SOY ABIERTO POR VACACIONES > RELATO DEL LIBRO HABITACIONES PRIVADAS (HUM, 2014)
Todos los viernes, una ficción. Para este número Cristina Peri Rossi envía especialmente “Se busca”, un cuento inédito en la Argentina y recién publicado en Uruguay. Además, SOY invita a sus lectorxs a mandar un relato corto (no más de 15 mil caracteres) vinculado con la diversidad. Alguno de ellos le dará fin a esta sección, el último viernes de febrero. Los textos son bienvenidos por inbox (Facebook: Suplemento Soy).
› Por Cristina Peri Rossi
La voz era tan sugestiva que ella creyó que la arrullaba; intimidada por esa suavidad sedosa de la voz, sólo podía, en contraste, balbucear quedamente, como un bebé adormecido. Le hubiera gustado que le siguiera hablando eternamente, que no parara, que continuara, fuera lo que fuese lo que le estaba diciendo. Más importante que aquello que decía era cómo lo decía, pensó que debía ser una cantante, quizás era una cantante que ella no conocía, que no había conseguido todavía el éxito, pero lo conseguiría, una cantante de voz cálida y sensual, envolvente, como Dalida, no, mejor, como Maria Bethânia, y dijera lo que dijera quería que le siguiera hablando, aunque ella no respondiera, porque la voz no le preguntaba nada, era como escuchar una nana, una antigua nana medio olvidada, pero súbitamente la voz cesó. El robot de la compañía de móviles le informó que en breves minutos la llamada iba a concluir porque ella, la oyente, había superado el límite de tiempo contratado. Había tenido que recurrir a este servicio porque desde que Claudia le dio su número –y se lo dio muy rápidamente, como una mujer espontánea y confiada– la llamaba varias veces, al despertar, antes de ir al trabajo, y luego, cuando regresaba presurosa a su apartamento, porque ahora tenía un motivo para volver, no como antes. Ahora ansiaba abrir la puerta, recoger los vales para las galletas o el jabón debajo de la puerta, abrazar al gato que siempre la esperaba sentado, como una estatua de gato, y lanzarse sobre el sofá, estirar las piernas enfundadas en el pantalón negro (estaba un poco gorda, por eso prefería el negro) y llamarla al móvil. Y eran tantos los deseos que tenía de que le hablara, de que le insinuara cosas, tantas las ganas de escuchar su voz, que le pedía que prolongara la conversación (aunque más bien se trataba de un monólogo). Claudia se prestaba dulcemente a sus requerimientos. Le decía que sí, que no se preocupara, que ella iba a seguir estando ahí, hablándole, susurrándole, diciéndole te quiero, me gustas, eres lo mejor que me ha pasado en la vida, te besaría entera, y tú me besarías a mí, me estoy mojando, me estoy empapando, tengo que abrirme la blusa, me gustaría que me lamiera el sudor, el sudor que me corre entre los senos, pero no, todavía no, espera un poco, déjame quitarme primero las medias, ¿siempre las querrás negras?, ah, sí, sé que te gusta ese color, el negro, medias de malla, te gustan mis piernas, mis rodillas, a mí me gustan tus caricias, pero súbitamente el robot le anunció que le quedaban sólo tres minutos de conferencia. No sabía por qué ese estúpido robot decía conferencia en lugar de conversación. Era más solemne. Se apresuró a decirle que la llamaría a la noche, compraría una tarjeta para el móvil. Implacablemente la llamada cesó. Claudia le había dicho que ella no podía llamarla porque estaba de guardia. Era enfermera en un hospital público en la ciudad, y trabajaba muchas horas por día, además de las guardias que hacía para ganar un poco de dinero extra y a veces para sustituir a alguna compañera. Ella también tenía una larga jornada laboral, pero menos absorbente: era entrenadora de natación en un instituto de chicas. Las niñas se sumergían en el agua de la piscina en un frenético parloteo, como los pájaros en las fuentes; unas saltaban, otras nadaban, algunas hacían el muerto y otras se deslizaban por el interior de las aguas como delfinas. Agiles y chispeantes delfinas que querían jugar. Y ella tenía paciencia. Era una mujer paciente. Le gustaba ver a las niñas con las piernas y la espalda mojadas, le gustaba ver las gotas que recorrían los torsos, y los cabellos empapados que chorreaban hacia la cintura, y los bañadores que les moldeaban los cuerpos delgados, no había gordas, todas estaban muy preocupadas por su figura, cuestión de moda. Y las niñas se dejaban guiar, se dejaban aconsejar, le tenían confianza, quizá porque daba las instrucciones con suavidad y firmeza. Serenidad y firmeza, una autoridad que apenas se notaba, se dejaba sentir imperceptiblemente. Al principio, chapoteaban en el agua con sus flotadores como peces pequeños, alborotaban un poco, pero eran ágiles, sus cuerpos respondían con facilidad a las instrucciones y a poco empezaban a nadar con rapidez, pero ella tenía que estar atenta, siempre había alguna más audaz que otra, siempre había una que quería sobresalir y cometía alguna imprudencia. Las controlaba sin que se dieran cuenta, quizá porque tenía los ojos celestes. Es difícil mirar al fondo de los ojos celestes, se lo diría a Claudia. Son ojos que parecen no tener fondo, diluirse en la superficie. No es posible tener una mirada celeste profunda, ni esperar que los ojos celestes sean capaces de expresar muchas cosas. Pero Claudia parecía comprenderla sin necesidad de explicaciones. Tampoco era muy conversadora. Su última novia (habían pasado cuatro años, cuatro años enteros, cada año con sus trescientas sesenta y cinco noches) le había dicho que era más fácil comunicarse con la nevera que con ella, y aunque este comentario la hirió, la hizo sufrir, no discutió, porque su novia (que entonces estaba sin trabajo, fue despedida de la fábrica de automóviles en la última crisis) se pasaba el día frente a la pantalla del televisor, luciendo sus lindas piernas, comiendo helados y masajeándose el cuero cabelludo porque no quería perder pelo, estaba obsesionada con su pelo, una hermosa cabellera color caoba que a ella le gustaba acariciar pero no podía hacerlo muy a menudo, porque su novia pensaba que no era bueno que otra persona le tocara el cabello, había inducción eléctrica o algo así, algo que podía provocar una calvicie prematura. Su última novia se pasaba el tiempo mirando la televisión, pero le dijo que era más difícil comunicarse con ella que con la nevera, siempre tenía algún pretexto para no salir y quedarse mirando un programa de concursos o una teleserie, en cambio ella detestaba la pantalla, sólo miraba algún partido de tenis y los escasos torneos de natación que pasaban en diferido.
Le había dicho a Claudia por teléfono que ella no era una mujer de muchas palabras pero, en cambio, era una buena escucha, le gustaban las voces, podía enamorarse de alguien sólo por el tono de voz, aunque, a decir verdad, lo primero que la enamoró de Claudia fue la fotografía. La encontró en un portal de Internet al que accedió luego de pagar una modesta suma de dinero, en la sección “Chica busca chica”. No lo había hecho nunca, y pinchó el portal con mucho nerviosismo, como si estuviera haciendo alguna cosa prohibida. Detestaba las cosas prohibidas, era demasiado sincera y auténtica como para gozar con lo oculto. El portal ofrecía una galería de fotografías y el nombre correspondiente. Para acceder al teléfono de alguna de las chicas había que identificarse, volver a pagar y se consultaba a la elegida. Ella había tenido suerte, porque eligió a Claudia (le pareció no sólo la más guapa, sino la que tenía un rostro más dulce e inteligente, alguien que inspiraba confianza a simple vista) y al día siguiente obtuvo respuesta: un número en clave, al que podía llamar para hablar con ella.
No vivían en la misma ciudad, pero eso no le pareció muy importante. “Se elige a quien se ama, no las circunstancias”, había leído en una revista. Aunque no viajaba a menudo, había hecho cortos viajes en tren y le gustaba la ciudad de Claudia fundamentalmente porque daba al mar. La suya sólo tenía un río, y no es lo mismo un río que un mar, digan lo que digan. El mar da una sensación de espacio, de infinito, de la que el río carece.
Claudia le dijo que no se preocupara por la distancia, que podrían hablar todos los días. También ella le envió su foto, aunque con un poco de temor, porque no era una mujer guapa; los deportes habían desarrollado sus músculos, pero la afición a los dulces y la herencia paterna la hicieron engordar. Era pelirroja, tenía los cabellos cortos hacia atrás, la cara y el cuerpo muy blancos, llenos de pecas que se juntaban en racimos, los ojos celestes, acuosos, y un aspecto algo varonil que no se preocupaba por ocultar. Claudia le dijo, riendo, la segunda vez que hablaron, que era bisexual y le gustaban las mujeres con pluma, y ella se alegró, del otro lado del móvil; siempre le habían gustado bisexuales. En alguna parte tenía que instalar la diferencia.
Me siento muy sola, le confesó, a poco de hablar, y Claudia le dijo que también la gente que vive en una gran ciudad se siente muy sola, no tienen tiempo de relacionarse con otras personas, el trabajo y las distancias absorben todo el día. Le dijo que su vida era muy monótona, del trabajo a la casa, a cuidar a la madre enferma, padecía una enfermedad degenerativa y estaba postrada, era única hija, el padre las había abandonado hacía tiempo. No ganaba lo suficiente como para pagar a alguien que la cuidara, además, era enfermera, pero estaba cansada y no tenía tiempo libre; necesitaba un poco de cariño y de ternura. “Te daré todo el cariño y la ternura del mundo”, le contestó ella. Por el momento tenían que seguir hablando por teléfono, era difícil que Claudia pudiera desplazarse con tantas responsabilidades. Era muy cariñosa, muy tierna, y no tenía inhibiciones, le decía que estaba deseando hacer el amor, que le gustaba pensar en el día en que iban a encontrarse y por fin podrían tocarse, acariciarse, besarse, ambas desnudas, ella empapada, ansiando que su boca la recorriera por entero, la hiciera palpitar, “a veces siento que tengo el sexo repartido por todo el cuerpo, por las axilas y la boca y los brazos y el vientre”.
A los tres meses, ella le dijo que no aguantaba más la ausencia, que quería verla, aunque fuera sólo un fin de semana; sus ahorros habían disminuido (seguía usando un número de móvil en clave que costaba diez veces más que el habitual) pero iba a alquilar una habitación de hotel, en la ciudad de Claudia. Pasó largas noches solitarias en el Google mirando hoteles, comparando precios, servicios, habitaciones y, al final, eligió uno pequeño, elegante y discreto, ideal para dos personas que se encuentran por primera vez y se aman. Pasarían juntas el fin de semana.
Un día antes de comprar el billete de avión (no se sentía capaz de hacer un largo viaje en tren, la ansiedad la consumiría) Claudia le dijo que su madre había empeorado, estaba ingresada en el hospital donde trabajaba.
Se sintió decepcionada. No era fácil superar esta frustración; esa noche no la llamó, pero no para castigarla, sino porque se fue a un bar de ambiente donde se emborrachó al comprobar que ninguna mujer le hacía ilusión; sólo deseaba y necesitaba a Claudia. La llamó a la otra mañana, balbuceante todavía por el efecto de los gin tonic que se había tomado, y le pidió perdón por su egoísmo, por su falta de comprensión. Dejó pasar un par de semanas en las que siguieron hablando por teléfono, cautivadas por esa sensualidad ensoñadora de las voces.
Esta vez no le dijo nada, decidió darle una sorpresa. Dejó pasar una semana (la madre de Claudia había regresado al hogar) y compró el billete de avión. Hizo el viaje en vilo, esperanzada, llena de ansiedad. Mascó cacahuetes, pidió un whisky, en el avión no se podía fumar, ella no había fumado nunca, pero ahora entendía a los fumadores, leyó revistas del corazón, devoró tres barritas de chocolate que vendían junto a un rico helado de vainilla, le pareció que los asientos eran muy estrechos y el viaje demasiado largo, se levantó varias veces al baño, la ansiedad le daba ganas de orinar y, al final, con un suave aterrizaje que el pasaje aplaudió, llegó a la ciudad de Claudia.
En el hospital público no le supieron dar noticias de Claudia, y ella no contestaba al móvil. Todo el mundo trajinaba mucho en ese lugar, las enfermeras iban y venían, el pasillo de urgencias estaba repleto, parecía un hospital de campamento militar y pensó que no era bueno enfermar ahí, que no era bueno trabajar ahí. Sobraban enfermos o faltaba personal, las familias de los enfermos deambulaban de un lado a otro, mezclados con los médicos presurosos que no se detenían para nada y las enfermeras, que tampoco podían contestar ninguna pregunta. Ester comprendió el cansancio y la falta de energías de la mujer a la que amaba; un trabajo así era muy estresante, y se sintió dichosa por el suyo en una piscina climatizada donde las niñas aprendían a nadar en medio de los juegos. La ciudad era muy grande, más de lo que se veía en Google, pero había alquilado una habitación de hotel y estaba dispuesta a encontrar a Claudia como fuera, a darle una sorpresa. En algún momento contestaría a su llamada; vería el número y la atendería. Sólo tenía que esperar, aunque en ese momento esperar era algo que la inquietaba, le provocaba nerviosismo, la aturdía. Decidió esperar en el hotel, por lo menos, allí estaría más cómoda. Le dolían los pies y necesitaba descansar. Se adormeció mirando la televisión, cosa que le recordó involuntariamente a su novia anterior. Despertó un poco antes de medianoche, se acercó al gran ventanal y contempló el brillo nocturno de la ciudad. Había hileras de luces rojas, verdes y amarillas. Los autos circulaban lentamente, por el atasco, y se escuchaba un rumor continuo, como de un horno en ebullición. Una especie de humo azulado cubría la ciudad; es la contaminación, pensó, cómo pueden respirar este humo y no morir. Pidió un bocadillo, un café y un paquete de galletas al servicio del hotel que permanecía abierto. Volvió a llamar al número secreto, al número cifrado exclusivo que establecía el puente, el cordón umbilical entre ellas dos. El móvil de Claudia estaba apagado. No tenía guardia, por menos no se lo había advertido, de modo que lo más probable era que su madre hubiera empeorado. Le envió un mensaje. “Estoy en el hotel Savoy. Me gustaría verte. Te quiero.”
Esperó. No hubo respuesta al mensaje. Llamó insistentemente, como si hubiera perdido la paciencia. Se bebió los botellines de la nevera de la habitación de hotel, mezclados con los cacahuates y las aceitunas. A esa hora, todos los canales de televisión pasaban películas porno o consultas astrológicas, basura. Al final, se quedó dormida mirando un viejo film norteamericano; un melodrama con Robert Mitchum y Eleanor Parker.
El programa Se busca es el de mayor audiencia de la cadena Siete, por eso está en un horario privilegiado, de nueve a diez de la noche. El éxito del programa se debe a su formato similar a una novela policíaca. Alguien busca a alguien. Quien busca cuenta una historia, la historia de su vida, los motivos por los cuales está buscando a una hermana, a un padre, a un amigo o a un viejo amor. El programa selecciona a sus invitados y un equipo especializado realiza la investigación que suele tener éxito; han conseguido encontrar a personas que se daban por muertas, que vivían en otro continente o que habían cambiado su aspecto y su nombre. Mientras realizan la investigación, el programa paga la estancia del invitado en un hotel. El reencuentro inesperado debe ocurrir en el plató, ante el público invitado y los telespectadores; es la condición imprescindible: el Prime Time tiene suspense, como las películas policiales.
La citaron diez días después. Le dio tiempo para ir y venir al pueblo, no había querido quedarse en la ciudad, la deprimía el humo y echaba de menos al gato. El equipo de Se busca había realizado la investigación, y ahora, por fin, iba a producirse el anhelado encuentro, en el plató, frente a los espectadores y la teleaudiencia, para que todos pudieran compartir su dicha y alegrarse porque no todo es malo en este mundo, el amor y la bondad triunfan.
No cambió su indumentaria para la ocasión. Llevaba una camisa blanca, un jersey negro de cuello en V y pantalones del mismo color. Pero se había comprado unos calcetines blancos y un par de mocasines italianos que parecían un poco estrechos para su altura, pero le daban un aire un poco más femenino. Estaba muy nerviosa cuando la famosa presentadora le pidió que contara su historia ante la platea. Nunca había hablado en público, y las luces, cegadoras, el micrófono que le habían colgado en la espada le causaban una sensación extraña, como si estuviera en una feria. Detestaba las ferias y no había hablado nunca en público. Resumió lacónicamente los datos: Claudia trabajaba en el hospital más grande de la ciudad, su madre estaba enferma, ella quería darle una sorpresa; no se habían visto nunca, hasta ahora, pero se habían prometido amor eterno. Y aunque hablaba en voz baja (tanto que la presentadora tuvo que pedirle dos veces que lo hiciera más alto) sus mejillas se encendieron y la mirada adquirió brillo. Cuando terminó y miró con gran expectativa, la presentadora, frente a las cámaras, hizo el resumen:
–Nuestra invitada de hoy está buscando a Claudia, una mujer a la que ha conocido a través de Internet, en el portal “Chica busca chica”. Claudia trabaja en el hospital más grande de esta ciudad, pero no han podido o no han querido darle información. El número al que llama ha dejado de comunicar; no sabemos si Claudia recibe o no las llamadas y su madre está muy enferma. Nuestro equipo de investigadores ha hecho un gran trabajo, aunque disponía de muy pocos elementos. Han realizado las averiguaciones oportunas que permitirán por fin a Ester, esta mujer enamorada, encontrarse con Claudia en este plató y lo verán enseguida, luego de los anuncios.
La tanda de anuncios era muy larga y la dejaron sola, aislada en un cubículo fuera del plató donde no había nada más que una luz blanca pastosa. De todos modos no había nada para mirar. Pensó que era un cubículo tan aséptico como un hospital. Ni siquiera un aparato de televisión para ver los anuncios que pasaban mientras ella esperaba. Estaba nerviosa. Había visto el programa algunas veces (su novia anterior era una adicta) y sabía que los encuentros eran muy emotivos; a veces, los invitados se ponían a llorar, mientras balbuceaban, y la emoción los hacía trastabillar o tartamudear, pero ahora lo que la preocupaba eran sus ganas de orinar. Como los cachorros, tenía miedo de que en el momento de ver a Claudia sus riñones dirigieran un chorro imparable hacia la vejiga. No había visto retretes por ningún lado, la gente que va a la televisión no debe orinar.
Un empleado lleno de cables la vino a buscar y la condujo otra vez hacia el plató. Recibió la luz potente de los focos en el momento en que la presentadora (no era demasiado guapa, tenía una belleza algo anodina que iba a desaparecer muy pronto) repetía que ella estaba buscando a Claudia, enfermera, con la que mantenía un idilio virtual.
Sonó el gong. El programa tenía un gong chino que anunciaba que por la gran puerta central del plató, cubierta por una cortina amarilla, iba a aparecer la persona buscada. Claudia. Así lo anunció la presentadora. Le pareció que el gong era demasiado largo y además, vulgar. Ella no había soñado con un encuentro así, sino en algo mucho más íntimo, más romántico, y alejado del público. La cortina se abrió en medio de un silencio que también le pareció demasiado largo. La banda sonora que venía después del gong mantenía el suspense. Era la estructura del programa. Se trataba de aumentar la expectativa, de “crear clima”, como decían los expertos. Y no aparecía nadie. Transcurrían los segundos, y no aparecía nadie. Demasiado espectacular, pensó. Todo el universo había quedado en suspenso: en suspenso las cámaras, las luces resplandecientes del plató, el gong, los micrófonos, el aullido de los autos en la calle, los aplausos del público, las órdenes de los teloneros, la salida de los niños y de las niñas del colegio, las transacciones comerciales y el vuelo de los aviones. La presentadora dejó que el silencio se instalara como un manto sobre toda la superficie. Ella se sentía paralizada, inmóvil, sentada en el sofá color púrpura de los invitados. Sólo sus ojos –sus acuosos ojos celestes que no expresaban nada– estaban fijos en la escalinata por donde descendían las personas que Se busca había conseguido encontrar.
Entonces sonó otro gong. Este gong era completamente distinto del primero. El primero era de suspenso, de espera, de ansiedad. Este, en cambio, era definitivo. Un gong final, de muerte, de entierro, de ultratumba. Un gong que jamás nadie quisiera escuchar en vida. Un gong que nunca había oído en ningún programa de televisión.
–Lo sentimos mucho –dijo la presentadora–. Nuestro equipo de investigadores ha realizado las averiguaciones pertinentes y ha descubierto que Claudia no existe. Te han engañado, Ester. Has hablado con la empleada de una compañía que se dedica a establecer contacto a través del móvil con las personas que buscan relaciones.
Se turbó. Hubo un silencio que podía ser dramático, si no hubiera sido tan deliberado, tan preparado.
La presentadora volvió a acercarse a ella.
–Claudia no existe, lo lamentamos mucho –repitió–. Todo el equipo de Se busca lo siente mucho. Las fotografías que aparecen en el portal de “Chica busca chica” no corresponden a los nombres, y el número al que llamas es el de una empresa que alquila líneas telefónicas; las empleadas conversan con las clientas, de modo que la factura del servicio que pagan es muy alta, pero no llegan a conocerlas jamás, porque no son reales. Durante estos meses has hablado con alguien que se ha hecho pasar por una tal Claudia, enfermera, que vive en esta ciudad, pero que realmente no existe.
Otro gong sonó, éste era el habitual del cierre del programa. Detrás del gong se oía la ovación del público, del presente y el aplauso de los teleespectadores, éste también simulado. La última imagen que el director de cámara ordenó fijar para cerrar el programa fue la de los ojos celestes de la invitada. No expresaban nada. Ni cólera, ni dolor, ni sorpresa, ni angustia, ni desilusión. Por culpa de los ojos celestes.
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