucho menos en la sección policiales.
El delirante tratamiento de la muerte de Yésica Arman, a quien llegaron a inventarle un título de reina de belleza, invita a leer entre líneas algo que huele a quemado.
› Por Magdalena De Santo
En su momento, la Pepa Gaitán aparecía en algunos relatos como una suerte de lesbiana vampiro que vivía seduciendo a todas las mujeres de su barrio y convirtiendo a las más femeninas (y casualmente madres) por el camino del mal; otra ficción que circuló al comienzo de la investigación del caso de María Marta García Belsunce fue la lesbiana closetera, mentirosa, celosa, hipersexualizada, agresiva y envidiosa; por último, el reciente cliché que surgió del caso policial de una muchacha poco heteronormada es la harta conocida estrategia de invisibilización: la lesbiana que es y no es al mismo tiempo. Es decir, una mujer con una sexualidad abierta en su círculo más cercano, pero que, igual, mejor no decirlo. Por corrección política, por pudor o por respeto, el periodismo vuelve con omisión pacata a borrar de un plumazo una construcción identitaria, desatiende la integridad sexuada y corta de cuajo la implicancia que ello pueda tener en las motivaciones suicidas u homicidas. Este quizá sea el tratamiento del caso de Yésica Arman.
Esta reina nunca fue reina. Se había postulado hacía muchos años en un sindicato del barrio que nunca –pero nunca– la había galardonado con la tiara y el cetro. Tampoco era una más del montón. Era una mujer de 21 años de Trenque Lauquen que tenía su grupo de amigas tortas con las que venían bancando sus placeres entre el conservadurismo agrícolo-ganadero del interior de la provincia de Buenos Aires cada sábado a la noche en el boliche DOM. Tenía novia, moto y perra. Jugaba al handball y al hockey, practicaba boxeo y fútbol. Peleaba en el ring amateur con buen golpe y metió goles suficientes como para que Ferrocarril Oeste la abrace como su goleadora. De reina, ni un pelo. Puro chamuyo.
Su muerte fue confirmada: autoinfligida. Pero antes de las pericias, los casi 50 mil habitantes de Trenque Lauquen no encontraron el sabor misterioso que los diarios del país querían levantar. Una vez hallado el cuerpo sin vida de “La Rusa” –así le decían–, ya todos habían reconocido que no se trataba de un homicidio con flagelo sexual sino de un suicidio acompañado con carta de despedida. De misterio, nada. El suspenso fue otro invento.
Durante los dos días (casi tres) que Yésica Arman estuvo desaparecida, las hipótesis mediáticas la emparentaban con un imaginario muy lejano al de su realidad cotidiana. Distintas versiones fueron apareciendo a medida que sucedían los días. La primera estrategia fue mostrarla con el rostro angelical de una adolescente con toda la esterotipia vinculada con la mujer impoluta y sacrosanta, de indefensión lastimosa. La imagen de una casi niña con feminidad heterosexual, sin un ápice de su devenir, sin noción de una feminidad lésbica, ni una masculinidad. Lo importante, lo único importante, parecía ser que era linda.
Así, con la construcción discursiva propia de la inocentona virgen, se la vinculaba subrepticiamente a una belleza que podría haber caído en la desaparición forzosa, con un tufo victimista cercano al horror sexual, o peor: pariente de la retórica de la “trata de blancas”. De este modo, La Rusa fue cosificada por sus ojos claros y convertida en sujeto deseable al ojo del periodista masculinoide. El pánico sexual del mensaje rodeaba su ausencia, y sobre todo un eco subterráneo fortalecía el disciplinamiento ejemplificador para las futuras reinas: “Cuidado, el homicida acecha”.
No obstante, a los pocos días dijeron que se descartaba la violación. Ergo: la imagen de la diosa púber empezó a contrastar demasiado con la mujer deportista que usaba zapatillas, capucha, se tapaba las curvas y que tomó una decisión fatal el domingo después del desayuno. “Encontraron ahorcada a una reina de la belleza”, rezaban los diarios que mienten, y al invento le llamaron noticia. Pero una vez que las pericias y la autopsia confirmaron el hecho suicida, la retórica empezó a cambiar. Los titulares dijeron entonces “Encontraron muerta a una futbolista en un descampado tras pelearse con su novia”, y la ficción se volvió más amarilla. Ahora dicen que la encontraron en un descampado, antes era en una finca familiar. ¿El dato de su intimidad implicó su descenso en el status social? Esta mujer joven que ocupó los espacios que no le fueron regalados dejó de ser, de un día para otro, la inocente víctima evaluada por algún jurado local para convertirse en la metáfora de la soledad taciturna. A su cuerpo devaluado lo rodea el silencio. Y ya nadie dice nada más.
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